La vida de los peces

Los peces de acuario pasan su vida entera entre las mismas cuatro paredes de cristal, con el mismo escenario y los mismos compañeros acuáticos, que son sustituidos por otros cuando mueren, y así el ciclo se perpetúa y se repite dentro de unos centímetros cúbicos, varios metros cúbicos a lo sumo.
Quienes sentimos pena por esos animalillos confinados en un espacio tan reducido nos creemos superiores, libres, afortunados por tener un cerebro racional que al ser consciente de sí mismo ha aprendido a apreciar lo que significa estar encerrado o estar en libertad, establece unos nexos con otros seres que avanzan más lejos del simple instinto. Pensamos que al ser más complejos que esos pequeños nadadores tenemos más suerte y somos mejores.
Pero… ¿Quién es en realidad el aprisionado? ¿El que vive su confinamiento sin ser consciente de ello, sin desear traspasar el vidrio para acceder al ancho mundo que hay al otro lado? ¿El que estando fuera del vidrio se sabe atorado, detenido en un pasado irrecuperable, encadenado por culpa de aquella fobia que lo asaltó cuando, estando en la gloria de su vida, todo empezó a derrumbarse, Francisco murió y él sintió terror hacia la eternidad al lado de Beatriz? ¿Por qué pensó, estúpido de él, que huyendo no se estrellaría contra las paredes transparentes desde las que ahora puede ver, sin poder tocarla, la vida que habría compartido con Beatriz?
Ahora están los dos frente a frente, mirando el acuario, y les queda una última oportunidad para decidir si quedarse dentro o salir, si vivir la continuación de su amor, o contemplarlo soñando despiertos desde la pecera.
Matías Bize otra vez colocando a sus protagonistas en ese aura de sombría carga llevada sobre unos hombros lastrados, personajes de los que sólo llegamos a conocer las pinceladas precisas, con vidas que se detienen brevemente en un paréntesis, que permanecen en suspensión mientras dura el encuentro que puede decidirlo todo, cambiarlo todo, descargar el peso de sus espaldas, permitiéndoles acariciar la fantasía que podría hacerse realidad ahí, a un centímetro, si se atrevieran a saltar al otro lado de las paredes transparentes.

Olvida la máxima de Billy Wilder ("si tienes que contar algo serio, cuéntalo de forma divertida") y, para hablar de las nostalgias del pasado y del hartazgo del presente, suelta una avalancha de primeros planos y una sobredosis de diálogos que primero agobian, luego ahogan y finalmente asfixian al espectador provocándole un comprensible rechazo a lo que ve, algo que se supone no es el objetivo de la película.

Lo más destacable es la comparación que establece entre los personajes -y por extensión las personas- con los peces de una pecera. De esta comparación se extrae la posible razón del agobiante uso de primeros planos casi exclusivamente: el encuadre sería la pecera y el personaje encuadrado sería el pez. Lo que pasa es que los peces no se asfixian en la pecera,
las personas se suelen agobiar en sus vidas pero pocas veces se ahogan o asfixian, pero el espectador acaba agobiado hasta el ahogo bajo los continuos primeros planos y los diálogos asfixiantes entre los que no hay concesión al respiro (entre un capítulo dialogado y el siguiente se insertan breves planos de transición con música que no aportan frescura).

El esfuerzo de verla no tiene recompensa. A cambio del mal rato pasado aporta muy poco, tan sólo ofrece su estilo formal aprovechable en dramas psicológicos, unas interpretaciones simples y correctas, unas rememoraciones de los buenos y malos recuerdos del pasado y reiteraciones sobre "lo que pudo ser y no fue" de los protagonistas. Muy poco para tan mal trago. No quedan ganas, evidentemente, de volver a verla y asfixiarse de nuevo; mi más sincera admiración para quien la encuentre entretenida.

¡Qué vida!
Digo, la que te perdiste por ser, como pongo en el título, COBARDE.
Perdón... No pude evitar extrapolar, aunque realmente esa es la idea con la que asocio al pez protagonista, no así la pescadilla, valiente, honesta, espartana.

Genial historia, magníficamente contada, con un final que te saca de la pecera con los pulmones llenos de oxígeno.
Reconozco que al empezar me costó pillar el acento, pero siempre me pasa con los hermanos chilenos... Lo siento.
Tendría que haber sido valiente y haber invitado a Matías Bize al día siguiente a aquélla cerveza. La vi en el Festival de cine Iberoamericano de Huelva y antes de empezar él estaba allí y nos retó a ello si nos gustaba la peli y le veíamos.
El año que viene lo hago porque me gustará que vuelva. :-)

Historia de un amor al que se desea dar una segunda oportunidad, la película destila nostalgia por el placer de la nostalgia. El protagonista se va y las relaciones con los personajes son solemnes, como anticipando una tragedia que no es tragedia porque hoy día con internet y las líneas de bajo presupuesto uno ya no huye si es que no quiere. Y entonces, en medio de la fiesta, idóneo contrapunto para los despistados, la chica. El protagonista es un treintañero de vuelta de todo porque tiene 33 y ha superado la Pascua. La chica es ya una mujer madre de un par de churumbeles. El acercamiento, la conversación en la que ambos se hacen los interesantes, la confidencia azarosamente preparada, el amor recobrado. Y un final con sorpresa para que todo no sea tan tópico y tan típico. Una rockera banda sonora calibra la emoción de la historia, como esas risas en off en las series de descojone. Técnica e interpretativamente no está mal, por lo que tampoco es como para sentirse estafados.

Intimista, el celuloide de Bize te cala hasta los huesos, no hay apenas historia, sólo una concatenación de conversaciones encadenadas, diálogos y más diálogos que van desnudando hasta el tuétano a dos personajes que no se veían desde hace diez años y que en el fondo aún se aman, aunque sus vidas hayan cogido tangentes que se separan. Pero lo mejor, es lo más difícil de lograr, que durante casi toda la película esas conversaciones parezcan espontáneas, no teatralizadas. Toda la película se desarrolla en la misma casa, durante la celebración de un cumpleaños, pero la fiesta está siempre en el telón de fondo para no interrumpir todas las cosas que no se dicen en una década. El ambiente tranquilo de la casa y especialmente la conversación detrás de la pecera, con esos seres vivos pululando pero encerrados en el mismo hábitat, con las luces reflejadas en los cristales le confieren un marco especial y una textura de soledad remota muy adecuada a lo que el filme quiere transmitir. Fantástica la utilización de la música durante todo el filme logrando los efectos deseados en cada momento. Sencilla, vital es una película capaz de internarse en los recuerdos del espectador, de despertar fantasmas del pasado, de azuzar la melancolía, con sólo dos personajes que lo bordan y que ponen el guión a una gran altura. Tiene una factura casi impecable, basado en acentuar la carga emocional y una dirección artística realmente destacada, una pequeña joya del cine chileno premiada con el colón de plata al mejor guión en el Festival Iberoamericano de Cine.

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