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Alcarràs

Drama La familia Solé lleva varias generaciones cultivando una gran extensión de melocotoneros en Alcarràs, una pequeña localidad rural de Cataluña. Pero este verano puede que sea su última cosecha: la fruta ya no renta y los paneles solares están sustituyendo a los árboles.
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5
18 de abril de 2025 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace treinta y cinco veranos, mi adolescencia transcurría entre cubos llenos de melocotones, jornadas de sol a sol, camiseta sin mangas, shorts de atletismo y la piel curtida por el sudor, el polvo, las zarzas y las esparragueras. En septiembre, cambiaban los frutos, pero no el esfuerzo: se formaban montículos de avellanas mezcladas con arena y hojas secas que luego el tractor cribaría pacientemente, mientras nosotros recogíamos a mano, una a una, las que se escapaban.

Una vez me picó un escorpión, el muy cabrón. Otra, una avispa se cebó en mi espalda mientras cogíamos higos —los «higos de puta», maduros hasta chorrear miel. Y sin embargo, lo que más recuerdo de aquellos días no son las picaduras ni las heridas, sino los escarceos furtivos con chicos de pueblos vecinos, los baños nocturnos en balsas de agua verde bajo la luna, las comidas de mi tía tras las faenas y la sonrisa cómplice de mi padrina Pepa, matriarca absoluta de aquella família rural donde —y esto lo diré alto— las mujeres mandaban.

«Alcarràs» (2022) es un producto folletinesco de los pijos neo progres con ínfulas izquierdosas, disfrazado de neorrealismo (Rossellini se revolvería en la tumba). Con una estética sucia, no elaborada, borrosa e indescifrable —tanto en lo que respecta al aparato técnico como en la narrativa—, se presenta como una especie de catálogo turístico para guiris despistados o urbanitas que, en el supermercado, no distinguen un calabacín de un pepino.

Basta con fijarse en las incongruencias temáticas: se venden como un grito de denuncia social dos polos opuestos, como si el enfrentamiento entre placas solares y vida rural fuera un dilema existencial sin solución. Con gran astucia, la directora nos enfrenta el valor del mantenimiento de un modo de vida rural frente al «exterminio» de animales salvajes, esos supuestos conejos plaga que, en realidad, forman parte de un equilibrio cinegético necesario. He cazado, y ese discurso infantil de que los cazadores son asesinos despiadados me resulta delirante. En el campo existe una balanza ecológica que mantener donde la caza cumple un papel regulador. Pero la Simón lo retuerce, lo juzga, y lo empaqueta con pretensiones ideológicas que harían sonrojar a cualquier pastor de cabras del Matarraña.

Y de órdago es ya la maliciosa introducción de la cuestión del racismo, abriendo el melón, sin atreverse a trincharlo del todo, sobre la realidad de los inmigrantes. «Mirad los pobres payeses», susurra la astuta serpiente, «off the record», «pero fijaos también qué racista es Quimet, que llama «morets» a los temporeros y les paga en negro» (¿valga la redundancia?). No sé si estamos ante un ejercicio de cinismo de manual o un patoso tropiezo de estudiante de primero de Comunicación Audiovisual. ¿Acaso la señora Simón no es consciente de que —como en Estados Unidos con los mexicanos, o en Israel con los palestinos— entre inmigrantes y sectores como el agrícola existe un pacto tácito de pura supervivencia mutua? ¿O prefiere fingir que no lo sabe, mientras la misma Europa que subvenciona sus películas mantiene acuerdos económicos y migratorios con gobiernos del norte de África para frenar los flujos migratorios antes de que lleguen a las costas de Almería o de Tarragona? ¿Es que ignora que se multa a las embarcaciones de Open Arms si osan salvar vidas sin el beneplácito administrativo de Bruselas? Esta contradicción entre lo que denuncia y lo que la sustenta convierte su crítica en una burda hipocresía.

Si a eso le sumamos la manipulación política que rodea premios, nominaciones y presentaciones, a cargo de una farándula perfectamente engrasada y entregada a las administraciones pseudo progresistas, el resultado es una aberración estética, cultural y ética. ¿Cómo explicar, si no, que películas con garra, hondura y verdadero colmillo como «As Bestas» (2022), dirigida por Rodrigo Sorogoyen, quedaran arrinconadas por la pompa institucional y la propaganda que empujaba a «Alcarràs» en volandas?

«Alcarràs» poseía una base narrativa potentísima. Una propuesta argumental suculenta como esos melocotones que casi se pueden oler a través de la pantalla. Pero el problema llega con su ejecución: vacilante y deshilachada. El desarrollo dramático naufraga, los personajes se diluyen y la presentación de valores se convierte en una ensalada de intenciones mal cocinadas.

¿Naturalismo? ¿Actores no profesionales? ¿Acaso eso garantiza el verismo frente a la cámara? ¿No hubiese sido más honesto hacer directamente un documental? En cierto modo «Alcarràs» lo es... pero un falso documental, uno que juega peligrosamente con las medias tintas entre la realidad y una ficción manipulada. Una ficción que pretende emocionar pero se queda en pose. Su desarrollo narrativo se estanca en una línea plana, sin altibajos, sin conflicto, sin arco alguno. Todo construido a base de planos fijos, encuadres prolongados y movimientos de cámara tan rutinarios como previsibles. Una estrategia de hipnosis barata que busca seducir al espectador, con la esperanza de que la inmovilidad aparente sea interpretada como profundidad.

Lo realmente insultante es el tratamiento que hace de los personajes: incultos, estúpidos, mezquinos y cobardes. Un abuelo prematuramente senil. Un chaval postadolescente que planta marihuana en medio del Segrià. Un retrato juvenil tan tópico que cansa. Un padre de familia que no articula más que gruñidos, tacos y blasfemias... una tribu que ni los Picapiedra. Como si la gente que trabaja la tierra no supiera leer, ni hablar de leyes, ni tener ideas propias. Lo que no sabe la «señora» Simón, porque no lo ha vivido, es que durante las largas jornadas de trabajo al sol, entre cajas de fruta y almuerzos compartidos, hablábamos de poesía (se recitaba a Quevedo, a Maragall), de historia, de política, de derechos y deberes... Aprendí más en la sabiduría callada y profunda de mis tíos que en la Universidad.

El modo de vida del agricultor se enfrenta a profundos cambios y retos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero no de la manera ni con el enfoque reduccionista de la directora, que opta por un «machambrao» entre reportaje «light» de fin de semana y postales rurales de corte decimonónico. La realidad es mucho más compleja. Simón elige retratar a una familia de arrendatarios de tierras cuyo propietario, de forma perfectamente legal, decide destinarlas a una instalación de placas solares. Curioso, por cierto, que ese negocio fuera pronto fagocitado por los monopolios mafiosos que controlan la producción eléctrica en España.

El auténtico drama es el del pequeño propietario que intenta, no ya sobrevivir, sino mantener vivo el patrimonio familiar que ha dado de comer a generaciones. La ruina de muchas cooperativas, hundidas por la mala gestión, la corrupción y el fraude; y en cómo algunas de las que sobreviven se han convertido en auténticos holdings que devoran a las pequeñas. Ahí el foco real de una denuncia honesta. Pero Simón ha preferido quedarse en el drama particular que no le deja ver el melocotonal por culpa de un solo melocotonero.

Los limoneros (Etz Limon, 2008), del director israelí Eran Riklis, ofrece un relato de una mujer palestina enfrentada a la absurda maquinaria del poder israelí que pretende talar sus árboles en nombre de la seguridad nacional. Riklis no necesita recurrir ni a la lágrima fácil para conmover. «Alcarràs» reduce su propuesta a un revoltijo, sin tesis clara ni nervio narrativo, de setas deshidratadas que se pretende suculento, pero que acaba siendo poco más que esa «fullaraca» de avellano que cruje bajo los pies a finales de septiembre.

Dentro de un eje que vaya desde el drama social hasta el documental, lo que encontramos es una pieza desdibujada que no acaba de decidir qué quiere ser. En un extremo tenemos Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) de John Ford, adaptación de Steinbeck, que es probablemente el retrato más sólido y compasivo del desarraigo campesino en contexto de crisis económica, desplazamiento forzoso y lucha de clases en la América profunda. En el otro extremo, Los habitantes de la casa del diablo (2015), de Iván Reina Ortiz, es un documental que, con una crudeza austera y sin maquillaje, retrata el abandono institucional y la miseria en una casa «okupa» de Granada. «Alcarràs» queda en tierra de nadie.

El supuesto mensaje de crítica social queda aún más diluido por un apartado sonoro caótico, fragmentado y deconstruido. Para colmo, quienes la vimos en versión original —en nuestra lengua materna, el catalán— fuimos quizá los más damnificados. Y no por el idioma, que quede claro: el catalán occidental se entiende perfectamente en todo el dominio lingüístico. El problema es otro. La falta de vocalización, la dejadez en la dicción y la absoluta ininteligibilidad de muchos diálogos (formados en su mayoría por gruñidos, tacos y expresiones abruptas) no solo impiden seguir el escuálido hilo narrativo, sino que dinamitan cualquier posibilidad de empatía con los personajes.

La ausencia casi total de banda sonora extradiegética —decisión artística, vale, legítima— se convierte aquí en un factor agravante. Porque no hay sustituto eficaz para la palabra cuando esta falta y, si se opta por el silencio o el ruido ambiental como soporte narrativo, más vale dominar el lenguaje visual y emocional hasta niveles sublimes.

«Alcarràs» podría pasar por un lienzo capaz de despertar emociones, recuerdos y vivencias... incluso en esos urbanitas idealistas, «moderniquis» con culpa de clase, que se dejan seducir por una poesía vacía de contenido. Pero el cine, a diferencia de la pintura o la poesía, exige estructura, ritmo, narración y discurso.
Con una forma indefinida, una identidad desdibujada, y descontextualizada del marco histórico y tradicional que define precisamente aquello que pretende retratar, «Alcarràs» se convierte en un fiasco superficial, un espejismo hueco, como un buñuelo de Semana Santa.
¿El Oso de Oro, señora Simón? Perdone, pero yo no le habría dado ni uno de peluche.
4
22 de mayo de 2022
23 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se desea contar una historia de injusticias, pero en mi opinión la simplificación hace que la historia pierda credibilidad. Y en la que se sigue mostrando al agricultor como alguien débil, tan débil y no es creíble a mi me saca de la historia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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¿De verdad que tras 80 años van a perder las tierras?. El señorito cedió la propiedad o el usufructo y les digo una cosa, en los pueblos no sabrán de ciertas cosas pero de saber las leyes de herencias y tierras si saben. De verdad sólo van a cosechar? Y ya? No es creíble.

Un agricultor de fruta de hueso es un agricultor moderno, y tienen que estar al tanto de nuevas variedades, tratamientos, ayudas, prestamos, no es fácil.

La película trata de dar una visión múltiple pero también es muy partidista. En que medida ese agricultor explotado por el señor Pignol explota a los temporeros, porque ese mundo está ahí y no se menciona.

En que medida sería interesante hacernos pensar que la actividad agraria tiene un impacto mucho mayor que las placas solares, y sería interesante mostrar esa controversia.

O, en que medida el ese agricultor era de esos que eliminó de la gestión a las hermanas por esas cosas de mayorazgos y ahora se queda sin un duro y de alguna forma es una venganza divina. No lo plantea y habria sido interesante

Tan interesante como hacer ver al espectador consumidor que el es responsable de ello, ya que decide que tipo de fruta compra y donde y que no solo es culpa de una gran superficie que parece tan abstracta y maléfica como el ojo de Sauron. Y no las cosas no son tan simples.

Por otro lado y ya desde un punto de vista agronomico.

Desde cuando las uvas de mesa se hacen mosto
Por qué riega el cáñamo en un maizal si las necesidades de agua del maíz superan a las del cáñamo y tendría riego

Que necesidad hay de pulverizar los fitosanitarios sin la protección adecuada y ahí ellos son responsables y no porque no tengan medios.

Por qué el tractor viejo no lleva barra antivuelco, que tienen tres tractores y uno de ellos guapísimo de lo mejor.
4
23 de octubre de 2022
14 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uf !! No sé ni como empezar...

... pero lo que sí sé es que voy a buscar la cinta aquella que grabé hace ocho años en el pueblo de mis suegros, cuando mis hijos me ayudaban a recoger ciruelas claudias de la huerta y el vecino de la casa de enfrente vino a decirme que su sobrina se había ido a estudiar al extranjero, porque con semejante historia, y visto el nivel que hay, creo que puedo optar a tres o cuatro goyas (y a varias subvenciones),

Lo veo fácil.
4
16 de noviembre de 2022
9 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Cómo va a ser valiente si el que te llena el plato te lo puede vaciar?
¿De verdad alguien piensa que puedes encontrar contenidos valiosos en un producto financiado por instituciones tan enfangadas en lo oscuro cómo las que aparecen al principio del metraje?

Los premios ya no significan nada, podemos concluir. Estamos en el tiempo de la matrix más oscura.
Hace unos meses la nota media era 7,5, y bajará más. A mí también me engañó.

Acaba "Alcarrás" y siento el vacío. El vacío del tiempo perdido. El vacío de lo engolado.
Empieza "Alcarrás". Tras diez minutos de "Alcarrás". Veinticinco minutos. El segundero te golpea.

Se dice que la película es una despedida de una forma de vivir. El problema es que la propia cinta parece que facilita esa despedida, ayuda a echar tierra sobre la tumba de la vieja ruralidad.

Tampoco es que se muestre la vieja ruralidad, no nos comamos los mocos. Yo veo a una familia acomodada que funciona con el método de trabajo moderno, esto es, tractores, asalariados emigrantes, sulfatando... Aún con todo, los compadezco, confiaron en los gobernantes y ahora lo van a perder todo...

"Alcarrás" te sumerge en el letargo. Utiliza una metodología que planta su foco en las reacciones faciales de quienes observan los hechos, sin que estos últimos se muestren. Quizás no sea mala idea, pero en mi caso solo ha provocado somnolencia constante.

La historia sin historia. La denuncia sin denuncia. Las interpretaciones sin interpretación. El cine sin cine.

Cine flojo, cine blando, cine en el fondo pretencioso, cine falto de vigor, cine sin olor, cine que opta a estatuilla sin pisar el barro. Un 3,6.
2
7 de septiembre de 2023
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Cómo es posible que teniendo un peliculón como "As Bestas" la Academia elige este bodrio indigesto para enviarlo a representar a España en los Oscar? Y aun se sorprendían de que allí no pasase la primera criba de 15. Inaudito.

Una historia dramática que podría contarse en menos tiempo y con más sangre se alarga lánguidamente durante 2 horas sazonada por un sopor y un tedio sin límites y unas actuaciones ridículas, planas, vergonzantes.

A veces me daba la sensación de estar viendo un video casero de esos insoportables que te ponían unos amigos de un viaje o de una boda que ibas temiendo ver porque sabías a lo que te exponías, pero al menos veías gente conocida o lugares remotos, pero aquí lo único que ves es un secarral y una gente soberanamente aburrida, gris y sin emociones.

Lo único por lo que no le doy la nota mínima es por la fotografía, aunque tampoco es para tirar cohetes.
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