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El último

Drama Este clásico del cine mudo fue el primer film que explotó el movimiento de cámara. Narra cómo el portero de un lujoso hotel, un anciano orgulloso de su trabajo y respetado por todos, es bruscamente degradado a mozo de los lavabos. Privado de su antiguo trabajo y del uniforme que le identifica, intenta ocultar su nueva condición, pero su vida se va desintegrando lentamente. (FILMAFFINITY)
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Críticas 64
Críticas ordenadas por utilidad
1 de octubre de 2019
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Venía de Fausto, Nosferatu y Amanecer, así que esperaba mucho y hasta el minuto 40 y bastantes me encantó. Una obra maestra, un verdadero portento: el dominio de la narración, las innovaciones artísticas, Emil Jannings, todo formidable. Pero después...
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Coverdale
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10 de abril de 2017
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al principio, él es der erste Mann.

Su perfil se alza a las puertas del Atlantic. Imponente y enorme, custodia las rutilantes puertas giratorias de acceso al hotel; cómodo en aquel umbral entre su fastuoso templo de Abdeen y la urbe, sumida en un vértigo luminoso que pareciera ser celebración de su grandeza*. Sus hombros tienen la anchura de una gran ola; camina y todos orbitan a su alrededor, incapaces de alcanzar su altura e ignorar su esplendor.

Después, como el increíble "shrinking man", su dignidad mengua hasta el átomo.

Se encorva, enjuto. Su rostro recio, de barba cana y fisonomía de retrato de Émile Zola, se difumina y adquiere la fantasmagórica mueca de un Soutine. Frente a nadie parece alzarse ya, ni parece que pueda escaparse de la sombra que los demás le proyectan. La ciudad ya no le festeja; se mueve por callejones mínimos y desangelados, las sombras del expresionismo alemán le persiguen y le devoran. Su erguida y robusta pose es sustituida por un encogimiento que le hace parecer lisiado. Se evade en el delirio de la ebriedad, y luego la resaca ni siquiera le permite sostener la toalla con que ha de servir.

El vecindario se une para el escarnio público. Sus despiadadas burlas parecen salirse de la pantalla, como en un lienzo de Pere Borrell del Caso. Alumbrado por una acusadora linterna, él devuelve su bienquerido uniforme. De rodillas ya, hecho parte del gris decorado de su inmundo lavabo, aguarda a que reclamen su servidumbre.

Al final, es der letzte Mann.

...

Pese a ese engaño en forma de fantasía terminal, o de plegaria mentirosa, con que Murnau se vio obligado a concluir su película, 'El último' se recuerda con un escalofrío. Es un mudo testimonio, avasallador por su fondo e hipnótico por la maestría del director, de la difícil conservación de la dignidad de uno, cuando es un uniforme lo que salva de la mediocridad y ése uniforme lo puede vestir cualquiera, y no se resiste a vestir a nadie.

Gracias.
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Nuño
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29 de agosto de 2019
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película imprescindible y obligatoria para cualquier amante del cine pero especialmente de la Historia y de la técnica del séptimo arte. Murnau es el genio de la época del expresionismo alemán que nos legó esta maravilla junto con unas cuantas más -Nosferatu, Amanecer.

Uno se maravilla con los encuadres, el montaje de maquetas para la perspectiva -coches, cochecitos, personas, muñecos, rascacielos, casitas. Era todo mentira. Pero era. Los juegos de luces y sombras. El movimiento de la cámara, que fue innovador en aquella época -1924. Se encuentran casi todos los moldes que sustentaron el realismo expresionista. Es una película para ver despacio. Parar, mirar, y seguir viendo.

Es la metáfora del significado del uniforme para el pueblo alemán, que se recuperaba de una guerra perdida por los políticos -victoria arrebatada a los generales- y que anticipaba la segunda edición de la desgracia, del horror y del nazismo que se estaba incubando. Es la hipocresía de los vecinos, de la familia. La vejez.

Es una maravilla.
secretadmirer
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23 de diciembre de 2013
21 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
A pesar de que el caldo de cultivo intelectual que rodeaba a Murnau durante la Alemania de la República de Weimar, (cuyas calles aún destilaban alegría, como se ve en la película), era de los más sofisticados de toda la cultura occidental; a pesar de que otros maestros habían sacado ya mucho partido psicológico del no tan reciente invento del cinematógrafo, a pesar de todos los pesares, el director alemán trata a su público como a los ignorantes campesinos que, boina en mano, miraban las portadas de las catedrales, donde se entendían los mensajes mediante sencillas alegorías en piedra. No, la película no es un estudio social sobre la vejez, sino una crítica a la hipocresía, elaborada con unas metáforas para niños tan tontunas que convierten en jeroglíficos a las moralinas de Disney. Que uno es respetado por tener dinero, o que hay que aparentar, son temas universales, tratados de mil formas distintas en otras ocasiones, pero pocas tan tontamente evidentes, como un mal sermón de un mal cura. Aquí la reina metáfora se centra en un uniforme de portero de hotel, pero es tan obvia, tan cansina, tan para críos, que ya empiezas a mirar el reloj a los pocos minutos. Los personajes-símbolo parecen diseñados por alumnos de primaria: ese director de banco, ese vecindario... incluso la imposible hija. Para colmo, Murnau ha decidido alargar la nimiedad con lentitudes exasperantes, con acciones aún más nimias que se estiran hasta lo imposible. No hay ninguna medición de los tempi en los movimientos del gordo Jannings, hasta el punto de que parece que es él el que manda, que no está sujeto a ninguna directriz. Toda acción, aun la más inocua o innecesaria para el devenir de la trama, es eterna, aburrida: una cosa tan tonta como agacharse para coger un cepillo, por ejemplo, puede convertirse en una tortura soporífera mientras se decide esta estrella geriátrica decimonónica.
Las exhibiciones técnicas, como el deforme sueño donde el portero es fortísimo, son en extremo aburridas, aunque den el único toque expresionista real de la cinta. Los atrevidos movimientos de cámara son meritorios, pero tendrían que esperar mejores ocasiones artísticas para tener sentido. En resumen, antigualla comida por la polilla sólo apta para los que parten con el prejuicio favorable de que es de Murnau, que son los que aplaudirán.
Mención aparte merece la actuación de Jannings, un sapo obnubilado insufrible, cargante, exasperante, quizá una de las peores actuaciones que he visto en una pantalla y que, en su patetismo, recuerda la caricatura que de esos viejos histriones hacía Fernán Gómez en "El viaje a ninguna parte", (¿os acordáis: "¡¡¡Señoritoooo!!!"), sólo que allí la reliquia era tratada con cariño, y en esta ocasión dan ganas de recagarle la cara a trompadas. El final alternativo, ridículo. Está tan pasada, que ni siquiera dándole la vuelta a la moraleja, (cantemos al dinero), tiene gracia.
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berenice
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24 de octubre de 2007
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llega al corazón. Desde el principio te engancha el personaje de ese grandullón portero de hotel orgulloso de sí mismo.
Enternece ver cómo un humilde trabajador se siente feliz pese a sus carencias y desarrolla su trabajo como si de su puesto dependiesen cosas muy importantes.
De la misma manera, cuando las cosas se tuercen, el director consigue que sufras tú también con el personaje.
Todo sin palabras. Además técnicamente es buenísima para ser de 1924.
Imprescindible su visionado.
pedrojo
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