Picnic en Hanging Rock
6.8
5,084
Intriga. Drama
El día de San Valentín de 1900, las estudiantes de la Escuela Appleyard van de excursión a Hanging Rock, una región australiana montañosa. A lo largo del día se producen una serie de fenómenos sobrenaturales: el tiempo se detiene, estudiantes y maestras pierden el conocimiento y tres chicas y una profesora desaparecen. (FILMAFFINITY)
5 de enero de 2008
5 de enero de 2008
59 de 88 usuarios han encontrado esta crítica útil
Serpientes, lagartos... reuníos para el banquete. Hoy es San Valentín.
Las niñas acarician la enorme roca con forma de rostro. Sus manos gráciles, como siempre pasó, deambulan y tocan; despiertan. Sus tobillos hacen temblar la piedra, y el rocío y el liquen lamen los huesos de los dedos de sus pies.
El cuerpo blanco, a ratos sonrosado, florece, se expande y metamorfosea mientras un estallido de olor a cabello húmedo invade las pleuras y la hierba adquiere tentáculos en lugar de tallo.
Sangre repiqueteando en las sienes de los muchachos, en sus forúnculos sombríos y en la salvaje ventosa de su sexo. ¿Lo veis vosotros también? ¿No lo notáis?
Hongo cartilaginoso con cabeza de bestia las mira. Cara picada de viruela y psoriasis en mofletes y cejas. Ojos inyectados en una emulsión de fluidos sin nombre. Abismo membranoso, individuo lascivo, ladera de montaña: sigue a las niñas, las atrapa.
La carne seborreica, empedrada, remueve los muslos de las odaliscas, se adhiere a ellas, las ansía... ¡Las reclama como suyas! ¿No lo oléis? ¿Acaso no palpita en vuestro estómago?
Dulce sueño de goce puro; suave desasosiego de delectación. Y aprietan los botines, qué digo aprietan: ¡estorban!, ¡constriñen! Y maldecimos los trajes victorianos, los cuellos de las camisas, los corsés y las medias. Las normas castradoras y las envidiosas e insoportables directoras: arpías, viejas zorras remilgadas, putas...
Porque esas niñas excitan la corriente coagulada, abismal; las entrañas, las vísceras y las glándulas. Hacen fluir la sangre hirviendo, la derraman por los racimos de uva que nutren nuestros cuerpos, por las argollas de rubí del cojín de sus labios.
Se desploma luego del cielo un ardor sudoroso que les provoca un vértigo narcótico y caliente. La pierna quiere respirar y la media se desliza, roza la rodilla de forma invencible al desnudarla.
Los pies intactos, luminosos, lisos e irresistibles guardarán silencio; solo las flores podrán contar esta historia eterna. Darán testimonio de aquello que llega, justo, en el instante preciso. Como la vida, como la muerte, como la sangre de los besos...
Hoy es San Valentín. Los engranajes cíclicos crujen y giran. Lagartos, serpientes, dragones... Venid a Hanging Rock.
Las niñas acarician la enorme roca con forma de rostro. Sus manos gráciles, como siempre pasó, deambulan y tocan; despiertan. Sus tobillos hacen temblar la piedra, y el rocío y el liquen lamen los huesos de los dedos de sus pies.
El cuerpo blanco, a ratos sonrosado, florece, se expande y metamorfosea mientras un estallido de olor a cabello húmedo invade las pleuras y la hierba adquiere tentáculos en lugar de tallo.
Sangre repiqueteando en las sienes de los muchachos, en sus forúnculos sombríos y en la salvaje ventosa de su sexo. ¿Lo veis vosotros también? ¿No lo notáis?
Hongo cartilaginoso con cabeza de bestia las mira. Cara picada de viruela y psoriasis en mofletes y cejas. Ojos inyectados en una emulsión de fluidos sin nombre. Abismo membranoso, individuo lascivo, ladera de montaña: sigue a las niñas, las atrapa.
La carne seborreica, empedrada, remueve los muslos de las odaliscas, se adhiere a ellas, las ansía... ¡Las reclama como suyas! ¿No lo oléis? ¿Acaso no palpita en vuestro estómago?
Dulce sueño de goce puro; suave desasosiego de delectación. Y aprietan los botines, qué digo aprietan: ¡estorban!, ¡constriñen! Y maldecimos los trajes victorianos, los cuellos de las camisas, los corsés y las medias. Las normas castradoras y las envidiosas e insoportables directoras: arpías, viejas zorras remilgadas, putas...
Porque esas niñas excitan la corriente coagulada, abismal; las entrañas, las vísceras y las glándulas. Hacen fluir la sangre hirviendo, la derraman por los racimos de uva que nutren nuestros cuerpos, por las argollas de rubí del cojín de sus labios.
Se desploma luego del cielo un ardor sudoroso que les provoca un vértigo narcótico y caliente. La pierna quiere respirar y la media se desliza, roza la rodilla de forma invencible al desnudarla.
Los pies intactos, luminosos, lisos e irresistibles guardarán silencio; solo las flores podrán contar esta historia eterna. Darán testimonio de aquello que llega, justo, en el instante preciso. Como la vida, como la muerte, como la sangre de los besos...
Hoy es San Valentín. Los engranajes cíclicos crujen y giran. Lagartos, serpientes, dragones... Venid a Hanging Rock.
30 de julio de 2007
30 de julio de 2007
38 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película misteriosa y poética que escarba en viejos arquetipos que duermen en el inconsciente colectivo. Me refiero al rapto de Perséfone, doncella de la primavera, a manos de Plutón, el dios de los infiernos que habita en las profundidades tectónicas de la tierra. Parafraseando al mito, las bellas doncellas reminiscentes de Boticelli desaparecen sin dejar rastro, diríase que devoradas por la boca geológica que se manifiesta en ese furúnculo extraño sobre la corteza terrestre, esa inquietante formación rocosa llamada Hanging Rock.
Pero “Picnic en Hanging Rock” es también la historia de una búsqueda, así como el relato de las profundas secuelas que esa desaparición dejará en compañeros, testigos, y maestros.
A nivel formal, la realización es impecable (como siempre en Weir), y la calidad de la fotografía excepcional. También la música tiene un papel destacadísimo, con esa conmovedora melodía de flauta o el uso pionero de sintetizadores (más tarde empleados por Weir, con mucha fortuna, en películas como “Único testigo”).
Pero en nuestro recuerdo quedará, sobre todo, esa bellísima adolescente interpretada por Anne Lambert, de algún modo presintiendo ya la fugacidad de su belleza y de su vida, sacrificada -con su consentimiento, en cierto modo- en el oscuro altar de la naturaleza más terrible.
Pero “Picnic en Hanging Rock” es también la historia de una búsqueda, así como el relato de las profundas secuelas que esa desaparición dejará en compañeros, testigos, y maestros.
A nivel formal, la realización es impecable (como siempre en Weir), y la calidad de la fotografía excepcional. También la música tiene un papel destacadísimo, con esa conmovedora melodía de flauta o el uso pionero de sintetizadores (más tarde empleados por Weir, con mucha fortuna, en películas como “Único testigo”).
Pero en nuestro recuerdo quedará, sobre todo, esa bellísima adolescente interpretada por Anne Lambert, de algún modo presintiendo ya la fugacidad de su belleza y de su vida, sacrificada -con su consentimiento, en cierto modo- en el oscuro altar de la naturaleza más terrible.
8 de febrero de 2010
8 de febrero de 2010
27 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Picnic en Hanging Rock resulta imposible encasillarla entre la ortodoxia de los géneros. No es una película de terror: no aparecen criaturas monstruosas, ni psicópatas asesinos, ni espíritus, ni baños de sangre… pero es desasosegante y desarrolla su acción con los recursos, reclamos, símbolos y matices que nos acercan al mundo tenebroso, no tanto de Allan Poe como de los mitos y el terror cósmico materialista de Lovecraft. Tampoco es un drama de época, ya que en la película no coexisten damas traicionadas con nobles villanos, ni galantes caballeros enamorados, ni autos de fe… pero sí se apuesta por mostrarnos, con sutil elegancia y destreza cinematográfica, la abrupta soledad del ser humano, la inocencia, el latente deseo sexual, el lado salvaje y misterioso de la naturaleza, la belleza y las extrañas circunstancias que rodearon a unas jóvenes damas y a sus profesoras un día de San Valentín de 1900.
El punto de vista del director sobre lo que allí ocurrió pertenece más al ideario mitológico que a la realidad recreada según los argumentos, verdaderos o no, de la novela de Joan Lindsay. El que sea un hecho real todo lo que se cuenta es lo de menos, pero sí es sagaz y enriquecedora la forma que tiene Weir de mostrarnos su propia perspectiva cinematográfica, su capacidad artística para crear y transformar atmósferas limpias, luminosas y sosegadas, en escenarios oníricos protagonistas de espeluznantes acontecimientos desarrollados con una puesta en escena deslumbrante, una sugerente y cálida fotografía, tan cautivadora como irreal, al compás de unas inquietantes y delicadas notas de flauta.
La cargada sexualidad, nunca explícita, parece ser otro de los puntos clave del film. Es el deseo latente o no consumado lo que parece mover las acciones de varios de los personajes: los gestos siempre anhelantes y las voces dulces de todas las estudiantes y de algunas de las profesoras; la atracción silenciosa de los personajes de Michael y de Sara por Miranda; los sentimientos de sincera admiración de una delicada Mademoiselle de Poitiers (magníficamente interpretada por Helen Morse) por la belleza de la joven estudiante: “Miranda es como un ángel de Botticelli”, se atreve a comentar en voz alta.
A Peter Weir le interesó mucho más profundizar en el modo de trasladar a las imágenes las emociones de los personajes, sus diatribas sentimentales, la confrontación entre las muy urbanas y civilizadas actitudes victorianas con la naturaleza más extrema, salvaje y misteriosa; y en captar la incapacidad, la angustia y el deterioro mental de otros personajes (como el de la directora y el de Sara) al asumir hechos tan terribles y nunca desvelados como los que se cuentan en la narración, que en intentar revelar al espectador lo que realmente pudo suceder aquella tarde de febrero de hace más de un siglo, si es que realmente algo ocurrió.
El punto de vista del director sobre lo que allí ocurrió pertenece más al ideario mitológico que a la realidad recreada según los argumentos, verdaderos o no, de la novela de Joan Lindsay. El que sea un hecho real todo lo que se cuenta es lo de menos, pero sí es sagaz y enriquecedora la forma que tiene Weir de mostrarnos su propia perspectiva cinematográfica, su capacidad artística para crear y transformar atmósferas limpias, luminosas y sosegadas, en escenarios oníricos protagonistas de espeluznantes acontecimientos desarrollados con una puesta en escena deslumbrante, una sugerente y cálida fotografía, tan cautivadora como irreal, al compás de unas inquietantes y delicadas notas de flauta.
La cargada sexualidad, nunca explícita, parece ser otro de los puntos clave del film. Es el deseo latente o no consumado lo que parece mover las acciones de varios de los personajes: los gestos siempre anhelantes y las voces dulces de todas las estudiantes y de algunas de las profesoras; la atracción silenciosa de los personajes de Michael y de Sara por Miranda; los sentimientos de sincera admiración de una delicada Mademoiselle de Poitiers (magníficamente interpretada por Helen Morse) por la belleza de la joven estudiante: “Miranda es como un ángel de Botticelli”, se atreve a comentar en voz alta.
A Peter Weir le interesó mucho más profundizar en el modo de trasladar a las imágenes las emociones de los personajes, sus diatribas sentimentales, la confrontación entre las muy urbanas y civilizadas actitudes victorianas con la naturaleza más extrema, salvaje y misteriosa; y en captar la incapacidad, la angustia y el deterioro mental de otros personajes (como el de la directora y el de Sara) al asumir hechos tan terribles y nunca desvelados como los que se cuentan en la narración, que en intentar revelar al espectador lo que realmente pudo suceder aquella tarde de febrero de hace más de un siglo, si es que realmente algo ocurrió.
20 de abril de 2008
20 de abril de 2008
63 de 103 usuarios han encontrado esta crítica útil
A mí me encanta Peter Weir, cualquiera que lea mis críticas lo sabe, pero es cierto que durante su etapa australiana y a excepción de “Gallipolli” –obra maestra-, su cine está sobremagnificado.
El país de los canguros despertaba en los años setenta al séptimo arte y había que vender sus obras al resto del mercado anglosajón de alguna forma. Con un director de la calidad de Peter Weir se hizo el milagro.
“Picnic en Hanging Rock” fue su primera película y con un estilo que luego sería la marca de James Ivory se llevó el corazón de medio mundo especialmente de las mujeres.
La historia tiene los dos elementos que más me desagradan dentro del mundo del cine. El primero es el hecho de presentarse con el lema "basado en hechos reales". Vamos a ver, esta historia está basada en una novela de una mujer bastante aburrida y mediocre escritora de nombre Joan Lindsay, que simplemente se inventó dicha historia. No existen ni documentos ni testimonios de aquello. Es un “falso documental” que la gente sin cuestionarse nada cree a pie juntillas. Y Weir sabiéndolo utiliza ese mismo truco para ganar en popularidad. Conmigo que no cuenten.
Hasta ahí la poca honestidad, pero lo peor sin lugar a dudas es la nula explicación del desenlace. Y no lo tiene porque la propia escritora no sabe ni que montarse, por eso los pedantes de turno recurren a parábolas mitológicas o al siempre recurrente mundo onírico, que al pobrecillo siempre recurrimos a él, cuando no sabemos qué decir.
El verdadero misterio es como unas chavalas de enseñanza secundaria que saben menos que los estudiantes de la LOGSE, se pierden en un lugar que es más minúsculo que una sierra pequeña del Sistema Central.
Ver a este grupo de señoritas y profesoras amargadas como no saben identificar una formación geológica de roca magmática y andan por la cumbre como si fuera el club de criquet de Melbourne es de risa. A los que le ponen un diez a este truño, me los llevaba yo de acampada a un pinarcillo para que lo flipen ante tanta confusión que les producirá cuatro pinos.
Guión de cero, el cuatro es por la fotografía y las localizaciones, que valen más que las presuntas niñas que se perdieron. Así nos ahorramos tres estudiantes más de Derecho.
El país de los canguros despertaba en los años setenta al séptimo arte y había que vender sus obras al resto del mercado anglosajón de alguna forma. Con un director de la calidad de Peter Weir se hizo el milagro.
“Picnic en Hanging Rock” fue su primera película y con un estilo que luego sería la marca de James Ivory se llevó el corazón de medio mundo especialmente de las mujeres.
La historia tiene los dos elementos que más me desagradan dentro del mundo del cine. El primero es el hecho de presentarse con el lema "basado en hechos reales". Vamos a ver, esta historia está basada en una novela de una mujer bastante aburrida y mediocre escritora de nombre Joan Lindsay, que simplemente se inventó dicha historia. No existen ni documentos ni testimonios de aquello. Es un “falso documental” que la gente sin cuestionarse nada cree a pie juntillas. Y Weir sabiéndolo utiliza ese mismo truco para ganar en popularidad. Conmigo que no cuenten.
Hasta ahí la poca honestidad, pero lo peor sin lugar a dudas es la nula explicación del desenlace. Y no lo tiene porque la propia escritora no sabe ni que montarse, por eso los pedantes de turno recurren a parábolas mitológicas o al siempre recurrente mundo onírico, que al pobrecillo siempre recurrimos a él, cuando no sabemos qué decir.
El verdadero misterio es como unas chavalas de enseñanza secundaria que saben menos que los estudiantes de la LOGSE, se pierden en un lugar que es más minúsculo que una sierra pequeña del Sistema Central.
Ver a este grupo de señoritas y profesoras amargadas como no saben identificar una formación geológica de roca magmática y andan por la cumbre como si fuera el club de criquet de Melbourne es de risa. A los que le ponen un diez a este truño, me los llevaba yo de acampada a un pinarcillo para que lo flipen ante tanta confusión que les producirá cuatro pinos.
Guión de cero, el cuatro es por la fotografía y las localizaciones, que valen más que las presuntas niñas que se perdieron. Así nos ahorramos tres estudiantes más de Derecho.
10 de mayo de 2010
10 de mayo de 2010
33 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sonrosados mofletes. De cabello largo y rubio, de dientes de leche y sonrisas vergonzosas. El agua que corría, las nubes que pasaban veloces agitadas por la brisa. Un Renoir lo pintaba; el otro lo filmaba; Weir lo copiaba.
Y el reloj se para.
Como cuando algo grande acontece y deseas detener el tiempo.
Como cuando dos bocas van a la búsqueda y los espacios son eternos. Esos instantes.
Y aunque todo permanezca virginal, las enaguas quedan al descubierto y los corsés desaparecen. El corazón te golpea en la sien: bum-bum, bum-bum,…
Con mucha fuerza.
Todo quema y el mundo se desmonta mientras se descalzan. Sobran lazos y leyes imperiales. Sobra retórica e indecisión.
San Valentín. Descalzo y alado, rubio y rizado, desnudo y armado.
Diecisiete. ¿Quién no los tuvo?
Y el reloj se para.
Como cuando algo grande acontece y deseas detener el tiempo.
Como cuando dos bocas van a la búsqueda y los espacios son eternos. Esos instantes.
Y aunque todo permanezca virginal, las enaguas quedan al descubierto y los corsés desaparecen. El corazón te golpea en la sien: bum-bum, bum-bum,…
Con mucha fuerza.
Todo quema y el mundo se desmonta mientras se descalzan. Sobran lazos y leyes imperiales. Sobra retórica e indecisión.
San Valentín. Descalzo y alado, rubio y rizado, desnudo y armado.
Diecisiete. ¿Quién no los tuvo?
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