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Sed de mal

Cine negro. Intriga Un agente de la policía de narcóticos (Heston) llega a la frontera mexicana con su esposa justo en el momento en que explota una bomba. Inmediatamente se hace cargo de la investigación contando con la colaboración de Quinlan (Welles), el jefe de la policía local, muy conocido en la zona por sus métodos expeditivos y poco ortodoxos. Una lucha feroz se desata entre los dos hombres, pues cada uno de ellos tiene pruebas contra el otro. (FILMAFFINITY) [+]
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Críticas 164
Críticas ordenadas por utilidad
8 de diciembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la zona fronteriza de EEUU y México se produce el asesinato de un importante hombre de negocios al estallar una bomba colocada en su coche. Con esta secuencia inicial, portentosa, rodada con una grúa realizó Welles uno de los mejores inicios de la Historia del Cine, a la par que una de las mejores películas de cine negro de todos los tiempos, una joya atemporal. Rodada con un escaso presupuesto (solo en la secuencia de arranque se gastó gran parte del mismo) y sin salirse de las más estrictas reglas del género, está salpicada de secuencias memorables, con ese duelo genial entre el orondo, siniestro y heterodoxo policía Quinlan (el propio Welles) enfrentado al honesto y muy académico Voggan (Heston). Welles está fascinante, formidable, único. Marlene Dietrich, pese a su corto papel, está inolvidable también. De realización técnica absolutamente prodigiosa, dónde se logra un universo realista a la vez que barroco, siniestro, sombrío y de plena concepción visual, con picados y contrapicados, una antológica fotografía y un montaje magistral. Fue la última película de Welles en Hollywood (¡año 1958!), desde entonces incapaz, exiliado, para poder seguir transformando en celuloide toda su ingente catarata de talento. "Sed de mal" es un testamento, una herencia perfecta. Arrebato.
kafka
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6 de julio de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Orson Welles, talento incuestionable y multifacético, de reputación un tanto díscola, pergeñó en 1958 una de esas obras que solo el tiempo es capaz de colocar donde verdaderamente le corresponde. Marcada como el cierre del considerado clásico cine negro, destapa en su deslumbrante fotografía en blanco y negro llena de claroscuros, los exponentes que definen ese parcialmente desatendido estilo que brilló sobremanera en los años 40 y 50 del pasado siglo. En efecto, la atención nos lleva en lo geográfico a la frontera entre México y Estados Unidos, aunque es en cuestión de dignidades donde residen las diferencias y buena parte de los resultados. Se aviene como puntal sobre el que se instala un relato policial de corruptelas e integridad, sin ambages ni distracciones que perviertan allí donde pone su atención.

A pesar de una construcción soberbia en el ritmo y en la capacidad de seducir sus entretelas, la película no funcionó, previa deriva en complejidades e intereses varios en su producción final. Sin embargo, como antes decía, el tiempo supo hacer de juez y darle lo que no se le supo dar en su momento. Se la recuerda, entre otras muchas cosas, por ese largo plano secuencia con el que abre, excepcionalmente rodado, en donde el seguimiento de la cámara presenta, básicamente, a los dos personajes a quien otorgar la cara y la cruz, así como el detonante que comenzará a deslizar el quién es quién de ese lugar fronterizo, a Heston como el policía mexicano Vargas y a Welles como el comisario Quinlan.

Su entrada en escena no es la única prueba de que la cámara se convierte en papel fundamental. Fija o en movimiento, cerca o lejos, permanentemente juega con las alturas buscando la forma de parecer un testigo oculto en la sombra, un espía insospechado que descubra la realidad por encima de todo de quién es el hombre tras Quinlan, algo que encajará con intencionalidad perceptible cuando lo que se quiere contar es la perfidia desde el lugar no indicado, o al menos, el no esperado.

Orson Welles es a Hank Quinlan como un vaso de whisky es a menudo a un hombre herido por la vida, prácticamente derrotado, perdido en el fondo del mismo como fiel y nocivo compañero. La obesidad por la que se dejó llevar el célebre actor y director con los años se deja ver como el matiz idóneo para el perfil de ese adulterado vigilante de la ley, un cacique de placa impostora y actitud adversa, justo lo contrario que se persigue con Vargas, la horma de su zapato encontrada bajo su mismo oficio, ese buen hombre al que todo salpica preguntando por su decencia y entereza cuando a la fuerza ahorcan. Tras ellos, completan el reparto sobre todo dos nombres propios: Janet Leigh como esposa de Vargas, pieza de tentación en la disputa entre ambos policías y la alemana Marlene Dietrich, asistente de lujo para el augurio final.

Elocuentemente expresionista, es paradigma de que en el cine negro, al contrario que en otros estilos del género policiaco, no existe la sombra de la duda, solo el arte de contar lo que ya vemos como el desafecto de quien ya ha perdido.
John Dunbar
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10 de septiembre de 2009
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película oscura. Resulta un tanto corta ( en sentido plástico ) pero es una obra extraña, poblada de sombras y fantasmas. Hay escenas en la calle de gran talla negra, desolada, casi metafísca. La escena con Marlene Dietrich junto a la pianola es de las más logradas de Orson. Hay una secuencia percursora de " Psicosis" y con el mismo actor. A pesar de ello, y del color ambiguo desde el punto de vista moral de toda la pieza ( este es un mérito ), algo le impide consolodirse completamente.

Rafael Teicher
Rafael Teicher
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21 de septiembre de 2005
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Filme oscurísimo, de muy lúgubre fotografía, donde la noche parece tragarse las tardes y emerge ese monstruo pantagruélico que es Quinlan para hacer la ley a su manera. Notable Welles que se translada cansinamente por la pantalla, trasluciendo la amargura por el crimen irresoluto de su mujer, transitando siempre entre la sabiduría y la corrupción; Heston en la mejor película de su carrera, con la piel maquillada oscura para hacerla del mexicano Vargas; Janet Leigh que demuestra esa predisposición a meterse en problemas en los moteles; y espectacular Marlene Dietrich llenando la pantalla con una frase epitafio: "un mal policía, un buen hombre". El filme es sorprendentemente moderno (aunque se respira rock and roll y drogas) y la toma-secuencia inicial es de hecho el mejor de ese tipo en la historia del cine.
alfieri diaz
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7 de diciembre de 2005
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para realizar la película que para muchos pone punto y final al cine negro americano, el gran Orson Welles cogió una novela sin pretensiones y la convirtió en una obra maestra.
Ya desde el principio vemos claramente que se trata de una joya irrepetible: el célebre plano-secuencia (con la cámara situada en grúas que van siguiendo el coche con la bomba) orquestado por la música de Henry Manzini, da comienzo a un film en el que Welles da rienda suelta a toda su técnica. Abundan en la cinta los grandes angulares y los planos picados y contrapicados especialmente para contemplar a la oronda figura de Quinland desde abajo, acentuando su prepotencia (destaca sobre todos el plano contrapicado en el burdel, con Welles en primer término y una cabeza de toro en la pared). Encontramos reminiscencias del expresionismo alemán en la cuidada fotografía de Russel Metty, a través del juego constante de luces y sombras que acentúa el clima de tensión.
Mención aparte merece la fulgurante aparición en uno de sus últimos papeles de Marlene Dietrich, cuya penetrante mirada, llena de una belleza decadente, parece capaz incluso de atravesar la cámara
fas
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