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Corn Island

Drama Con las crecidas de primavera, el río Enguri se precipita sobre las tierras bajas de Kolkheti y, antes de lanzar rocas y limo al mar, las acumula aquí y allá en medio del río. En pocos días, incluso de la noche a la mañana, de estos escollos nacen grandes islas, cuyo suelo es rico y fértil. Un anciano de Abjasia y su joven nieta deciden plantar maíz en una de esas islas. Pero los soldados georgianos andan cerca. (FILMAFFINITY)
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Críticas 25
Críticas ordenadas por utilidad
29 de abril de 2015
31 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Más que cine de arte, esto es cine humano. Todo gira en torno al humano y sus emociones, y para ello en multitud de ocasiones no se necesitan palabras. El silencio juega un papel más que primordial en esta conmovedora película. Las miradas de la chica transpasan fronteras y transmiten mucho más que cualquier discurso con pretensiones de Hollywood. Hay que aprovechar el silencio cuando viene naturalmente, y eso en esta película se hace de una forma magistral. Todo es muy realista y creíble, a menudo llevada por su extrema sencillez, que en el fondo esconde la complejidad de las relaciones humanas y del hombre con la natura.
Una película muy sensitiva y absolutamente hermosa es lo que acabo de ver. Totalmente recomendable para aquellos que disfruten de un realismo cautivador, nostálgico y crepuscular. El agua, la tierra, las plantas, el maíz... la mirada ensoñadora de la chica, los silencios melancólicos del anciano, la deferencia de los militares que pasan de vez en cuando... varios elementos que hacen de esto una experiencia audiovisual implacable.
kapinta
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24 de mayo de 2015
28 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ver propuestas de países atípicos o periféricos es siempre motivo de celebración para cualquier cinéfilo. Nos muestra no sólo realidades desconocidas, sino que nos permite comprobar que la esencia del ser humano, sus inquietudes, necesidades y desvelos suelen coincidir, con independencia de dónde le haya tocado en suerte a cada cual vivir, aunque en algunos casos haya un componente adicional de amargura y desolación debido a las inclemencias del tiempo y a los afanes políticos que abocan a la guerra en no pocos lugares, añadiendo peligros y fatalidades a la mera supervivencia.

Pero no siempre las buenas y loables intenciones engendran buenas películas, quedándose sólo en el terreno de lo interesante, encomiable y pintoresco, sin alcanzar ni la calidad ni la trascendencia que merecería por su paciente y trabajado planteamiento y meritoria intención humanista. Y estamos ante uno de esos casos. Se pueden desgranar muchas virtudes asiladas (la frugalidad de los diálogos, el reflejo de la naturaleza como fuente de vida y muerte, la sobriedad casi documental de sus imágenes, la ausencia de cualquier retórica, el retrato estremecedor de la supervivencia en situaciones extremas, la solidaridad innata de todas las personas de buena voluntad, el fluir de los días y las estaciones como cartografía de la complejidad recurrente de la existencia, etc.), pero todo ello no acaba de cuajar en una propuesta que vaya más allá de su esbozo. Reconocemos y alabamos su ejecución, pero nos quedamos fuera por su excesiva autocomplacencia y falta de empuje y garra.

Con un planteamiento muy parecido, hemos visto hace muy poco otra modesta y minimalista propuesta que sin embargo sí alcanza todo lo que se propone y ofrece un estremecedor retrato de la brutalidad (y humanidad) de la existencia y la fatalidad de la guerra: “Mandarinas” (podríamos titular la presente como “Maíz”). Ambas son buenos ejemplos de que el ser humano busca ante todo sobrevivir y convivir, pero se encuentra atrapado por los vaivenes inclementes de las pasiones políticas, geográficas y sociales. Pero “Mandarinas” es una buena película mientras que ésta se queda a medio camino, apunta hacia lo más alto pero no llega a rematar la faena, no se sabe muy bien porqué – y es una pena. Aquí se bordea en demasiadas ocasiones el aburrimiento por un exceso de sobriedad y ausencia de tensión y brío.

Atrayente, a ratos fascinante, a ratos anodina, llena de virtudes puntuales pero sin embargo fallida. Reservada a los idólatras de la diferencia y lo minoritario.
antonalva
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26 de mayo de 2015
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta cuanto menos curioso que hace menos de un mes se estrenara una película que, como la que ahora nos ocupa, se enclava en el conflicto de la guerra de Abjasia, a principios de los años 90. Se trata de la conmovedora 'Mandarinas' (Zaza Urushadze, 2013) y es más que probable que, quienes hayan visto con anterioridad la cinta estonia nominada al Oscar, encuentren aún más similitudes entre ambas obras. Por un lado, que la historia gire en torno a un anciano que vive en medio de dicho conflicto ganándose la vida como agricultor; también, que sus autores apuesten por el minimalismo escénico y la sobriedad tonal e, incluso, que contemplen la aparición de un soldado herido como punto de inflexión de la narración. Sin embargo, son semejanzas más bien superficiales, casi anecdóticas. La apuesta del georgiano George Ovashvili es más radical, utiliza el conflicto bélico sólo como telón de fondo y prescinde de diálogos en toda la película, con la salvedad de algunos momentos puntuales. Además, no es un relato sobre la guerra, sino sobre la naturaleza y sus ciclos, en los que el ser humano aporta paz y guerra con penosa regularidad, y con los que no cabe sino aprender a convivir. Ovashvili presenta con 'Corn Island' (2014) su segundo trabajo tras 'The other bank' (2009) y, lamentando no haber tenido la oportunidad de ver su ópera prima, también situada en el conflicto étnico de Georgia, la impresión tras la proyección no es otra que la de asistir a una voz muy personal, arriesgada y en absoluto pretenciosa, libre de toda retórica. Ha visto recompensado su esfuerzo con numerosos premios en multitud de festivales de todo el mundo, y con tan sólo dos títulos en su filmografía se postula como un autor creciente al que más nos valdría no perder la pista.

La trama es más que sencilla, mínima, y nos es relatada en apenas unos rótulos al comienzo de la película: el río Enguri es la frontera natural entre Georgia y Abjasia y, al llegar la primavera, sufre crecidas que arrastran materiales que, repentinamente, forman pequeñas islas fértiles. Una de éstas será habitada durante varios meses por un abuelo y su nieta para cultivar maíz y así lograr subsistir. Lo que el espectador verá en poco más de hora y media es precisamente ese proceso de construcción de una casa en dicho terreno y el posterior cultivo de la tierra, con ausencia casi total de diálogos en un curioso acercamiento al cine de ficción con cariz documental. Muchos críticos han invocado referentes que van desde 'Dersu Uzala' (Akira Kurosawa, 1975) hasta 'Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera' (Kim Ki-duk, 2003), y eso se explica por el acercamiento poético a la naturaleza del que se sirve Ovashvili y la capacidad del mismo para hablar de la vida con extremada delicadeza y sencillez, pero no poca hondura. En una entrevista, su director aclaraba este punto, por si fuera necesario, recalcando que lo más importante de 'Corn Island' es mostrar el fluir de la vida, ni más ni menos. Dicho y hecho, su película recala en no pocos asuntos trascendentales de una manera cadenciosa, sin levantar la voz, pasando a formar parte de esas obras en las que aparentemente no pasa nada y, en realidad, ocurre todo. Ovashvili nos habla de los ciclos vitales y de la regeneración implícita en cada uno de ellos en búsqueda del equilibrio natural, de ese eterno e inherente "volver a empezar", y en ese camino bello, melancólico y fanganoso va dejando migas de pan (o semillas de maíz) tales como la pérdida de la inocencia, el despertar sexual, el dolor, el miedo, la supervivencia, la muerte... y una oda al trabajo y al dulce y amargo porvenir que se nos depara sin apenas darnos cuenta. Una pequeña hazaña cinematográfica que recuerda a la monumental 'Boyhood' de Richard Linklater: si bien en aquella eran doce años, aquí nos relatan doce meses en los que uno también tiene la sensación de haber asistido a un pedazo de vida en constante palpitación, y también a la formación de un microcosmos perfectamente delineado en el que sus protagonistas sudan, sufren, lloran, se empapan y se ensucian ante los ojos de un espectador magullado, tal es el grado de realismo debido al excelso trabajo de puesta en escena y diseño de producción, lo que la convierte en un pequeño (gran) triunfo de una cinematografía tan ajena a nosotros como la georgiana.

Y este triunfo tiene dos protagonistas (quizá tres, pues la naturaleza es el omnipresente demiurgo de la historia y del mundo), que no son tanto el abuelo y su nieta como sus miradas, auténticos pozos de humanidad en los que uno bien podría perderse, algo esencial en una cinta que tarda veinte minutos en expeler sus primeras frases y otros veinte en volver a hacerlo. Y en ese duelo de miradas y frases contadas, pero poseedoras de fuerza y sentido ("Esta tierra pertenece a su creador"), emerge el personaje de la nieta y sus ojos curiosos y melancólicos, amén de la extraña sensualidad que destila y que soterradamente recorre todo el film, como la fuerza volcánica contenida que es la etapa de madurez y su correspondiente despertar sexual. Aun con todo, los protagonistas son más bien 'simples' personajes, testigos casi mudos del derrumbamiento del mundo y su posterior resurgir como podría serlo cualquiera de nosotros. La aparición de un tercer personaje en discordia, el del soldado herido, distrae el foco de lo esencial y se desvía del discurso que había primado en el resto del metraje (la solitaria existencia del anciano y la joven), siendo quizá la única nota discordante del relato. Pero la conclusión de ese relato, abrupta y algo difícil de asimilar en un principio, cierra en alto 'Corn Island', pues unida a la escena final, que nos devuelve al comienzo de la cinta, se revela cruda pero brutalmente coherente con el discurso de su autor, ni pesimista ni optimista, sí quizá melancólico, fiel al fluir de la vida que decía Ovashvili.

www.asgeeks.es/movies/critica-de-corn-island-la-isla-minima/
Pableras
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28 de mayo de 2015
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abjasia se encuentra entre Rusia y Georgia, pegando al Mar Negro. Tras la guerra de 1992, Abjasia se autoproclamó república independiente, pero Georgia y el resto de naciones (salvo Rusia) no la considera más que una república autónoma, perteneciente a Georgia. Y así están las cosas, es un territorio de guerra latente, como Osetia del Sur. Aunque oficialmente no haya guerra, soldados rusos, abjasios y georgianos patrullan habitualmente la zona, y los enfrentamientos son más frecuentes de lo que trasciende.

El río Enguri es la frontera entre Abjasia y Georgia. Cada primavera, el río trae suelo fértil desde el Cáucaso hasta las llanuras de Abjasia y Georgia, creando pequeñas islas, trozos de tierra en el río, entre ambos territorios, en terreno de nadie. Un día, un viejo granjero de Abjasia llega con su barca a una de estas islas. Tras comprobar que se trata de tierra fecunda, decide trasladarse allí con su nieta adolescente, construir una cabaña y sembrar maiz.

La película enamora a primera vista. En la escena inicial. Una barca rudimentaria navega por el río Enguri. En su interior se aprecia la figura de un hombre viejo que rema de pie. Es de noche pero hay esa luz que precede al amanecer. La niebla completa el espectáculo visual. Del espectáculo sonoro se encargan los golpes de remo al entrar en agua, las gotas que salpican, las hojas de la vegetación que mueve el viento en la ribera del río, y hasta el propio silencio contribuye al espectáculo sonoro. La belleza del comienzo es decisiva, porque te embelesa y hace que te quedes prendido a la pantalla sin más expectativas que continuar haciendo disfrutar a los sentidos.

Porque estamos ante una película diferente. Se diría que no pasa nada. O que lo que sucede es simplemente ver pasar la vida. Asistimos al modo en que un viejo construye una cabaña, la manera en que remueve la tierra a golpe de pala para sembrar el maiz, la forma en que enciende una hoguera, cómo pesca peces y los prepara para comer, la nieta que trata de negociar el pudor de la pubertad con la necesidad de lavarse en el rio, unos soldados que pasan y saludan, otros que miran desde la orilla a la nieta… en fin, situaciones cotidianas, nada peliculeras. La vida en esa microisla, sin más.

Hay que tener paciencia con la película. Ella no tiene prisa, y el espectador tampoco debe tenerla. Sentarse y disfrutar, sin esperar nada. Hacia el minuto 22 de película se oyen las primeras palabras. La nieta le hace dos preguntas al viejo. El le responde. Habrá que esperar casi otra media hora para escuchar las siguientes palabras. Esta economía de diálogos es chocante y desconcierta. Oyes el viento, el fuego quemando la leña, los disparos de los soldados, los martillazos del viejo con los clavos construyendo la cabaña, pero hablar, casi no se habla. Miradas, gestos, austeridad comunicativa.

Todo se centra en la lucha del hombre con la naturaleza. El viejo tiene que trabajar contrarreloj porque no se sabe cuantos meses tendrá para sembrar y recolectar el maiz, antes de que se produzca la crecida del río y desaparezca la isla engullida por las aguas. Su esfuerzo por construir la cabaña, sembrar el maiz, ocuparse de las tareas cotidianas se hace mayor al tener que estar también pendiente de su nieta, que justo en esos días hace el tránsito de niña a mujer, y de los soldados de uno y otro bando, que vienen y van, y complican aún más su tarea.

Es inevitable acordarse de la maravillosa “Mandarinas”. Y llama la atención que haya dos películas en cartelera al mismo tiempo con la guerra georgiana como elemento común. Además, en ambas el protagonista es un viejo. Por lo demás, nada que ver.

Dirigida por el georgiano George Ovashvili, “Corn island” también llama la atención por ser una coproducción multinacional. Concretamente Georgia, Alemania, Francia, República Checa, Kazajstán y Hungría comparten la titularidad del film.

Excelentes interpretaciones por parte de Ilyas Salman y Mariam Buturishvili, pero sobre todo impacta la sensacional fotografía de esta película, fascinante en cada plano, y que ayuda enormemente a que el espectador no abandone la atención del film, dada la escasez de diálogos.

Pero no se trata solo de contemplar la indudable belleza de las imágenes. La película tiene más, mucho más. La nieta adolescente es la clave. Ella está despertando a la vida, el abuelo lo sabe y tiene que estar alerta. Los soldados merodean al otro lado del río y no la quitan ojo. El maiz va creciendo, la guerra está presente, y poco a poco, lo que parecía una película simplemente contemplativa va cambiando. La sensación de peligro va entrando poco a poco en el espectador. No pasaba nada, y empiezan a pasar cosas…

No recomendaría esta película a casi nadie. Es demasiado especial. Demasiado poética. Demasiado metafórica. Es el arte por encima del espectáculo. Hay planos de una belleza extraordinaria, una expresividad desbordante, que estimulan los sentidos y nos hacen partícipes del inmenso poder de la naturaleza de un modo desgarrado y arrebatador.

Salí del cine sabiendo que había disfrutado mucho pero sin saber exactamente si era una gran película o simplemente me había gustado a mi porque había conectado bien con ella. A estas alturas, sigo sin saberlo. Pero ya no me importa. Si resulta que no es buena y es cosa mía, bendito sea mi mal gusto.

“Corn island” es humilde y minimalista. Para algunos espectadores, seguro que aburrida. Para mí, una valiosa experiencia, una película especial.

https://keizzine.wordpress.com/
keizz
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26 de octubre de 2015
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
William Blake decía que condujeras "tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos" (Proverbs of Hell), y nada más comenzar, esta cinta lo materializa. La primera escena de Corn Island muestra a un anciano que llega a una especie de islote recientemente creado por el propio río; al desembarcar allí, agarra un pedazo de tierra y lo husmea (llegando incluso a paladearlo) para comprobar que esa tierra es apropiada para la cosecha de ese verano. Al cavar un pequeño hoyo para plantar su "estandarte" de posesión, descubre un pequeño objeto que perteneció a otro agricultor (o incluso a sí mismo), lo aclara en el agua y lo guarda en un bolsillo de su chaqueta.

A partir de ahí, la cinta se desarrolla con un lirismo que el alma del espectador absorbe como si fuera una esponja.

En el plano de los personajes destacan apenas dos: el anciano y su nieta. El anciano es un personaje que en seguida nos despierta una especie de compasión, puesto que viéndose ya tan mayor debe aun de seguir trabajando rudamente cada día para poder abastecerse para el crudo invierno. El anciano personifica el verso de Horacio "carpe diem, quam minimum credula postrera", que reza " cosecha hoy, y no te fíes del mañana". Se nos muestra durante casi toda la película en tres estados: realizando alguna labor agraria (mostrando la conexión que existe entre este personaje y su oficio), afrontando una situación de tensión (que el director soluciona con una mirada airada y tajante) y en último lugar, descansando (durmiendo donde le pille). Por otro lado, la nieta es un ramillete donde convergen varias posibilidades de mostrar a un puber en una contienda bélica: en algunas ocasiones observamos en la cara de la adolescente una mirada inexpresiva, pérdida en los montes o en el horizonte del río que puede significar la impasibilidad de un alma acongojada que siente rechazo por mostrar sus auténticos sentimientos nacidos del horror de una guerra; por otra parte, se nos muestra su lado más tierno, cuando el director busca transmitir con sus bellos ojos la melancolía de una joven que ha tenido que crecer antes de tiempo (puesto que al principio del film, la propia adolescente aparta de sí su muñeca) y la cual su piel y su alma han endurecido.

Siendo la parte hablada del film no superior a unas quince o veinte frases, el espectador capta perfectamente aquello que nos quiere mostrar el director. La imagen habla por sí sola: el río Enguri fluyendo en una especie de calma pomposa, las fases de crecimiento de la casa y posteriormente del maizal, algún pequeño travelling para dar más movimiento a la imagen y mostrar mejor el islote, los rostros del anciano y su nieta, la mirada impasible del capitoste abjasio. La decisión del director es mostrar la isla como una especie de oasis en el desierto de la guerra, puesto que ésta se libra apenas a unos metros del islote. La música acompaña a las imágenes; las hilvana y les proporciona un ritmo, como si se tratase de un metrónomo. Esta música ayuda a potenciar el lirismo de la imagen y dotar de personalidad algunos momentos de la cinta. Frente a la belleza y parsimonia de la música que se mueve entorno al trabajo agrario y a la vida en la isla, encontramos que solo enturbian este aura los sonidos bélicos (sonido de metralla, bombas, lanchas militares) que resultan desagradables puesto que rompen la armonía en la que se encontraba el espectador.

Respecto al concepto de la película, muestra una voluntad por construir una identidad nacional por dos razones: la primera de ellas es la visualización del conflicto abjasio, pero no a la manera a la que estamos acostumbrados (bravatas propagandísticas, férreo estudio del contexto histórico, etc). Se trata de una condena abierta a la guerra solo por el hecho de serlo, sin posicionarse en ningún momento con ninguno de los contendientes. A lo largo de la película aparecen ambos lados militares, asemejándose unos a Caronte (que recorren en su barca el lago Estigia que divide el territorio de los vivos de el de los muertos) y otros a una especie de alienígenas que no hablan el idioma endémico de allí. La cinta recuerda bastante en el aspecto bélico a "La vergüenza" (Skammen, Bergman 1968) pero en esta cinta no se recurre a dramatismos. El director pretende dar a conocer a Europa y al mundo lo que ha sufrido su pueblo (y por ende situarse en el mapa), sin recurrir a los métodos que suelen usarse en la cinematografía occidental. La segunda razón de porque esta película busca construir su identidad nacional, es el ensalzamiento del patrimonio natural. Durante todo el film se observan planos en los que se busca mostrar el patrimonio natural de Georgia (aunque solo sea de una zona en concreto). Eso sí, debemos retirar cualquier atisbo de vanidad de esta loa que el director hace a una zona de su país, puesto que en cualquier imagen destaca la humildad de su tratamiento.

Para acabar hay que reconocer que esta cinta recuerda mucho a otra de hace apenas dos años, Mandarinas (Mandariinid, Urushadze 2013), una obra maestra del cine antibélico que fue rodada por un compatriota de Ovashvili. Tanto a Mandarinas como a Corn Island, se le puede aplicar en su epitafio final otro de los proverbios de William Blake: "El gusano cortado perdona al arado".
Ho Chi Minh
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