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Un hombre que duerme

Drama Un hombre que duerme narra la peripecia de un estudiante que decide no levantarse de la cama el día de sus exámenes de Sociología, abandonar sus estudios, romper toda relación con amigos y parientes, y recluirse en sí mismo. Más tarde se dedicará a deambular incansable por París, a ir al cine, a leer los titulares de los periódicos, pero como lo haría un sonámbulo. Para el estudiante todo forma parte de una vaga estrategia encaminada a ... [+]
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Críticas 14
Críticas ordenadas por utilidad
7 de enero de 2013
53 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tienes veinticinco años y un espejo en el que observas los fragmentos de tu rostro. Quieres escapar del tiempo. Pretendes repetir los gestos cotidianos hasta vaciarlos de sentido. Deambulas al azar. Aguardas.

Soledad e indiferencia nada enseñan. Nadie puede detener el paso de las horas. Tienes miedo. La indiferencia no te ha hecho diferente. El mundo sigue ahí.

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El espejo se divide en tres pedazos. Tres son los elementos clave de este film: la narración en segunda persona del singular (una voz femenina habla con el protagonista, cuya voz jamás se escucha), las imágenes y los efectos de sonido (música incluida).

Los tres hilos o elementos dialogan entre sí, convergen o divergen (a veces, la narración en off coincide con lo que se ve y/o lo que se escucha, a veces los efectos de sonido coinciden con la imagen, otras veces cada uno de los hilos circula en paralelo, como al margen de los otros…). Los tres elementos, al igual que los tres trozos del espejo, conforman el retrato del protagonista.

Aunque la imagen quede a veces dislocada, el cuadro es unitario.

La combinación milimetrada de texto, imagen y efectos de sonido proporciona múltiples momentos especiales: el contrapicado nadir del edificio circular (mientras oímos: “tu habitación es el centro del mundo”); la ventana diminuta, rodeada por la oscuridad (que me trajo a la memoria dos versos de Guillén: “Ese comienzo en soledad pequeña / Ni quiere soledad ni aspira a lucha.”); el póster del cuadro ‘La reproducción prohibida’, de René Magritte, en el que un hombre se mira de espaldas a sí mismo (la voz over alude a un doble que ha salido ya a la calle; la cámara, sin embargo, permanece fija en el protagonista, que no se mueve de la habitación); el cristal roto, la buhardilla vista desde fuera…

El juego de consonancias y disonancias entre los tres hilos ofrece hallazgos incontables. Abre y cierra grietas o fisuras en el espacio-tiempo de la cinta; crea distancias fascinantes. Caleidoscopio, alquimia, voces (en un sentido musical: polifonía), sonidos depurados. El contrapunto del silencio (“dejas de hablar y sólo el silencio te responde”). Zumbidos, un piano, la torre Eiffel sumida por la luz…

El hecho de que sea una voz femenina la que hable es un acierto pleno (se subraya así el contraste entre la mudez del protagonista masculino y la locuacidad de su conciencia), aunque no me satisface del todo la mueca del actor.

Al final, el urbanita occidental no alcanza el desapego. “Parece que, cuanto más aumenta lo preciso de tu percepción, más disminuye la certeza de tus interpretaciones”, se dice en la novela. Acaba la película, recogemos los trozos de cristal y componemos el espejo. Sus tres fragmentos reflejan la imagen fiel del joven.

El mundo sigue ahí. La indiferencia no lo ha hecho diferente. Tiene miedo. Soledad e indiferencia nada enseñan.

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No borrarás las cicatrices del espejo.
Servadac
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14 de febrero de 2013
24 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Un homme qui dort” es un chico que se rebela contra lo que se supone que tiene que hacer. Yo, personalmente, no creo que esté reflejando un día en el que cambia y decide ser de otra forma y no seguir yendo a clases, etc. Creo que relata lo que hace siempre, sus divagaciones y conflictos son de mucho atrás. Este chico tiene ansias de infinito, de trascender. Por eso la voz en off que relata su pensamiento no para, es una voz que relata la soledad, pero que por lo general es dulce (en el sentido de la melancolía). Hay un poco de spleen... pero se intercala con otros sentimientos como en una sinfonía. El chico empieza y acaba en su cuarto las noches, sale a la calle, pasea, devora su soledad.

El episodio que más me gusta es cuando se sienta en frente de un señor mayor. Cómo batallan en sus bancos. Se da por vencido y se da cuenta que no puede estar tan inmóvil como el señor ahí al frente. El joven, al fin y al cabo, es un jovenzuelo. Pero el estatismo, quietud y mansedumbre de su oponente es tal, que cualquiera que experimente la desazón del paso del tiempo o la irreversibilidad sabrá empatizar con este cuadro.

No todo es una soledad hermosa en este film. Aparece la rabia, la música que rasga y la voz en off que se enciende cuando se habla de los 'otros' como monstruos. Recuerda a la “Tierra Baldía” de Eliot, por lo menos a mí me lo recordó, aquello de “Ciudad Irreal, bajo la parda niebla de una madrugada de invierno un caudal de gentes vi pasar y siendo tantos, nunca pensé que la muerte llevara a tantos”. Así es como se describe a la humanidad. Unos monstruos, unos entes de carcasa. El protagonista sufre y lo quiere ver todo derruido, que todo se purifique. Como en la canción de Tool: “Aenima” cuando pide que un maremoto acabe con todo. Y así acaba la película. En medio de una ciudad devastada. Perec puede ser un posmoderno, pero en la sensibilidad es de los míos, de los de fines del XIX-comienzos del XX.

En “Un homme qui dort”, la película, no vemos el episodio cuando el protagonista se va al campo y vive unos días en casa de sus padres. Ahí, en el campo, hace largas caminatas:
“Tu te promènes encore parfois. Tu refais les mêmes chemins. Tu traverses des champs labourés qui laissent à tes chaussures montantes d'épaisses semelles de glaise. Tu t'embourbes dans les frondrières des sentiers. Le ciel est gris. Des nappes de brume masquent les paysages. De la fumée monte de quelques cheminées. Tu as froid malgré ta vareuse doublée, tes chaussures, tes gants, tu essayes maladroitement d'allumer une cigarette.
Tu fais des promenades plus lointaines qui te mènent vers d'autres villages, à travers les champs et les bois.” (“Un homme qui dort", pag 46).

Estaba leyendo el libro para encontrar si había alguna diferencia de percepción desde mi parte hacia la historia que escribe Perec con respecto a la película y concluí algo que ahora mismo no me acuerdo. Además, me fijé más en un rasgo del protagonista: él es un chico de veinticinco años que al comienzo de ese ritual de encerramiento teme por la visita de sus amigos. Por tanto, era un chico hasta cierto punto popular que puede ser visitado en sus momentos de aislamiento. A mi creo que no me visitaría tanta gente; mucho menos veo a los personajes de Beckett siendo visitados por amigos. El joven de Perec al comienzo sí que piensa en sus compañeros y en que irán a buscarlo, en el ruido que hacen al marcharse cuando él no les abre la puerta y en que ya no irá al café para encontrarse con nadie. La rata en el laberinto de Dédalo, continuamente se dice de sí mismo.

Al leer el libro subrayo como mensaje principal la inutilidad de la indiferencia. El hacer o no hacer algo no cambia nada. Una conclusión que acerca a Beckett. La diferencia es que en el personaje de Perec aún sigue insistiendo con ciertos movimientos de aquí para allá, movimientos automáticos como con el 'billard électrique' (la maquinita como instrumento erótico) y lúdicos, creando juegos para solitarios con cartas, entretenimientos para matar el tiempo. En Beckett ya ni se intenta el movimiento. El fotograma que he puesto de la cama de la habitación en la otra entrada, por eso, para mi es mucho más beckettiano: “Just to wait until there is nothing left to wait for”. Eso sí, la espera. Pero el siguiente paso es la inactividad. Si este personaje, el de “Un homme qui dort” tuviera secuela, sería interesante ver cómo se da el paso hasta llegar a convertirlo en un muñón.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
infausta
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4 de mayo de 2011
21 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
...Y tú.

Un hombre que duerme es un interesante experimento fílmico y existencial basado en un libro de mismo título y de misma estructura narrativa (en segunda persona del singular). Es además la recreación de un pensamiento y de un sentimiento.

Todos en algún momento hemos pensado en hacer algo similar al protagonista, aunque fuese durante un segundo. Nuestras vidas están marcadas de antemano por ciertos procesos y factores sociales. Pisamos un camino que antes han pisado otros, pero no todo el mundo tiene metas, y para qué sirve un camino si no hay meta. Es entonces cuando descubres esa indiferencia de la que habla la voz en off de la película, la que te permitiría actuar como el protagonista, salvo porque a ti te lo impide tu sentido común y la realidad, y el dinero seguramente.

La pelicula nos hace reflexionar, siendo única en su género, lo que además le hace ser muy atractiva. Sin embargo, no la recomendaría a mucha gente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fendor
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17 de enero de 2013
14 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
En este film al principio fue el verbo, en concreto el de Georges Perec en su novela del mismo título. Son palabras ciertamente bellas de un escritor al que lamento no poder leer en versión original, habida cuenta de los virtuosos juegos con la lengua francesa que jalonan su obra. Aquí la novela se caracteriza por estar narrada en segunda persona del singular, algo ciertamente singular.

Después la palabra se hizo carne, es decir, sonido (o mejor diríamos movimiento, siguiendo a Manoel de Oliveira, que nos cuenta que la imagen, como demuestra el dibujo, la pintura o la escultura, no depende del movimiento para existir, pero el sonido sí lo exige), mediante la voz en off —la única que escuchamos a lo largo del relato— a cargo de la actriz Ludmila Mikaël. Declama de forma hermosa, envolvente, como el narrador de "La Jetée" (observo ahora los paralelismos entre ambas obras) o el de "El valle Abraham" del nombrado Oliveira, de manera que aunque no comprendamos el idioma somos conscientes del pulido cincelado de Perec. Sin necesidad de escenografía, "El hombre que duerme" se podría transmutar en espléndido monólogo sobre un escenario.

Y, además de la voz, los sonidos de las cosas, hábilmente seleccionados y amplificados (el tic-tac de un reloj, un grifo que gotea, el tintineo de unas monedas...), más la música, cuando llega (buena y bien colocada), contribuyen de manera decisiva a crear una textura auditiva homogénea e inquietante.

Finalmente —el orden es importante, como veremos— llegó la imagen, con su centralidad absoluta en el mudo protagonista encerrado en su cerrado apartamento o deambulando por las calles de París (extrañas, con muy poca gente y coches). Es un bonito blanco y negro, donde destacan los elegantes travellings exteriores en muy diversas direcciones, que me recuerdan los movimientos de cámara de "El año pasado en Marienbad".

Sin embargo, en determinados momentos en que la imagen se limita a "ilustrar" explícitamente lo que la palabra dice (por ejemplo, un pasaje que narra el encuentro en una plazoleta del protagonista con un "viejo momificado") se revela contraproducente esa subordinación, ya que entonces es la propia palabra la perjudicada al negarle su poder de evocación. Curiosamente en el cine suele suceder a la inversa: todos tenemos en la cabeza escenas donde la imagen y la música expresan perfectamente una idea o emoción, y el empeño del director en hacer más "explícito" ese significado mediante un diálogo o una voz en off, lo único que consigue es romper el encanto.

Por fortuna, predomina la búsqueda de una imagen que "interprete" el relato preservando un cierto grado "autonomía", y es así que surgen destellos como la escenografía del piso con un famoso cuadro de Magritte (y que halla su reflejo en una escena posterior con espejos) y la forma espiral de la escalera, los interrogativos ojos del protagonista mirando a cámara (hay un par de momentos que nos trasladan directamente a "Un verano con Mónica"), la aproximación a la corteza de un árbol, la pica del lavabo envuelta en llamas, aquellas escenas donde se agudiza al máximo la saturación del blanco y negro hasta el punto que la imagen llega a disolverse (igual que la Torre Eiffel, que progresivamente desaparece) o el momento magnífico (28' 40'') de un travelling de retroceso en una calle desierta hasta que entra el cuadro el personaje avanzando hacia nosotros, lo que crea una extraordinario efecto de tensión entre fuerzas opuestas, o si se quiere de inmovilismo a partir del movimiento.

Es ahí, cuando la imagen acude como compañera fiel, pero no sumisa, que la película alcanza su mayor grado de depuración y poetización al conseguir que sus tres sucesivas capas (palabra, sonido e imagen) dialoguen fluida y cadenciosamente.

No estamos, en consecuencia, ante lo que habitualmente entendemos en el cine por adaptación literaria, sino más bien ante lo que podríamos llamar una suerte de "lectura cinematográfica" de un texto, en lo que resulta una experimentación francamente estimulante, digna de suscitar nuestro mayor interés.
Quim Casals
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10 de diciembre de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Impresionante comparación y símil entre lo verdadero, lo real y lo ilusorio. Un gran despliegue de sentimientos que abruma la la sociedad actual, de los cuales es imposible evadirse. Expresa así el grado de disciplinamiento y domesticación a la cual es sometida el ser humano de una forma totalmente sigilosa e imperceptible, pero que al mismo tiempo, nos acaba impregnando y reconduciendo o adiestrando hacia ese camino que parecen llevar las masas, que han suplantado al ser por completo, no existe ya, ha muerto.
diezgoarmando
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