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Lancelot du Lac

Drama Adaptación de la historia de Camelot y el rey Arturo. (FILMAFFINITY)
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Críticas 13
Críticas ordenadas por utilidad
18 de agosto de 2013
55 de 58 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un artista se identifica por sus renuncias, tanto como por sus elecciones, y la estética de Bresson se basa, ante todo, en negaciones: la psicología, la interpretación, todo aquello que pueda llamarse teatro.

Con el paso del tiempo, esta estética se hace cada vez más radical: Bresson afila su estilo con un rigor que está más allá de todo deseo de agradar. Los recién llegados deberían ver Lancelot du lac como un ejercicio de tolerancia: no tenemos por qué compartir la sombría visión del mundo de Bresson, ni de simpatizar con sus ideas, para disfrutar la película. Quizá sólo debemos poner entre paréntesis nuestras propias ideas preconcebidas sobre lo que debe ser el cine; por supuesto, y afortunadamente, hay otras muchas formas diversas de concebirlo, pero ningún cinéfilo puede permitirse el lujo de ignorar a Bresson.

Lancelot du lac parece transcurrir en el más cruel de los meses: se centra en los últimos libros del ciclo artúrico, que narran su muerte y el ocaso del reino a manos del traidor Mordred. Bresson renuncia a los filtros románticos o modernizadores, a Tennyson y el prerrafaelismo, a E.H. White y el cómic. Su Camelot no es un castillo de cuento de hadas, sino una morada tenebrosa. La violencia no es presentada con fines estéticos, sino como violencia.

La austeridad de su procedimiento narrativo, la opacidad propia de un autor que renuncia, por principio, a penetrar en el misterio de otro ser humano y sólo refleja su apariencia exterior, encaja como un guante en este retrato oscuro y nihilista de los remotos habitantes del mito. Al igual que no pretende hacernos soñar, Bresson tampoco trata de instruirnos, de que comprendamos todo: las reglas del amor cortés, de los torneos, son incomprensibles para nosotros, que vivimos en un mundo totalmente diferente al de Chrétien de Troyes, al de los anónimos autores de la Vulgata artúrica.

De este modo, la narración no es funcional, y la historia, bien conocida, se presenta de forma oblicua y elítptica. A través de ciertos detalles visuales o sonoros, Bresson nos coloca como intrusos en ese mundo que no nos pertenece, un mundo muy anterior a la invención del cine (o cinematógrafo).

Las repeticiones de gestos (las celadas que se cierran, el choque de las lanzas, los ojos y cascos de los caballos) disuelven el relato en una musicalidad minimalista. Las más bellas palabras de amor que acaso se hayan escuchado en el cine francés desde Les enfants du paradis son dichas con tono inexpresivo, con una rapidez que impide el paladeo romántico, pero no la emoción.

Por el contrario, la emoción se acrecienta con la distancia: como en el amor cortés, la sustancia de la película parece convertirse en el objeto de un deseo imposible, que justo cuando parece que va a entregarse se repliega en un abstracto ritual de gestos y miradas, y se nos escapa nuevamente de las manos.

Como la reina Ginebra encarnada en Laura Duke Condominas, sobre la que sólo acierto a decir en voz baja, como Lancelot, como Robert Walser: “Sólo acerté a decir en voz baja: ¿Se trata de un castigo o de una recompensa, debo sentirme más rico o un completo miserable, y es de veras algo estrictamente humano, de verdad que no es una diosa descendida del universo, eso que miro y veo con los ojos más inútiles y más indignos que jamás han existido, con estos ojos como platos que se sumen en la ceguera?”
el pastor de la polvorosa
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22 de abril de 2009
43 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
El ciclo artúrico ha sido fuente de filmaciones espectaculares, con lances de caballería, princesas, druidas y hechiceras, dragones, castillos, filtros y encantamientos.

Apartándose de esa tradición fantástica, Bresson escoge lo más sombrío del ciclo, el regreso a la corte bretona de un Lancelot fracasado en la búsqueda del Graal, entre augurios siniestros y signos de fuerte declive. En la Tabla Redonda faltan ya muchos y la sala se clausura. Los supervivientes entran en un tiempo de espera, un mundo menguante.
Lancelot lo siente castigo a su adulterio con la reina Ginebra, y aunque se aman decide concluirlo. Los amores han pasado y toca sufrir.
A la ruptura se suman las intrigas cortesanas del pérfido Mordred, los torneos y desafíos, la pugna sangrienta de los caballeros en guerra abierta, orgía de destrucción que los vuelve chatarra.

En su madurez Bresson toca temas demoledores, y los trata con una estética exigente, situando ahí el valor de la obra, y no en su signo más o menos esperanzador.
Sobre la pintura informalista decía que lo importante no es ver figuras en las manchas sino ver lo que no está ahí: el concepto.
Lo mismo vale para el cine. Bresson no busca, como hace el “teatro filmado”, representar algo sino proponer conceptos. Por eso el recurso masivo a la elipsis, el fragmento, el vacío, los sonidos (muy utilizados: el inicial de la sangre que sale a sifón, escalofriante): para que el espectador, ensamblando las partes, elabore la idea en su mente.
La estrategia se lleva al límite: el castillo es un rincón, dos pasadizos y la ventana de la reina. El torneo se reduce a pequeños detalles: banderines, patas al galope, notas de gaita, relincho –siempre el mismo–, lanza contra escudo, estrépito de armadura; la cruenta batalla, no vista, a ruidos de choque de corazas y cascos, silbar de flechas, desorbitados ojos de caballo, monturas que huyen sin jinete.

La ‘economía-por-la-economía’ se impone, con exceso. El torneo, desarrollado mediante la repetición serial de los detalles mencionados, resulta pobre y monótono antes que sugerente.
En “La pasión de Juana de Arco” la ambientación de época se resolvía con un poco de vestuario y rodando en una sala. En “Lancelot du lac”, con tramos de acción como el torneo o la batalla, el esfuerzo se vuelca en las vistosas armaduras creadas por Bill Callaway, y lo demás se indica con elementos mínimos, demasiado mínimos, como si el presupuesto se hubiera agotado, forzando un ahorro extremo, un régimen de acelga hervida, bueno para el bolsillo pero falto de gracia o elegancia estéticas.
El guión se atasca en algunos largos y complejos parlamentos entre Lancelot y Ginebra que quedan rígidos y maquinales, al ser recitados sin emoción por actores (‘modelos’) que tienen vetado dramatizar, lo que en cambio funciona muy bien para frases cortas y lacónicas.

Película un tanto fallida, es sin embargo interesante como parte de un conjunto cinematográfico de enorme valor, el corpus bressoniano.
Archilupo
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24 de enero de 2016
25 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inspirándose en «La muerte del rey Arturo», última parte del ciclo llamado «Lanzarote en prosa» (no confundir, pues, con el texto de Mallory), Bresson reescribe el mito centrándose en los amores de Lanzarote y Ginebra, si bien lo que a él le interesa no son los vaivenes de la historia amorosa, sino el ahondamiento en el alma de sus protagonistas, enfrentados a una crisis existencial tanto personal como social.

Bresson renuncia a incluir en su película todo elemento mágico, así como cualquiera de las imágenes o situaciones que la memoria colectiva asocia con la leyenda artúrica. Distanciándose de cualquier otro intento de llevar el tema a la pantalla, propone al espectador revivir la experiencia de un fracaso, el final de un mundo.

«Lancelot du Lac» es un proyecto concebido un cuarto de siglo antes de su realización. Con más de setenta años, Bresson es un hombre desencantado, escéptico, un tanto agnóstico (en el sentido etimológico), que contempla con amargura la insensatez del mundo que le rodea. Por eso, no hay que subestimar la parte de protesta, de rebelión contra el orden del mundo que hay en su película. Pero, ¿contra el orden que rige el mundo o contra el mundo mismo? No sé si Bresson diferenciaba entre ambas cosas...

La nada clara relación del cineasta con los planteamientos religiosos es tema debatido. Percibo una pugna trágica con una contradictoria inmanencia que parece revelar y negar a la vez la trascendencia. Creo que Bresson tuvo la honradez y la fuerza para mantenerse fiel a sus dudas, en una incómoda y difícil inestabilidad, lejos de tranquilizadoras certezas. Admite, yo creo, la irresolubilidad del conflicto y acepta la tensión, la contradicción, la imposibilidad misma de conocer, como paradójica fuente de conocimiento. Su incapacidad de alcanzar una conclusión, no por ignorancia, sino por exceso de lucidez, resuena con más agria y contundente desesperanza en sus últimos films, entre ellos «Lancelot du Lac».

Para Bresson la violencia del mundo no era circunstancial o episódica, característica de una época o una institución determinadas, sino consubstancial a la propia condición humana. Esa violencia estructural está presente en la película desde la primera imagen hasta la última, como fondo doloroso de la aventura interior de sus protagonistas. Un prólogo de dos minutos sintetiza su sombría visión de la aventura del graal. («La búsqueda del graal» es el texto que precede a «La muerte de Arturo» en el «Lanzarote en prosa»). Motivo para la reflexión: imágenes abiertamente violentas en un director que siempre ha evitado mostrar explícitamente la violencia.

Bresson no sigue la moda de la “desmitificación”; no hace su película desde el mito, pero tampoco contra él; se coloca a su lado y lo reescribe desde otra perspectiva más próxima a la mentalidad actual en cuanto al contenido crítico, al mundo interior de sus personajes y al lenguaje verbal, aunque manteniendo una asombrosa y difícil proximidad visual con las ilustraciones de los manuscritos medievales, fidelidad que no excluye otras influencias pictóricas posteriores (Paolo Ucello, Georges de la Tour). Aunque sus personajes tengan una complejidad muy superior a la que muestran las fuentes literarias —en especial, Ginebra— y no hablen como personajes del siglo V ni del XII, Bresson no los adorna con esos reflejos circunstanciales que cotidianizan al héroe mítico para convertirlo en hombre común. La interpretación ajena a todo dramatismo que Bresson exige a sus actores confiere un sentido ritualista y esencializante a sus actos e impide que la psicologización se adueñe de los personajes, salvaguardando de este modo su condición arquetípica. Surge así una relación muy compleja, que no es ni plenamente medieval, ni plenamente moderna, con el material original. Hay una deconstrucción que forma parte de la peculiar forma de hacer del realizador francés, basada —se ha dicho muchas veces— en la fragmentación, que devuelve todas las cosas a su más primaria materialidad, restaurándolas en la realidad que podían tener antes de adquirir un nombre, antes de que les hubiera sido asignada una función: proceso de purificación que les devuelve su primigenia aura de indefinición y de misterio. Cada espectador puede así re-construir “su” película, como si hubiera sido realizada para él solo. Esas imágenes de-significadas por la esquematización no mueren en la desposesión de sentido, sino que reviven en la exigencia de su recuperación.

Sequedad y aspereza en las imágenes, en los diálogos, en los sonidos. Bresson personifica la “vía seca”. Los combates son lo opuesto a las representaciones heroicas; las citas de amor, lo opuesto a las representaciones románticas. La deconstrucción temporal y espacial cuestiona el sentido habitual de la causalidad: los sucesos son tanto provocados por hechos pasados cuanto “atraídos” o “llamados” desde un final inevitable, hecho que justifica las frecuentes y conocidas elipsis bressonianas, a veces no fácilmente asimilables (sobre todo, en la segunda mitad del film).

El dilema que obsesiona a la mentalidad contemporánea cuando se enfrenta a datos del pasado —¿mito o historia?— es trascendido por Bresson de la única forma posible realmente creativa: ni lo uno ni lo otro. Todo se resuelve en experiencia interior que se sirve del mito y de la historia sin subordinarse a uno ni a otra. Asistimos así a una doble actualización del mito (“actualización”: traer al acto lo que estaba en potencia); doble, pues Bresson trabaja sobre la que los propios textos llevaron ya a cabo en su momento: la idea de caballería que reflejan corresponde a los siglos XII-XIII en que fueron redactados, no al siglo V en que se supone que se desarrollan los hechos. Nada hay de criticable en ello: estamos ante el proceso de “revivificación” a que todo mito por naturaleza invita y por el cual realiza su intrínseca intemporalidad que lo mantiene con vida y lo protege de convertirse en reliquia estéril e inoperante.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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2 de octubre de 2009
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando se ha tenido la oportunidad de ver varias películas de Robert Bresson, uno llega a la conclusión, o al menos ése ha sido mi caso, de que el realizador francés se ha pasado la vida intentando encontrar la esencia de las emociones a través de la imagen, y que dicha búsqueda ha generado unos filmes acentuadamente personales en los que destacan la sobriedad (casi ascética, ciertamente) y el placer o fijación por los pequeños detalles o lo insignificante.

Ejemplo de todo ello es la presente obra, cuyo argumento nos resulta conocido; los caballeros de la tabla redonda vuelven de su infructuosa búsqueda del Grial, y entre ellos se encuentra Lancelot, el mejor guerrero y amante de la reina Ginebra. Sin embargo, la búsqueda ha cambiado a Lancelot, le ha transformado (como ocurre con todas las verdaderas búsquedas), y sabe, al igual que todos los que le rodean, que el mundo al que regresa (con sus ideales caballerescos, el amor) no puede ser ya el mismo. Así, la película nos muestra la decadencia íntima de los personajes, decadencia que se extiende y contagia, impregnando todo el filme.

En todo momento Bresson se nos muestra en su obra; llama la atención, como siempre, su peculiar punto de vista, que en este caso se centra en los pies de los caballeros y las patas de los caballos, manteniendo la cámara casi a ras de suelo. Igualmente destaca la desnudez y el vacío que caracteriza a los decorados, sin concesión ninguna ni distracción innecesaria para el espectador. Su estilo narrativo tiende a omitir toda escena grandilocuente o llamativa; así, en el torneo de justas, apenas vemos el galope de los caballos intercalado con fugaces planos de lanzas chocando contra escudos, y de la batalla final sólo nos muestra las cabalgaduras abandonadas, humo en el firmamento y algunas flechas aisladas. Los actores no actúan, no muestran dramatismo ni en sus rostros ni en sus voces, que más bien parecen soliloquios, y son sólo pequeños detalles (las manos, los movimientos) los encargados de transmitir alguna emoción.

La película es, por todo ello, interesante; sinceramente, no puedo decir que haya disfrutado con ella del modo en que lo habría hecho con otro filme, y a quien busque algo similar a "Excalibur" de Boorman o a "Ivanhoe" de Thorpe, no se la recomendaría. Es otro estilo, otra mirada, profundamente personal e intransferible, y que por ello merece el respeto que se debe a todo aquél que busca lo esencial en el arte, lo encuentre o no; en el cine, como en tantas otras cosas, a veces importa más la senda trazada que el destino final.
Quatermain80
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5 de septiembre de 2014
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
No somos nadie. En este mundo estamos de paso. Bresson parece decirnos en cada plano: ¡No seáis locos! ¡Jamás debéis involucraros con mis personajes! Fijaos como son: ¡van directos a la tumba!. La película es un continuo desfilar de hombres de hojalata entre rumores, traiciones y venganzas. También hay espacio para el amor. Amor traicionado, claro, pero también que llega a convertirse en el valor (efímero) más potente de una vida (efímera). Todos van a morir. Sin embargo, el héroe nos muestra, de pasada, una posibilidad de trascendencia: real (que lo es) o no, es la única que se nos ofrece: relacionarse con Dios. Bien a través de la plegaria, o de una promesa, o de un simple atravesar el anodino umbral de la muerte para llegar a un encuentro definitivo y liberador.

Ciertamente, a pesar de toda miseria, una fuerza nos gobierna.
IvanCarrera
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