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Había un padre

Drama En una ciudad provinciana, un profesor viudo lleva una vida modesta en compañía de su único hijo. Cuando en un viaje escolar, un alumno se ahoga en un lago, él asume la responsabilidad del accidente y dimite. Decide entonces abandonar la ciudad y trasladarse a su pueblo natal. Durante el viaje, padre e hijo discuten sobre el futuro y entre ellos se establece una relación al mismo tiempo cercana y distante. Un día el padre le anuncia que ... [+]
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Críticas 22
Críticas ordenadas por utilidad
16 de diciembre de 2012
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
No negaré las virtudes que tiene esta película del aclamado cineasta japonés Ozu, pero de momento puedo asegurar, por lo que he visto hasta ahora, que se trata de un cine que no es para todos. Las historias que cuenta, como es el caso de la de este padre e hijo que viven la mayor parte de sus vidas separados físicamente, son en apariencia de lo más común y corriente, nada excepcionales, se trata de relaciones humanas que se podrían dar en cualquier familia si tenemos en cuenta lo básico de su elaboración.

Por ello me atrevo a afirmar que "Había un padre" es una película sencilla y compleja a la vez, no es la historia de un superhéroe, no va de salvajadas entre hombres, imposibles relatos de ciencia ficción o cosas que tengan que ver con lo que no es habitual en nuestras vidas. Si prescindiéramos de sus rasgos particulares, lo que tiene que ver con su cultura, la relación paternofilial que presenta Ozu podría producirse en cualquier lugar. Un padre y un hijo separados, uno propone las grandes directrices de la vida del otro y hasta el final el respeto y la contención entre ambos son los ingredientes de la atmósfera que se respira.

Se dice de Ozu que todas sus películas son muy parecidas, dicho esto por quienes lo elogian, porque es el director que más buenas películas tiene. Para muchos obras maestras, desde luego. Y desde luego, para mí no. Es una historia bien contada "Había un padre", con la dificultad de explicar lo normal y habitual del ser humano, pero dado que no va "más allá" de lo habitual no puedo elevar mi personal valoración. Sospecho que es más compleja de lo que veo, porque ver, lo que es ver, yo he visto una película de lo más normalita.

Lo que más me sorprende, no podía dejar de decirlo, es que esté realizada en 1942, cuando el país se estaba desangrando por culpa de un emperador endiosado. Nadie lo diría, prácticamente ni una alusión al conflicto, Ozu es así...
Luisito
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11 de marzo de 2008
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
No conocía nada del director de esta película. La he visto con agrado y me ha dejado una sensación placentera, pero también me ha hecho pensar...,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
mar
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8 de marzo de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya se habló de la figura de Yasujiro Ozu en Cine Monogatari en las entradas correspondientes a las películas Buenos días (1959) y He nacido, pero… (1932), no obstante, una personalidad tan genuina en el mundo del séptimo arte no puede sino dejar de sorprender, no tan solo al que aun está describiendo su filmografía, sino incluso al que la revisa, por lo que es preciso regresar de nuevo a él.

Situada en su etapa intermedia, entendiendo su periodo más jovial en sus films mudos y de los años 30, y el de madurez a finales de 40 hasta su muerte en 1963, Había un padre no deja de ser la antesala de un estilo futuro que intentará mejorar y redondear con el tiempo. Sin embargo, el escaso metraje de este inolvidable film, que no llega a los 90 minutos, nos sumerge de lleno mediante el realismo costumbrista a la realidad japonesa de una época anterior a la derrota bélica ante USA y a las preocupaciones vitales que con tanta maestría Ozu supo llevar a la gran pantalla, ofreciendo una dosis reducida que resulta en parte más efectiva que algunos de sus films futuros.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Lluís
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29 de marzo de 2019
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El padre se ha ido, llega la tristeza, el llanto. A bordo del tren, el hijo observa el horizonte en la lejanía; ya sólo le queda el anhelo de ese progenitor con el que nunca pudo convivir del todo, un anhelo que siempre le acompañó.
En los compartimentos, unas maletas y una urna; el tren prosigue incansable su marcha. Pese a la cercana sensación de muerte, la vida continúa.

Aquél que fue responsable de tu concepción (no, no fue sólo la madre), que siempre esperó lo mejor de ti, que compartió su sabiduría e ideales, que siempre intentó educarte con responsabilidad, que te regañaba para enseñarte, que todas las noches y todos los días estuvo allí para consolarte, que te deseó lo mejor en tu vida profesional y personal; es el padre, el que tuvimos o el que siempre deseamos tener. La conexión que existe entre un padre y un hijo va más allá de lo inimaginable, un microcosmos impenetrable lleno de emociones compartidas, desde la más luminosa felicidad hasta la más amarga tristeza.
Sin embargo, esta historia que nos atañe, no nos habla de la figura del padre, si no quizás de su ausencia, la que debió sentir Yasujiro Ozu en su infancia al verse cuidado por su madre mientras su progenitor trabajaba duramente como vendedor de fertilizantes, quien poco después le envió a él y a sus cuatro hermanos desde Tokyo a Matsusaka, su pueblo natal. Aspectos de su vida que el futuro director plasma con abierta sinceridad en "Chichi Ariki", cuyo argumento sería concebido allá por finales de los años '30, antes de formar parte del Ejército Imperial y participar en la 2.ª Guerra Sino-Japonesa.

Reescrito más tarde y contando con la ayuda de sus colaboradores Tadao Ikeda y Takao Yanai, Ozu comenzaría a rodar su guión en 1.942, en plena 2.ª Guerra Mundial (que no se menciona en ningún momento) y tras enfrentarse al éxito que le brindó "Brothers and Sisters of the Toda Family" (donde también se trataba la ausencia paterna, pero desde una perspectiva más directa y negra). De nuevo, y para no romper esquemas en su cine, propone un ejercicio de sencillez apabullante, tanto en el contexto argumental como en el formal, acercándonos a Shuhei Horikawa, un maduro profesor de matemáticas que convive con su hijo Ryohei hasta que un accidente irrumpe en su cotidianidad.
La tragedia como acto de decisión existencial marca las pautas de los dramas de Ozu, en este caso la muerte de un alumno de Shuhei en mitad de unas vacaciones, lo que hará plantearse la posibilidad de dimitir, consumido por la culpa, dejar la ciudad y mudarse con su hijo a la apacible Ueda; antes de ser testigos de su curiosa relación, un primer tramo se centra en el profesor, en su rigidez y estoicismo, en su fuerza para elegir el camino más seguro y prudente y, sobre todo, en cómo es maestro antes que padre (le veremos más cercano y "paternal" con sus alumnos que con su propio hijo), lo que determinará futuros acontecimientos.

Primera separación: el hijo debe quedarse solo en Ueda por la dificultad del transporte, recibido por éste con resignación y obediencia y por su padre con total normalidad. Segunda separación: la más larga, expresada formalmente por medio de tomas de naturaleza (reforzando, una vez más, la humildad narrativa de Ozu): Shuhei debe marchar a Tokyo y dejar a su hijo para seguir manteniéndole y ofrecerle la mejor educación. El hijo llora su soledad próxima, se siente abandonado, aunque no el padre; cada uno debe proseguir su camino...pero los lazos interiores no se rompen, por más que el espacio físico no sea compartido.
Ryohei crecerá así convirtiéndose en el vivo reflejo de su progenitor, moldeado a su imagen y semejanza (en la familia japonesa el padre tiene poder divino sobre los suyos), incluso hereda su profesión de maestro; pero lejos del resentimiento conserva un fuerte amor hacia él que se expresará, siempre dentro de la prudencia, en cada pequeño encuentro. En cierto momento, el hijo desea vivir en Tokyo con su padre, lo que niega en rotundo; en esta poderosa secuencia, dotada de una simpleza abrumadora, Ozu pondrá más que nunca los valores éticos por encima de los emocionales, seña de identidad de la sociedad japonesa ("debemos ver nuestros empleos como nuestras misiones en la vida", explica Shuhei).

Constantemente se resalta la responsabilidad del trabajo frente a los sentimientos y la obediencia del hijo a sus mayores (lo cual encontrará su "revés de pesadilla" en el descarado y rebelde hermano pequeño de Fumiko, quizás proyección del Ozu niño). Por muy maduro que se pretenda, Ryohei no dejará de ser ese chiquillo que nunca pasó el suficiente tiempo con su padre, un tiempo eternamente anhelado entre lágrimas; mientras tanto, la figura de padre benefactor y protector de Shuhei, volverá a despertar al reencontrarse de nuevo con sus pupilos. El director seguirá enfrentando la tradición japonesa al progreso (los niños estudiando inglés, las lecciones con caracteres occidentales) y planteando la unión matrimonial como signo de madurez, dignidad y estabilidad.
En este caso aceptada sin excusas por Ryohei (situación diametralmente opuesta a la de "Late Spring" con Noriko) a la vez que aborda los momentos dramáticos con toda naturalidad, evitando que su intensidad destaque sobre aquello que se está contando, pero logrando un gran impacto emocional (como en la conmovedora secuencia final). Todo ello sin despegar prácticamente su cámara del suelo, la cual capta una naturaleza bellísima y unos actores que más que interpretar viven sus personajes, como Shuji Sano, Haruhiko Tsuda, Takeshi Sakamoto y en especial Chishu Ryu, quien logra transmitir un abanico de sentimientos sirviéndose de su sobria actuación y habitual economía gestual.

Con un notable trabajo de fotografía de Yuharu Atsuta, "Chichi Ariki", segunda de las dos películas que Ozu dirigió en ese periodo de guerra, se revela tan sincera, dura y sencilla como la misma vida.
No alcanza el apelativo de obra maestra, pero su calidad es indiscutible.
Chris Jiménez
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16 de mayo de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con pocas obras, como con la sublime Había un padre (Chichi ariki, 1942), de Yasujiro Ozu, he sentido que el tiempo se escancia, y que se ha condensado el paso de una vida, como si fuera un soplo, un tránsito fugaz. Hay una secuencia central en la que en pocos planos se condensa la elipsis del paso de doce años, o se hace sentir esos años dedicados a una labor, en una fábrica textil, por parte del protagonista, Shuhei (Chishu Ryu). Una vida oculta, suspendida, e intercambiable, como esos planos de fachadas de edificios, con diversos ventanucos (que se repetirán en varios momentos con esa musicalidad serial característica de Ozu). Como ese equipaje tapado, último plano de la película, tras su muerte, en el tren. Cuántas cosas no quedan así en la vida, sin destapar, sin descubrir, sin realizar. Y cuántas permanecen en el insondable misterio, sin que logremos aprehenderlo, como el agua que se nos fuga entre los dedos de la mano. Aún así, queda la sensación del agua, el momento, ese aliento de plenitud breve.

Padre e hijo van pescar cuando este es niño, y años después, ya adulto. Sus movimientos con la caña de pescar se acompasan, hay simetría, hay conexión, el tiempo pasa pero sigue siendo ayer para ambos. Un momento de cercanía en una vida tramada sobre distancias. Shuhei y Ryohei han vivido separados. Su ansia ha sido poder vivir juntos. ¿Por qué esa fisura?. A la vida no se puede pretender controlarla. Los cálculos se desbaratan, se quiebran, cuando menos lo esperes. Buscas esa ecuación que se resuelva, pero quizá no exista. O quizás sí, pero hay que lograr advertirla. Shuhei era profesor de matemáticas. Un alumno falleció, ahogado, en un accidente, en una excursión del colegio. Hecho que quebró a Shuhei. ¿Cómo puede responsabilizarse de la vida de los hijos de otros?. Retornó a su ciudad natal, pero la búsqueda de la estabilidad material le lleva a Tokio, e implica la separación de su hijo. En repetidas ocasiones manifiesta que tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos. Shuhei entrega su vida al trabajo, a suministrar estabilidad material para su hijo, pero viven en la distancia (¿Hay miedo en ese poner distancia con su propio hijo aunque se responsabilice de su vida desde la distancia?). Y la vida pasa, se va, se pierde, como una filtración inadvertida, y sólo has podido vivir unos breves instantes de plenitud con tu hijo (el ritmo acompasado de las cañas de pescar) mientras vivías la vida para el futuro, para otros, o porque era la función que debías cumplir.

Cuántas veces han surcado los trenes los planos del cine de Ozu. Unos niños, estudiantes, en primer término del encuadre, contemplan cómo, al fondo del encuadre, cruza un tren. Uno de los niños evoca su hogar, cómo el tren es el que le lleva a su hogar (y pedirá permiso para retornar). Ese hogar al que viajan en tren padre e hijo, cuando se dirigen a la ciudad natal del primero, tras que haya dejado de ser profesor. Un hogar que será provisional. Un proyecto de hogar compartido que no podrá realizarse, porque la muerte, la pérdida, quebrará todo cálculo, todo proyecto y anhelo. Un tren, al final, es en el que vuelve el hijo, con su esposa, aquella que su padre le ha encontrado, que le aconsejó como esposa, hacia su propio hogar. Un nuevo ciclo, otro ciclo, con el equipaje invisible, oculto, de los recuerdos, de lo que fue, de lo que no pudo ser, de lo que siempre se añorará.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
cinedesolaris
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