Vivir (Ikiru)

La película empieza y termina como lo que es, una obra maestra del cine. Tanto el primer plano como el último son genialidades dignas del gran maestro Kurosawa. Sin recurrir al sentimentalismo barato de un enfermo terminal nos narra los últimos meses de este. Nos enseña que es necesario saber que vas a perder algo para poder apreciarlo.

Este relato te desgarra el alma, pero no se queda solo con el problema de la enfermedad sino que nos muestra la ineficiente burocracia de los países democráticos, la dificultad de escuchar sin hacer juicios de valor y trabajar durante treinta años sin faltar ningún día al trabajo pero no conocer ni a tu propio hijo.

Mientras que otros directores utilizarían música lenta y triste para ablandar el corazón, Kurosawa borra en casi todo el metraje la banda sonora, solo en breves momentos nos deleita con una melodía desgarradora que sale directamente de las cuerdas vocales del protagonista haciéndonos participe de cientos de sensaciones a la vez, el amor por su mujer fallecida, la lejanía con su hijo vivo y sobre todo el haber malgastado su propia vida.

El personaje principal es interpretado por Takashi Shimura de una forma no solo magistral sino también tierna y sencilla, haciéndonos que formemos parte de él desde el primer plano en el que aparece. En todo momento sin que él tenga que hablar sabemos cómo se siente y lo atormentado que esta por su problema, el cual no radica tanto en tener morir, ya que todos lo haremos tarde o temprano, sino en no haber vivido.

Ayudar a pasar un ciego la calle, dar una limosna al que la necesita, escuchar a la persona que necesite consejo, esto son pequeñas cosas que nos pueden hacer sentirnos vivos. Cuando el personaje observa el cielo y dice que lleva treinta años sin mirar una puesta de sol, el corazón se nos para de golpe porque nosotros tampoco hemos visto en mucho tiempo una puesta de sol. El mundo que nos rodea siempre en movimiento y cambiante nos hace sentirnos como el señor Watanabe, solos.

Nada se puede reprochar al genio de Kurosawa en esta cinta, aunque a mi juicio no llega al nivel de perfección que si alcanzó con la inmejorable Dersu Uzala.

Kurosawa nos presenta una ciudad en blanco y negro, donde predomina el color negro y los rincones oscuros, reflejo de una ciudad gris y corrupta donde la maquinaria de la Burocracia, lenta, pesada, implacable, machaca a diario y mira a otro lado ante los problemas de la gente, así como su clase política; Mas preocupada por conservar su puesto y su buena imagen que de hacer algo útil con su cargo.

Kurosawa hace, más que una crítica al sistema burocrático y político, una crítica a la sociedad, a la manera de vivir la vida y a la de afrontar la muerte.
Puede que algunos vean mucho metraje sobrante, pero lo cierto es que para los que aprecien el cine del maestro japones, prácticamente todo tiene su peso en la historia de este gran personaje que es el Sr. Watanabe.
Takashi Shimura esta espléndido, perfecto. Estoy recordando esos primeros planos con esas miradas perdidas, apesadumbrado, triste, vacío. Toda una amalgama de sentimientos expuesta con maestría y sobriedad.

Se trata de un filme esperanzador, pero que curiosamente lo que retrata es el lado más apático de nuestra condición humana, de las instituciones, de la sociedad y de la familia en general. Existe un mensaje cifrado en el discurso de la película, y se refiere a la constatación de que son muy pocos los que obran por causas valiosas y que nos pasamos la mayor parte de la vida invirtiendo el tiempo en necedades que, al final, ni nos reconfortan ni repercuten beneficios para nosotros y menos para los demás. Obra imprescindible, sobre todo en momentos en los que queramos aventarnos agua en el rostro para despertarnos de nuestra absurda cotidianidad.

A veces, ver una determinada película, sea comedia, intriga o acción, te puede deparar el placer de evadirte de los problemas cotidianos. Otras veces, te puede emocionar una determinada historia melodramática por su cercanía o empatía con los protagonistas. Pero son pocas las veces, que como el “Vivir” de Kurosawa, transciende lo habitual para llegarte profundamente al alma y plantearte conceptos existenciales como: ¿Quién soy? ¿Qué hago en este mundo? El magistral film de Kurosawa plantea un mensaje humanista y nos demuestra que el ser humano sólo puede hallar el sentido de su existencia, a través del amor a sus semejantes y de la entrega desinteresada, por medio de acciones que no redundan en un interés egoísta sino en tratar de hacer felices a aquellos que les rodean.

Además, lanza una lacerante diatriba contra la burocracia política que no sirve al ciudadano, mareándolo en divagaciones administrativas ineficaces. La primera imagen de “Vivir” muestra una radiografía que muestra el estómago enfermo de nuestro protagonista, Kurosawa hace partícipe al espectador de la noticia, antes que al propio interesado. Una lúcida reflexión del cineasta sobre el tiempo futuro más que ajuste de cuentas con el pasado. No es una lección de optimismo sino de profunda serenidad.

Kenji Watanabe (asombroso Takashi Shimura) lleva una vida monótona, dejándose llevar por la inercia de la rutina, acorde con su condición de apocado y gris funcionario de la administración local, “Sección de los ciudadanos”. Una exploración médica pone de manifiesto un cáncer de estómago en fase terminal. Su mundo se derrumba, ni siquiera ha sabido ser un buen padre, pues a su hijo sólo le preocupa el dinero del viejo. La toma de conciencia de un cercano final le llevará a emprender una noche etílica frenética acompañado de un escritor de novelas baratas, un aficionado Mefistófeles que le conduce por ambientes canallas. La manera desesperada de recuperar el tiempo perdido no saciará su anhelo de vivir y será una joven compañera de trabajo la que, tiempo después, le hará ver inconscientemente que la vida no es más que un presente inmediato muy fácil de sobrellevar.

Watanabe convierte su gris existencia sin vocación en una búsqueda frenética de contenidos que den sentido a su vida. El enfermo terminal reflexiona sobre su propio devenir como individuo, en conseguir emociones que le hagan sentirse vivo, dándose cuenta de que el único modo de dar sentido a su vana existencia es realizar una acción de corte altruista. El film refleja de manera directa la contingencia de la naturaleza humana y a la muerte como horizonte inevitable de la existencia: “Ahora no tengo tiempo para odiar a nadie”, sentencia Watenabe ante el desprecio y la injusticia que un funcionario le acaba de infligir. Tras vencer con inquebrantable insistencia la oposición del aparato burocrático institucional, la última intervención digna como funcionario se concretará en un gran gesto para los ciudadanos de una zona desfavorecida. Porque, a fin de cuentas, los hombres pasan y los obras quedan.