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Vacas

Drama. Romance. Bélico A lo largo de tres generaciones, dos familias de un pequeño valle guipuzcoano mantienen relaciones tortuosas, marcadas por la violencia y las pasiones. La historia comienza en Guipúzcoa, en 1875. En una trinchera carlista, durante la guerra, un aizkolari logra salvar la vida embadurnándose con sangre de uno de los muertos, y dejándose apilar con los cadáveres. La presencia de una vaca le produce una extraña sensación, que se volverá obsesiva. (FILMAFFINITY) [+]
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Críticas 43
Críticas ordenadas por utilidad
18 de abril de 2008
115 de 131 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas rurales españolas son la mejor alternativa (casi única) a la bazofia habitual, y suelen ser buenas, e incluso muy buenas, por distintos motivos. Estos cinco entre ellos:

1) Los actores interpretan a pueblerinos rudos y brutos; gente dura y seca, de poca conversación. Siempre es un aliciente que en el cine ibérico los actores hablen poco. Cuanto menos abran la boca, mejor.

2) La fotografía suele ser magnífica. Sea la amarillenta estepa castellana, los caseríos vascos o los acantilados astures, todos ellos dan mucho juego al objetivo. Esto es destacable en casi todas las películas de Medem (sobre todo en Vacas, es espectacular), con lo que supongo que él es responsable en cierto modo.

3) La historia es directa e ingeniosa, a la usanza de siglos pasados. A veces, por estar basada en alguna novela de la época. Pero otras, siendo la historia original, por alguna extraña inercia, ésta toma los cauces de la narración clásica, sin rizos ni espirales absurdas...

4) En el reparto se suele encontrar lo mejorcito del momento, excluyéndose casi siempre a la carroña de las series televisivas, a los cantantes que quieren ser actores cuando ni siquiera son cantantes, y a famosillos y modelos a los que les da por la interpretación, cuando se percatan de que saben mentir en un plató. Pero lo más importante es que no hay cameos ridículos.

5) La música se compone para acompañar y no para emocionar. La emoción sólo se consigue si acompaña bien, y por tanto no se puede llegar a ella sin pasar por el primer paso. (Esto es discutible en cualquier caso, más que nada porque no tengo ni idea de lo que acabo de decir).

Y Medem se concede el lujo, en su opera prima, de dar un toque propio, semisurrealista, un pelín grotesco, aunque interesante a mi parecer, colando la cámara por troncos huecos o por las retinas de las vacas.

Pero además esta película cuenta en su haber con un comienzo impresionante, de los que enganchan. Y con la escena de los aizkolaris. La majestuosa escena de los aizkolaris. Sublime. A parte de encerrar en ella la base de la trama y tener una belleza especial, te mantiene con el corazón en un puño por su extraño suspense... es muy buena, y es una pena que casi no se rueden escenas de ese calibre, ni en este, ni en ningún otro cine allende nuestras fronteras.
Sines Crúpulos
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22 de julio de 2009
71 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
1) En su primer largometraje, Medem deja claro que es cineasta-poeta más que cineasta-narrador. Su baza, mucho más que el relato pormenorizado o la progresión dramática, es la atmósfera, lograda con potentes imágenes, llenas de inspiración visual. Vigorosas imágenes que activan una poesía violenta y primitiva. La secuencia inicial, en la que se insertan los créditos, ya marca ese tono. Con ritmo, con seca fuerza, el hacha del aizkolari clava el filo en el tronco a milímetros de sus pies descalzos. En cualquier momento, con las astillas puede saltar algún dedo.

Medem sabe que su fuerte no es un argumento muy tramado y se apoya en el andamiaje histórico (las Guerras Carlistas y la Guerra Civil), así como en una estructura de cuatro episodios. Con ello se ahorra construir en profundidad los personajes y elaborar situaciones.

2) Hay una épica heterodoxa, nada folklórica, del hombre que sobrevive en un aislado caserío erigido en la orilla del bosque, bosque que no es paisaje de fondo sino fuerza ancestral y protagónica. Una cámara subjetiva y trepidante culebrea entre los helechos.
La leña, unas pocas vacas, la huerta, la familia y los antepasados, los desafíos con aizkolaris de la comarca… Así se va sobreviviendo, sin apenas decir palabra.
El zumbido de las moscas que viven pegadas a las vacas ocupa buena parte de la banda sonora.

Dos familias, de caseríos vecinos, se relacionan en tenso silencio a lo largo de los años, en saga endogámica que incluye la insinuación del incesto.
Son pocos diálogos y muchas miradas, cargadas de mudos mensajes, reflejo de la proverbial parquedad vasca:

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie me lo ha dicho. Lo pienso yo sola.

3) Todo remite a un mundo más amplio que el humano, supeditado a fuerzas naturales más imperiosas, como las que rigen en el bosque.
En el mundo humano las cuestiones se dirimen en guerras. El aizkolari de los tiempos carlistas huye de ello. Su espíritu se adentra por el ojo de una vaca como por un túnel. Sale al otro lado y desde ahí adopta la mirada distante y mansa del hervíboro. Túnel visual que se corresponde con el de la cámara de un fotógrafo que llega al caserío, y con el agujero del tronco de un gigantesco árbol muerto en el corazón del bosque.
“Al otro lado estáis vosotros. Yo estoy aquí, a este lado”, dice a su familia el abuelo, el patriarca medio ido, enfrascado en pintar vacas.
A través de una máquina de fotos observa con los nietos en el bosque el detalle de los pequeños organismos: insectos, gusanos, moluscos, reptiles. “Esto es muy importante. Es importantísimo”. Mientras, en los caseríos prosiguen las pasiones y arrebatos humanos.

4) La fuerza del aliento poético, que origina un lenguaje visual poderoso, repleto de oleadas sensoriales y sugerencias, contrapesa de largo la relativa inconsistencia de los personajes y la flojedad del final. *
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Archilupo
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6 de septiembre de 2007
28 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película narra la historia de tres generaciones de dos familias distintas a través de cuatro episodios correlativos: I) El aizkolari cobarde, II) Las hachas, III) El agujero perdido y IV) Guerra en el bosque, los cuatro episodios tienen un elemento en común: las VACAS.

Medem (uno de mis directores preferidos) ya nos da muestras en esta su primera película de la gran y exitosa carrera cinematográfica que se le avecinaba, demostrando que es tanto un gran fantasioso a la hora de contar sus historias como un gran director a la hora de rodarlas.
Un pecado sería no mencionar la gran BSO de uno de los inseparables de Medem: Alberto Iglesias.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
The Motorcycle Boy
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13 de junio de 2009
23 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Encerrada en mi mazmorra verde y amarrada a un cojín del mismo color, puedo hablar de una noche de nostalgia. Entre todo lo que queda por descubrir, fui a parar en manos de una película perdida en la memoria más de diez años, cómo no, y de la que me sorprendo al sólo recordar los ojos de las vacas, el agujero, la música y el caballo alejándose. Suficientes recuerdos para rememorar ese diez que le puse cuando ni siquiera sabía que existían las notas para las películas. Porque entiendo que Medem confiara en Carmelo, porque su sonrisa es franca, cuando él sonríe parece que todo vaya a salir bien. Lo mismo ocurre con Emma, su sonrisa transmite dulzura pero sus ojos, al mismo tiempo, se transforman en complicidad. Y qué necesita Cristina, su personaje, además de complicidad para descubrir el mundo de Manuel el Primero, y crear el suyo propio a través de sus enseñanzas.

Todo está relacionado, está clarísimo, cada vez que Manuel nos adentra en las vacías pupilas de las vacas con semblante sereno, nos transporta de una realidad a otra sin que sepamos distinguir donde nos encontramos cada vez, porque no importa, cada uno habita a un lado del agujero, el otro se alimenta para doblar la identidad.

“Siempre que quiero pensar en alguien, pienso en ti”, le decía Peru a Cristina, cuando no adivinábamos si estaba interesado en contemplarla a ella o a las vacas que evocan recuerdos en los cuadros, de todos modos tenía su permiso: “él puede mirar todo lo que quiera”.

Entre las verdes hierbas que crecen en el bosque hay espacio suficiente para esconder la pasión más rocosa, las mentiras, las batallas entre familias y sus aizcolaris experimentados, cuyas hachas suenan distintas entre sí. Porque las palabras son pocas, las justas y necesarias para competir con la espectacularidad de la naturaleza, y los sonidos son precisos, enclaustran las imágenes para compartir protagonismo. Y aunque los años pasen rápidos, la locura es contagiosa, así que entre los pastos, las vacas serán hombres y nunca quedará definido en qué lado del agujero encendido habita cada uno de los personajes.

Número diez, aquí te quedas conmigo y con Julio, los años parecen no afectar tus esculturales formas, aunque haya cambiado mis ideas por otras con el paso del tiempo, o tal vez la forma de mirar, no voy a traicionar algo importante, el recuerdo, pues no hice otra cosa en una noche que alimentar la nostalgia con más detalles al volver a ver Vacas. Esto es una historia sin fin, que se mezcla con otras, y al final todas son una, partidas en algún punto exacto.

Quizás quede un hueco para nosotros entre esas hierbas, porque esto es importante, es importantísimo, nunca lo debemos olvidar.
mnemea
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7 de febrero de 2008
30 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
El instinto animal del hombre hace su aparición de nuevo. Esta vez nace en algún lugar de Guipúzcoa, durante tres generaciones de dos familias vecinas, de la mano de Manuel Irigibel y Carmelo Mendiluce, rivales y compañeros de trincheras. Mientras Manuel, ya anciano, se dedica a pintar vacas - que no son sino alegorías de sí mismo, de un fragoso remordimiento que le persigue desde aquel día en que cruzara la mirada con una vaca, único testigo presencial de su "bajeza"-, su hijo y su nieto desarrollan distintas formas de ver la vida, pero siempre cargando con ese lastre que el apellido Irigibel parece llevar inscrito.

Seguramente nadie nunca haya podido disfrutar de esta película como lo he hecho yo, y posiblemente sea porque no soy el tipo de persona que se queda mirando la lluvia tras los cristales, porque prefiero notar cómo se hunden mis pies en el barro y saber que, cuando me acueste, el constipado traerá a mi memoria esa dulce sensación. De este modo, donde en el film ustedes vieron un ojo lleno de moscas, yo vi la mirada crítica de la sociedad del siglo XIX, carroñeros que se alimentan de las desgracias ajenas; el fotograma de un hombre frente a una vaca es algo más que un hombre y una vaca, es la misteriosa distancia que separa al hombre del animal, es el oscuro abismo que se esconde tras dos ojos, que aunque aparentemente sólo se ven, se están mirando, se están reconociendo.

Tras los prados, los bosques, los olores; tras la sangre y el sudor se encuentra una auténtica obra maestra, extravagante, sutil y de belleza grotesca. La mezcla de sencillos efectos visuales, el impacto de algunos de éstos en consonancia con el guión y el desasosiego que provoca la música de fondo hacen del complicado argumento todo un reto, ya que entre el simbolismo y las diferentes relaciones entre los personajes a veces resulta un poco difícil no perderse. Un detalle que favorece, o no (según se vea), lo anterior es que tanto el abuelo, como el padre y el hijo de las diferentes familias están interpretados por los mismos actores.

El reparto es espectacular (el que aparezca Carmelo Gómez contribuye mucho), la historia original y escalofriante, y la película... la película es Julio Medem en todo su esplendor. De las mejores de los 90.
Una_de_ellos
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