La mano que mece la cuna

Si en verdad existe el concepto de fría belleza, Rebecca de Mornay es una de sus máximas representantes. Ojos de hielo azul y un rostro pálido que bien podrían hacerla pasar por ángel como por demonio. Rubia, serena y hermosa, la mano de Rebecca nos mece en un thriller que si gana puntos es por ella y por su Peyton, la niñera que nunca deberíamos tener en casa. No porque sea malvada, sino porque es demasiado tentadora.

La denuncia por acoso sexual a su marido es el detonante que arruinará la vida de la señora Mott, desatando sus instintos vengativos de una manera enfermiza, quizá como única vía de escape a su sufrimiento. Aquí se plantea la duda de saber si era así antes o se ha vuelto cruel y loca por el camino. Ya no lo sabremos. Lo que sí se sabe y se intuye es que esta muchacha ha tenido una vida muy dura, otro motivo para que no podamos odiarla como merecería. Esta villana, no lo olvidemos, tiene corazón.

Para mi gusto, a «La mano que mece la cuna» le falta algo más de garra y actividad, ya que a pesar de todos sus esfuerzos, la historia es de tal sencillez que pierde ímpetu. Más interesante en el plano psicológico que en el de la angustia y la tensión, la película avanza con paso lento aunque seguro hacia un desenlace de féminas en pie de guerra. También tiene el freno de que la presencia de la antagónica es tan magnética y potente, que los protagonistas pasan desapercibidos.

Déjate mecer por ella.

La trama se desarrolla mecánicamente, paso a paso, atando cabos y dejándole todo bien claro al espectador. Parece fácil, pero pocas películas de este corte y género lo lograron hacer tan bien después de ella. Al ser todo tan pulcro, tiene un toque a reliquia, de otra época, lo que supone otra razón para verla.

La película que a día de hoy tiene el récord mundial, comprobado, medido y tasado por los mejores expertos a este respecto, de golpes bajos cinematográfico charcuteros, es, de hecho, la obra entera, una tremenda, por la espalda, y a bocajarro, puñalada trapera, de las que ya no quedan.
Manipulación burda y grosera que se agarra a la idea (¿será cierta?) de que el espectador medio es un bulto sospechoso, un animalito salvaje y candoroso, una bestia primitiva y morbosa a la que se puede tratar como a un niño sediento de sangre, golpes y emociones de barraca de feria, ansioso de que le endosen a contrapelo folletones lisérgicos, moralidades pringosas por obvias y opuestas, y maniqueas y extremas, el arte como de bandas mafiosas, preñado hasta las trancas de mamarrachadas sin cabeza, de sustos de vieja, de añagazas de regional tercera, de causas/efectos de perro Pavlov, sea, astracanada ridícula y maqueada majadera, bobada a espuertas, brocha gorda, blanda repugnancia, una panoplia.
Buscan la identificación más plana y primaria del espectador con el bien absoluto para que así sufra/goce a muerte con las matufias que el mal perpetra a pleno sol. Con la connivencia de la inocencia rayana en la estupidez profunda (para ellos dos más dos son un plato de alcachofas) de la santa familia y el retorcimiento abracadabrante de la pérfida (cómo no) rubia, qué bellacas que son, vienen así de fábrica, la genética manda, aquí, por otra parte, tenemos de todo como en botica, también una morena y una pelirroja, la ética, la gradación de esta, es cuestión o patrimonio de mujeres y (sus) colores.
Por otro lado, qué se puede esperar de un país, de una cultura, de una civilización, de un imperio, de unos jefazos o amos del mundo que cenan a las seis y media de la tarde, pues eso, horror sin parangón, maldad para dar y regalar, depravación sin cuento, abominación, brutalidad, bajeza a todas horas, el peor gusto como norma y sentido.
Los actores están por lo general bien, ellas dos tremendas, y el negro y la niña, hasta el bebé tan rico, pocholo, gran intérprete en ciernes, pero, a pesar de las apariencias, mejor Sciorra Anabella, también bella, sin desmerecer a la otra, esplendorosa, mayestática, con ese camisón (ni camisita ni canesú) de quita y pon por (falsa) bandera, qué perra.

Todavía sigo sin explicarme, después de haberme tragado 'La mano que mece la cuna (1992), como Curtis Hanson, un tipo de notable reputación cinematográfica, aceptó el encargo de dirigir un bodrio tal como el que aquí comentamos.

No hay nada salvable en esta cinta, a excepción del felino sex-appeal de Rebecca de Mornay. Quiero decir, me sorprende que un guión tan rutinario, tan de sobremesa, tan previsible, tan hueco, fuese acogido con agrado por parte del gran público y, más aún, lograra poner en nómina, como ya he dicho, a gente con cierto caché (y prestigio) dentro del mundillo hollywoodense.

La idea central del film es del todo acaparadora, pues acaba hastiándonos la supuesta astucia maquiavélica de la angelical niñera. Todo acaba siendo muy redundante, puesto que de los ciento diez minutos de duración, cien son destinados a exhibir las jugarretas, previsibles con un siglo de antelación, de la Mornay, guardando los otros diez para el lucimiento, en la degeneración máxima del happy-end, de un retardado en el papel, postizo y forzado, de héroe. Floja cinta que nos hunder el paladar con el rancio sabor del telefilm.

Dice el poeta estadounidense William R. Wallace que "La mano que mece la cuna es la mano que domina el mundo". No sé si está en lo cierto o no pero mientras lo pensamos Curtis Hanson se inspira en la frase para regalarnos un sonoro thriller de pegadizo título, éxito comercial y villana de lujo. Voy a poner las cartas sobre la mesa. Pocas veces me he topado con una mala con tan buenas razones para liarse la manta a la cabeza. Obviamente, no está justificada su venganza pero siento una enorme pena por esta mujer destrozada por completo por una serie de circunstancias aleatorias. Cuidado, el efecto mariposa puede acabar contigo sin que te lo esperes. Eso le pasa a los Flanders y veremos a ver si a los Bartel también.

Mi simpatía hacia Peyton (Rebecca De Mornay, qué guapa y qué seductora) es tal que simpatizo mucho más con ella que con sus víctimas adultas. De hecho, aunque demuestra crueldad desde el primer momento, le cuesta realizar maldades de calibre. Veamos a ver si los guionistas le dan una salida digna a un personaje que por su trastorno mental no es claramente responsable. Mientras tanto preparaos para disfrutar de "La mano que mece la cuna", ejercicio de maquiavelismo o sea, una loba con piel de cordero, que se introduce en una casa como niñera con oscuros fines. Mantiene la tensión en todo momento, y aunque en algún tramo se entretiene en patadas en la espinilla, se guarda un desenlace digno con lo visto.