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Críticas 206
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
7 de mayo de 2021
43 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de haber leído todas las críticass de este foro y teniendo todavía fresco el impacto que me produjo el visionado de la película hará ya unos cinco meses más o menos, sigue haciendo mella y eco en mi mente, el mensaje de este bello producto de Rodrigo Sorogoyen. No sólo ya como pretendida crítica social y/o política de la República de Mortadelo y Filemón a la que llamamos España (yo lo haría extensivo a toda esa patética cultura borreguil de Occidente, que no termina de culminar su decadente ocaso), sinó también como apisonadora lección de moral y ética, y retrato psíquico (caricaturesco, eso sí) del homo brutalis contemporáneo, tanto individual como colectivo, a cuyo lado un cromañón o un neandertal parecerían poco menos que Albert Einstein o Wolfgang Amadeus Mozart (sólo por citar a dos grandes genios de la Historia).

Tal es la riqueza de la carga de significados que nos transmite el código de «Que Dios nos perdone», que hasta incluso la trama de la investigación de los asesinatos perpretrados en esta sofocante Madrid (podría haber sido cualquiera de las modernas capitales de la actual dictadura global disfrazada de comprometidas democracias), se antoja anecdótico y secundario.

Lejos de considerarlo como una obra maestra, ni mucho menos, coincido en varios puntos con los fans y entusiastas, tanto de la cinta como de su director (citan mucho a «La Isla Mínima» y «Stockholm» como referencias, pero esta es mi primera cita con el realizador), de algunos de los cuales me ha fascinado el nivelazo de sus escritos, a la altura de esta tan lograda como exitosa producción.

Sin embargo, y desde el principio elemental de la sabiduría popular, desde donde se reza que todas las comparaciones son odiosas, no comparto esa cuasi obsesiva denominación de ‘thriller fincheriano’, con la que tann ligeramente se ha etiquetado a la película. En su día vi «Seven» en el cine, y les puedo asegurar que para mí sería como si me dieran a escojer entre un «bollicao» y una rosquilla de mi abuela Angelina (en paz descanse); o entre una de esas manzanas de supermercado, que como todas las demás, sólo sabe a pepino, y un maduro melocotón que rezuma dulzura en su jugo al hincarle el diente, nada más cogido del árbol.

«Que Dios nos perdone» tiene en verdad las cualidades que la identifican en ese género mal llamado «cine negro»; ese cine que ya en los cuarenta nos presentaba unos personajes cuya moral, personalidad y vicisitudes, los aleja por completo del tópico de «malos y buenos», y el devenir de los acontecimientos en el transcurso del guión, no dependía de tales atributos, como sucede en los cuentos de héroes (ya sean mitológicos o cotidianos). Personajes grises, historias grises, valores turbios... en fin «cine gris», que los celuloides en blanco y negro como «La Jungla de Asfalto», «Fuerza Bruta», «El estraño amor de Marha Ivers»... y tantas y tantas que legaron un estilo narrativo que Sorogoyen ha embellecido con tópicos de rancio abolengo, ambientados entre unos castizos bajos fondos, y la espuria realidad de su cara postmoderna. Ese toque tan autóctono al que ya nos tiene acostumbrados, por ejemplo, José Luís Garci.

Sorogoyen logra romper la barrera de los complejos, y supera con creces a «Seven», que con un Brad Pitt guapísimo, y un Morgan Freeman imponente, en plena forma interpretativa, no logra camuflar el nivel de la bisutería, ante una joya en donde el crimen y el suspense pasan al plano de lo accesorio, y se funden con delicadeza en ese proceso que, con maestría, nos explica el horror a través de la belleza del arte. Mientras que «Seven» es pornografía de la muerte en su puro estado, «Que Dios nos perdone» es poesía.

Y si la imagen, muy bién cuidada por una fotografía que pone la luz en consonancia de lo crepuscular y decadente de la atmósfera recreada, con una cámara que en sus encuadres nos sumerge constantemente en la realidad diegética de los protagonistas, compone en el montaje una excelente métrica de versos, la tremenda partitura de Olivier Arson, perfectamente acompasada con el ritmo narrativo que marca el guión, termina de aprisionar el vilo del espectador durante todo el metraje. Una soberbia música orquestal, como las de antes, que pone las tildes en la expresión dramática de actores, escenas y encuadres.

A diferencia de muchos filmes transatlánticos (aka, importados de yanquilandia), en los que se echa mano del cliché de la antagónica pareja de polis, que a la par que son radicalmente distintos entre sí en sus usos y personalidad, se complementan, y marcan una clara o total diferenciación del villano de turno, el dúo formado por Antonio de la Torre y Roberto Álamo, no cumple la misma función: lo que aquí sostiene la trama, es el equilibrio que mantienen los respectivos perfiles de la tríada formada por los dos susodichos, no menos turbios que la figura del asesino en serie (Javier Pereira).

Si alineamos estos tres astros del arte interpretativo, en el espectro del psicodiagnóstico clásico, obtendremos a respectivos representantes de este contínuo, que va de lo neurótico (Álamo), a lo psicótico (Pereira), pasando por ese «border-line» central, donde se hallaría el personaje de Antonio de la Torre, con un pie en la realidad, y el otro en su particular mundo. Con un claro desequilibrio entre su brillante racionalidad, y su incapacidad de expressar sus emociones y/o de establecer relaciones sociales sanas. Un tanto manipulador, y con trazas de síndrome de Asperger.

Flanqueado por un lado, por su compañero de andanzas Alfaro, de carácter expansivo, agresivo con casi todo el mundo, en especial con sus compañeros... un volcán en contínua erupcion, incapaz de mecer su rabia y frustración; y del otro, Andrés, el asesino en serie, preso de su malsano apego a una figura materna que representa un tiránico sometimiento hasta desde la enfermedad, e incluso el más allá, y tal vez sumado ello a un trauma pasado que lo ha precipitado al ojo de su transtorno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La violencia a la que Velarde, Alfaro y Andrés someten a sus congéneres, es la misma de la que, al tiempo, han sido y están siendo víctimas. No deja lugar a la escapatoria a quienes la padecen. Nos transmite la sensación de asfixia, simbolizada en una ciudad castigada por un sol de justícia, cuyo calor se hace más insoportable con el bullicio de masas.

Ese rasgo simultáneo de víctima y verdugo de los tres protagonistas, que a cada cual le hace tan aborrecible como humano, que no nos permite justificar sus acciones, pero tampoco proyectar en ellos la figura del mal, los hace más patéticos que infames.Ello realzado en ese punto satírico de algunas escenas: Alfaro escarbando en el césped para enterrar a su perro; a Velarde cayéndosele la pistola de la forma más tonta ante un sospechoso; y Andrés entrenándose en una cinta en calzoncillos, en vez de usar normal ropa de deporte. Por no mencionar la inadaptada tipología de vínculo que cada uno tiene con las mujeres.

Como en toda pieza de cine «noir» o «neo-noir», aquí también tenemos un principio moral, legal o humano que orienta al espectador,en ese aura de niebla gris que envuelve a los caracteres principales, y al entorno en el que se hallan ubicados (una zona urbana antigua y degradada): el serial asesino de turno se cebe con viejecitas, cuyos cuerpos desnudos se nos exponen en la sala de autopsias; no se trata de incautos adolescentes, ni de personas en cuyos «pecados capitales» (como ocurre en «Seven») el criminal puede pretender justificar sus fechorías.

No ha lugar a la compasión para con Andrés; en cierta manera, se garantiza el proceso de identificación con la pareja de sabuesos, que van a la caza del violador y asesino de ancianas. Sin tregua ni descanso. Hasta tal punto que Alfaro lo paga con su vida, y Velarde con una oportunidad de establecer una relación sentimental sana, persiguiendo al villano hasta el confín norte de la Península, y propinándole una buena paliza. Momentos en los que, cada uno por un camino, hallarían su propia redención. Curioso es que este final queda un poco entreabierto, con la duda de si Velarde acaba con la vida de Andrés, o lo deja respirando malherido ( la diferencia se me antoja sustancial).

El guión peca de un desenlace poco claro, un final atropellado y lleno de mircroelipsis que dejan elementos confusos, y restan credibilidad a la resolución. Así como algunas escenas, por ejemplo la del obispo desayunando con la niña... ¿qué se insinua con ello? ¿soltar el indicio de que el clérigo sea pedófilo, y tal vez pretenda que asociemos que uno de los traumas de Andrés fuera un abuso sexual en la época que hizo la primera comunión?

Tampoco acaba de sacar partido a elementos circunstanciales del argumento, como es la visita del Papa, de la que apenas vemos una escena en el metro, de peregrinos alborotados por el pollo que arman en el metro los dos agentes; y el movimiento del 15M, que casi ni se menciona. Y con ello tenemos que echarle mucho a la imaginación para poder asociar la relevancia de estas dos efemérides en la trama.

De todos modos, se trata de pecados veniales por los que podemos dar la absolución a Sorogoyen, al que
se tendría que haber dado el premio por reflejar una realidad que seguía siendo de actualidad cuando se rodó la película en 2016, y así hasta 2021.

Siguen vigentes el salvajismo y la brutalidad de una sociedad hipócrita y unos poderes corruptos que la controlan, empezando por someter a cada persona a practicar la violencia contra sí misma, o a descargarla directamente sin escrúpulos, en favor de los propios intereses. Nadie perdonará al asesino de ancianas. ¿Y quién perdonará a los maderos nacionales y civiles que aporrearon sin piedad a las abuelas catalanas el 1 de octubre de 2017? ¿Quién perdonará a los gobiernos, administraciones e instituciones que, con sus medidas erráticas y estúpidas, han permitido que tanta gente mayor muriera de soledad y depresión, en residencias, hospitales y hogares?
10 de abril de 2021
40 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su primicia como director, el euskaldun Galder Gaztelu-Urrutia salta al ruedo sin reparos, y con todo el equipo de producción esculpe, en su esencia, una imagen de la propia existencia humana.

“El Hoyo” presenta su núcleo argumental en un lenguaje narrativo que podemos entender, tanto bajo la óptica de la filosofía, como de la psicología, la literatura, la sociología, la política... incluso desde lo espiritual o religioso. Son múltiples, pues, los sistemas de significados con los que interpretar el código de símbolos y la relación entre ellos que articula el guión.

Luego, para poder tener una aproximación lo más clara posible a la realidad que describe esta pieza cinematográfica, es necesario verla en todo su conjunto poliédrico; permanecer enrocado en una única perspectiva, es más, en un posicionamiento (sobre todo si éste es de caràcter ideológico), atribuyéndole un sentido unívoco al contenido, una visión lineal y cerrada, implicará quedarse con una idea incompleta, mutilada, y supondría negar al espectador, la función que tiene toda forma de expresión artística, de establecer un vínculo de identificación. Equivaldría a hacer de ella una triste caricatura, a la que la industria del cine nos tiene acostumbrados con muchos de sus productos.

A mi modo de ver, el mérito de esta cinta queda avalado, no tanto por sus premios y nominaciones (que ya sabemos como funciona casi siempre eso de la farándula), sinó por la capacidad de trenzar una estructura, tras la cual se percibe un trabajado y dominado bagaje cultural y de conocimientos previos, por parte de sus creadores.

Gaztelu-Urrutia logra conjurar los diferentes recursos para ir desarrollando el discurso en sus distintas partes, sobre un esquema narrativo básico que se antoja sencillo y sin dificultades para seguir el hilo.
Lo encaja en unas coordenadas espacio-temporales definidas, pero sólo en apariencia; para que podamos figurar un contenido abstracto, de aplicación universal, pues lo que en esta película se trata ha sido, es actualmente, y será desde, y mientras, que el ser humano tenga consciencia del “sí mismo”, de su individualidad y de la relación de ésta con el colectivo social del que sienta que forma parte.

De modo que ese llamado “futuro distópico” en el que se sugiere ubicada la acción, no deja de ser un contexto atemporal con vigencia en cualquier época histórica (de hecho, el futuro no deja de ser una ilusión, un constructo de nuestra mente repleto de condicionantes y expectativas).

En el plano del espacio, lo que técnicamente es (a parte de la oficina de la empresa y la cocina en la presentación) una única localización; un único encuadre, claustrofóbico y asfixiante, solamente con variaciones en la iluminación y elementos accesorios del set (apenas sólo el estado en el que está la bandeja de comida según el nivel), consigue crear en nuestra imaginación, por efecto de extrapolación vertical, con el número de niveles que nombra, con la secuencia del montaje, un espacio virtual mucho más gigantesco, estremecedor por lo inmenso (y o infinito) de su fondo, y lo inalcanzable que se antoja el nivel superior.

Jon D. Domínguez (fotografía), maneja los encuadres, los planos, y las secuencias de los mismos de modo que convierte estas reducidas dimensiones en algo hiperdinámico, alimentando el ritmo narrativo, e infundiendo a la vez, el vértigo de lo insondable.

La banda sonora, discreta pero en harmonía con el resto de elementos del código que usa el guión para transmitirnos su mensaje, es el pedal con el que se mantiene la base de esta contínua atmósfera.
Destacable el trabajo de los personajes; papeles, sobretodo los de los protagonistas, de un alto nivel de exigencia; de interpretación, i en buena medida de caracterización de los mismos. Pues ellos condensan esa carga simbólica que se puede desplegar en infinidad de diferentes significados. La relevancia clave de su actuación, así como la de los secundarios, no radica solamente en unos diálogos bien construídos, aparentemente calculados y meditados, en los que no parece perder el tiempo en merodeos intranscendentes, sinó también en el juego de conductas y expresiones emocionales que constituyen una paralingüística más elocuente, y que también ayuda a desencriptar el código de lo hablado.

Habrá quién pueda pensar que las actuaciones, sobretodo en las escenas más crueles, despiadadas, descarnadas y truculentas, pueden rayar lo exagerado, lo grotesco. Pero esta guisa de histrionismo intencionado, no tiene otra función que la de dar relieve, con toques satíricos, al mensaje del argumento.
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Para nada resulta gratuito, pues, por muy estrafalario que nos parezca, el que el personaje de Iván massagué decida meterse voluntariamente en aquél berenjenal, que será un terrible suplicio para él, como “terapia” para dejar de fumar (¿acaso para muchos no supone un auténtico “infierno” dejarse los pitillos?)

Toda una metáfora del que haciendo uso de su libre albedrío decide dejar una zona de confort, en la que se vive de productos sustitutivos, pero que a la larga suponen un coste para el propio crecimiento personal (en el caso del tabaco, la salud y la economía), para adentrarse en la aventura del descubrimiento del “sí mismo”. Bucear en este mundo, y a según que profundidades, supone la mayoría de veces un alto precio en sufrimiento. El sacrificio, el “sacrum factum” (el sumo acto sagrado de todo ser humano que se enfrenta a sí, y lo hace por medio (y para) del “otro”. Descubrise a uno, es descubrir a los otros. Y en última instancia al Todo del que, con ellos, se forma parte.

En ello se fundamenta el llamado “mito del héroe”, que tenemos incrustado de milenios ha en nuestra genética psíquica, y que de forma tan recurrente, constante, casi siempre presente, queda plasmado en las manifestaciones artísticas del ser humano. Ese ser que se debate entre la utopía (el idealismo, las expectativas, el anhelo... “The Platform”) y la distopía (el principio de realidad... “El Hoyo”). Eterno conflicto que se nos desgrana disociado en los quijotescos personajes de Goreng y Trimagasi. El libro: la razón, el pensamiento, el sentimiento que une éstos a las emociones... el cuchillo, el instinto de supervivencia, el principal condicionante de nuestras conductas; lo que compartimos con el reptil... (a Zorion Eguileor sólo le faltan las escamas, unas alas y unas buenas garras para parecer uno de esos dragones a los que se enfrentará nuestro idealista caballero andante).

Después de una primera fase en el que el ideal, el caballero, vence a ese instinto básico, viene el momento de saltar a la plataforma; seguir el viaje tomando el control sobre ese azaroso condicionamiento del viaje de la vida que parece llevarnos después, de cada sueño, de momentos más tortuosos, a otros más fácilies y dulces (los niveles).

El héroe decide descender a lo más oscuro, a lo más profundo que piensa creer conocer, el nivel 273 (-273º C es la temperatura más baja científicamente registrada; el 0 absoluto en la escala Kelvin)... intentando salvar lo más puro de su espíritu (la niña), y preservar lo más fràgil, su integridad, su inocencia (la panacota). Pero tiene que descender más... traspasar lo conocido y adentrarse en la profunda oscuridad; tocar fondo. Ese nivel 333, que si acertamos a discernir su significado en las fuentes de la numerología, hallaremos el concepto del cumplimiento del ideal, alcanzar la plenitud, conseguir un destino escogido.

Ahi, en lo hondo, el infierno se convierte en luz más allá de los sueños. Y el caballero andante, el ideal, se reencuentra, se reconcilia con el principio de realidad del que había creído despojarse, mientras contempla la salvación de su alma (la niña), y el retorno de su frágil y vulnerable ser (la panacota), al origen (la cocina).
Sea en clave de Fausto, de Hamlet, de Lancelot buscando el Santo Grial... o de Don Quijote de la Mancha (de un lugar del que no quiero acordarme), en otro lenguaje, que nos retrotrae al que usaran los de la “Fura dels Baus”, tenemos el mismo cuento. Todas estas obras han sido traducidas a muchos idiomas: el de Galder Gaztelu-Urrutia, otro más que funde en eficaz aleaje a todas ellas.
11 de mayo de 2021
43 de 49 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una docena de películas realizadas hasta la fecha, Mark Tonderai tendrá que aplicarse a fondo si pretende consagrarse como un reconocido director de cine. Mas conocido por su labor para la cadena británica BBC, donde produjo su propio show televisivo, el celuloide es uno de tantos otros frentes a los que ha dedicado su tarea professional sin, digamos, distinguirse demasiado, por no haber hecho más que productos con pretensión comercial, sin un estilo propio ni ambición clara, como autor de lo que se podría llamar una obra de arte. Y, en resumidas cuentas, de eso se trata el cine.

El hecho de que, como he leído, «House at the end of the street» (título que ya de por sí sugiere más una «soap movie» o telenovela, que una esperada historia de terror u horror), saliera directamente acuñada en DVD’s, parece ya que la cinta, sólo por esto, quede despojada de la dignidad de arte, para pasar a ser un mero artículo de supermercado; cosa de por sí humanamente injusta, y académicamente poco correcta, ya que la calidad de un film no puede ser medida por criterios de taquilla, ni mucho menos por las subjetivas apreciaciones de quien se basa en si «da miedo», o es o deja de ser «aburrido».

Con sus dos primeras piezas, «Pánico» (aka, «Hush»), de 2009, y «House at the end of the Street» (2012), Tonderai hace su mise en scène con la claqueta, pretendiendo rendir tributo a sendos trabajos de culto, respectivamente: «El Diablo Sobre Ruedas» (1971), ópera prima de Steven Spielberg, y primera lección de lo que debe ser el terror sobre el asfalto; y «Psicosis» (1960), de Alfred Hitchcock. A ésta última, el bienintencionado homenaje con el que no termina de subir la masa de esa tarta rodada en Ontario (Canadá), de correcto sabor, pero de bizcocho poco consistente e infraelaborado. Y no es porque la levadura de la receta, una historia corta de Jonathan Mostow, cofirmante del guión, sea de mala raza. Sinó más bien la flojera del producto final es debida al poco atino y experiencia de quién se sentaba detrás de la cámara.

El argumento daba mucho más de si, y queda explotado bastante por debajo de sus posibilidades. Si bien el ritmo narrativo es correcto, acorde con el desarrollo de la trama, sin prisas pero sin pausas, su intensidad dramática queda desvanecida por momentos, y apenas la sustenta una decente partitura de Theo Green, que obviamente no es la obra maestra que compuso Bernard Hermann para «Psicosis».

La predominante oscuridad de la fotografía, en la que se prodiga Miroslaw Bazsac en escenas críticas, tiende a perder al espectador, así como un montaje un tanto lioso, que entorpece más que ayudar a seguir el hilo de la historia. Aunque hay que resaltar, en su favor, que de una belleza evocadora especial es la escena de Elissa, rescatada de la lluvia por el coche de Ryan, al que termina subiéndose. Aquí solo faltaría el gatito, para evocar a la empapada Audrey Hepburn en «Breakfast at Tiffany’s». O los estremecedores «flash back», en blanco y negro, que nos trasladan diegéticamente a los fragmentados y traumáticos recuerdos de la infancia del muchacho.

El trabajo interpretativo se aguanta con pinzas en los tres personajes principales de la historia: Elissa, Ryan y Sarah. Los secundarios poco aportan, y los actores que los caracterizan, poco hacen para hacer valer el rol que desempeñan. Gill Bellows, en su papel de agente, poco convincente resulta; no queda claro si su función es de encubridor, o de sabueso despistado. Y el repelente Tyler, encarnado por Nolan Gerard Funk, no pasa de ser un pretendiente obsceno y maleducado, que nada más empezar la pel·lícula, ya vemos que queda descartado como príncipe azul del cuento.

Del trío protagonista, Jennifer Lawrence es la que menos relevancia dramática tiene, aunque encabece los títulos de crédito. Conocida por su papel en «Los Juegos del Hambre» (2012), en donde el gran Donald Shutherland les pasa a todos la mano por la cara, apenas logra figurar su presencia más allá de sus incipientes habilidades vocales, del escote y de una excesivamente maquillada jeta. Ya sea por la escasa verosimilitud que transmite su actuación, o porque el guión no da más para ella (toda una lástima), la podríamos asimilar a un balón o pelota de tenis que se va dando rebotes entre la frustrada maternidad de Sarah, su progenitora, y las seductoras atenciones del tan tierno y dulce, como sombrío Ryan.

El peso, pues, recae sobre la veterana Elisabeth Shue, a la que algunos ya conocemos desde sus primeros pasos en franquícias como «Karate Kid» o «Regreso al futuro», pasando por su aparición en algunos films decentes (como « Leaving Las Vegas» (1995), «El Santo» (1997) o «El hombre sin sombra» (2000)), y algunos otros bastante deleznables; y sobre el hermosísimo Max Thieriot, no sólo por su irresistible atractivo físico (que poco tiene que envidiar en este sentido a Anthony Perkins), sinó por su esforzado intento de sacar adelante su personaje, bastante malbaratado por las chapuzas del script, y por la construcción de los diálogos.

Lo peor de éstos no són las insustanciales y soeces conversaciones en las escenas del grupo de adolescentes, del que Tyler pretende ser el centro de atracción sexual de sus féminas, y al que el aspirante a gorila plateado tiene comprados con los mil pavos mensuales que su ingenuo padre dona a una supuesta «oenegé». El trabajo de David Loucka no da lo suficiente al motor de arranque, y echa a perder un libreto del que se podría haber obtenido una cinta de órdago.

Más que ayudar a los intérpretes a despegar, les hace embarrancar; como si les pusiera una mordaza. Ahí radica lo poco creíbles que resultan no pocos momentos.

El proceso de identificación recae sobretodo en Ryan, en la mayor parte del rodaje: su belleza, su carácter, y todo lo demás de él que atrae a Elissa, ponen al espectador en su perspectiva, la de un chaval inteligente, sensible y que, por oscuras razones queda relegado al ostracismo social.
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El rechazo que experimenta por su pasado, de la casa donde vive, y por la relación que tiene con los que ella habitaban; este carácter hostil del comportamiento de su entorno social (menos del policía, que parece comportarse como su ángel de la guarda), que tiene su acento en Sarah y en Tyler (que a nuestros ojos serán de todo, menos simpáticos), nos acerca al taciturno y extraño chico, a través de la atracción que sentirá Elisa por él, haciendo así ella de medium.

Incluso cuando, no muy entrados en el timing de la película, se desvela lo que tiene encerrado en el subterráneo, preservamos una extraña compasión por creer, en un principio, que la muchacha encerrada que mora en los bajos, es realmente su hermana, y él protege el secreto de su existencia real, hecha cuento para asustar a niños en boca de los lugareños.

La narrativa marca tres fases perfectamente identificables: una presentación en la que aparecen in situ de la acción, las dos recién llegadas. En esta parte, en la que llevan a cabo su proceso de acomodación al lugar (la madre se entrega por completo a su trabajo en el hospital, para soltarse de los lastres de su vida, y Elissa activa su radar para decidir con quién será más interesante socializar). La atmósfera de este momento, queda gobernada por la expectativa i un cierto aire de terror y de misterio, que por desgracia se diluye en vericuetos de drama-comedia de adolescentes inadaptados. Mal vamos; a las primeras cucharadas de sopa percibimos que alguien se descuidó de echar sal a la olla.

En la parte central del desarrollo, que empieza con la revelación de la primera escena del sótano, asistimos al desdoblamiento de dos realidades: la relación de Ryan con Elissa, que da continuidad a esa tónica de teens romance, que mantiene a la chica colgada de su galán, completamente en la parra; i, por otro lado, la paulatina transformación del efímero terror o misterio inicial, en suspense, en paralelo a la transformación hacia lo oscuro que se nos va desvelando sobre Ryan, y que llega a su punto culminante en el momento que arrea una paliza a Tyler, después de que le destrocen el coche.

Desde el momento en que Elisa descubre los indicios definitivos de lo que sucede en el sótano, se revela la identidad del asesino, y con ella el lúcido recuerdo que tiene Ryan de lo acontecido con su hermana, que murió accidentalmente jugando con él en el jardín, mientras sus padres se colocaban en la cama. Llegamos a la resolución de la trama, que se viene de forma atropellada, alocada y poco creíble, ya no tanto por el hecho de que Ryan sobreviva a tres disparos, o Sarah a una puñalada con la hoja de un cuchillo clavada hasta el fondo. (no es tan fácil cargarse a alguien con tres tiros del calibre de una automática de poli local; si hubiera sido el mágnum de Harry el Sucio, quizás otro gallo habría cantado); sinó por la exagerada sobreactuación de los protas.

El guión trata de cerrar de forma chabacana, y el que Ryan salga vivo del asunto no obedece a otra que mostrarle encerrado en el psiquiátrico, para poder terminar con este último guiño al maestro Hitchcock. Por cierto, curioso es que, así como a Norman Bates le basta con tener a su madre momificada, Ryan tiene que tomarse tantas molestias para «mantener viva» a Carrie Ann. Lo primero resulta más pragmático ¿no creen?

Es una pena que no pueda acercársele más allá de la altura de la suela del zapato. Pues comparándose ambas, se podría haber sacado más partido de los elementos que aporta la historia de «House at the End of the Street». Pero la fórmula de Tonderai, de querer ensamblar tal argumento con el formato de una insustancial historia de adolescentes, junto a su poca pericia en la dirección de los intérpretes, lo echa a perder.

Aun así, más digna de «Psicosis» que el cochambroso remake que de ésta hizo el inepto Gus Van Sant. A pesar de todo, si no buena, interesante sólo por permitirnos fantasear sobre lo que habría podido ser, con un trabajo más esmerado.
17 de mayo de 2021
39 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
Reducir «Haunt» a un mero recuerdo de los estilos de terror de los 80 y 90, es no hacer justícia a la cinta firmada por Scott Beck y Bryan Woods, que dan un concierto a cuatro manos, realizando en equipo ambos trabajos de darle a la tecla, y a la claqueta.

«La Casa del Terror», que es así como nos ha llegado traducido el título de este filme, va más allá de la pretendida nostalgia de resucitar un tipo determinado de género o subgénero; logra un ensamblaje de estilos y referencias que, por muy tópicos o de cliché que nos parezcan, acaba en un producto con su propia identidad única, mientras que otros de similares características y motivaciones, apenas consiguen parecer un asomo de Frankenstein, de fragmentos mal cosidos, lo único que tienen de terroríficos o monstruosos.

Todos los elementos clásicos que podamos identificar, son articulados de manera reflexiva y meditada. Pocos de ellos se antojen como gratuitos o forzados, en un todo que adquiere sentido propio. Cada uno de los componentes de «Haunt», parejos con los de aquellas que es hermana, prima lejana, hija (o incluso nieta), cumplen en su contexto una función narrativa, simbólica o funcional, en el conjunto de su estructura.

La fotografía nos mantiene durante casi todo el rato en un aire obscuro y tenebroso, y apenas hace asomo algun plano luminoso, como es el de la visión de Harper, de su vuelta a casa, donde es recibida por su madre. La cámara, constantemente, se halla en pos del grupo de personajes que se adentrarán en las fauces de la terrorífica casa, situando al espectador como si fuera uno más de ellos. Con lo cual, nos acerca más a la espantosa experiencia que vivirán allí dentro. El ojo de los realizadores, nos convierte en acompañantes de los protagonistas, y hace de lanzadera que con ellos nos transporta, a través de los diferentes planos diegéticos de la historia. El mundo «real» en el que se presenta (el piso donde conviven Harper y su amiga, la discoteca donde se juntan todos los de la pandilla, el coche que los trae a la aventura...); el escenario del pasaje del terror en el que se aventuran al cruzar el umbral de la casa, donde, poco a poco se irá confundiendo la fantasía con la aterradora evidencia; la denodada lucha de los jóvenes para salir de allí con vida, en un entorno de presencia onírica; y, finalmente, el aterrizaje forzoso y accidentado a lo verídico en la resolución. Sin duda, para algunos de ellos, este viaje tendrá sólo billete de ida.

En todo este periplo a través de diferentes planos de vivencia subjetiva de esta pesadilla, los encuadres, la ambientación, los efectos visuales y los decorados se acoplan al desarrollo de la trama en sus principales momentos. Aquí cabe destacar los interesantes recursos de los que echa mano. Por una parte, la atmósfera recreada nos recuerda a películas donde tenemos una surtida colección de monstruos variopintos, generalmente en mansiones o museos, evocadoras del mundo de Edgar Allan Poe, en el que tantas veces vimos presentes a actores como Vincent Price, Peter Cushing o Cristopher Lee; en segundo lugar, esa progresiva inmersión en la ensoñación, la alucinación a la que son sometidos los visitantes de la macabra atracción de «Halloween», cuya única esperanza de salir con vida de ella, es el retorno al mundo consciente (referencia que hallamos, sin ir más lejos, a la franquicia de «A Nightmare on Elm Street», con el malvado Freddie Kruegger); y, para citar una última masa madre de la que se nutre «Haunt», la que consiste en convertir símbolos representativos de lo inocente, lo cotidiano, o lo gracioso, en iconos tópicos del horror. Como, por ejemplo, los juegos de niños, los propios niños (véase «El Buen Hijo», la saga de «La Profecía», la colección de los «Chicos del maíz»), la gente mayor (abuelitas o abuelitos, que representan lo más tierno y acogedor, convertidas en sádicas asesinas), los muñecos («Chucky»), los títeres («Dead Silence») o, como es el caso de «La Casa del Terror»... los payasos (cuya explotación en la iconografía de las de miedo, tiene su referente inequívoco en Stephen King, con «IT»). Más pavoroso que una momia o un vampiro, resulta aquello en donde se supone que jamás hallaríamos precisamente miedo, convertido en monstruoso (nuestra mascota con ojos rojos y echando espumarajos, nuestra mamá persiguiéndonos con un cuchillo de cocina, un cura bautizando con sangre, o nuestra hermana poseída por un demonio...).

La banda sonora, sin pena ni gloria, se queda casi relegada a los momentos que requieren el efectismo de algún sustete que otro, aunque casi nada tira del sobresalto. Basta con este cuadro de máscaras y asesinatos casi rituales, para que la adrenalina vaya sola. La partitura es, junto a los diálogos, insulsos y poco elaborados, lo que menos trabajado está, sin que termine por poner en peligro el resultado final.

El trabajo de los actores, bastante (por no decir del todo) desconocidos, resulta algo más que decente, aunque muy mejorable. La demanda de esfuerzo interpretativo no sería tan exigente de haber contado con artistas de más caché, cuya presencia, bagaje, experiencia y reconocimiento les suele facilitar bastante la tarea. Precisamente, por tratarse de chavales y chavalas novicios en la pantalla, hacía falta un plus de esmero ante la cámara. A los payasos, con el maquillaje, las máscaras y las pintas, ya no les hace falta tanto... ni casi hablar.

Con todo, si al principio alguno de los jóvenes principales resulta poco convincente o creíble, como es el caso de Will Brittain (Nathan), guapo, atlético, prototipo de buen y deportista estudiante universitario norteamericano, con la gorra del revés, que se camela a la Stevens (Harper) con su encanto y un par de cuentos chinos, la evolución dramática posterior de todos ellos les va poniendo a la altura. Lo que nos parezcan pijos o chonis, tontos histéricos cuando las cosas se ponen chungas, creo que va más porque el guión no les deja salir de los tópicos del género.
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El guión cierra bien los encajes, aunque en el caso de esta película no hacía falta ser un Shakespeare para ello. El argumento, aunque simplón, está correctamente estructurado. El sustrato de la trama que subyace a la acción, bebe de la temática del abandono, el maltrato y la ruptira a la que se enfrenta Harper, la protagonista. De los compañeros, poco sabemos (la fobia a las arañas de una, y el miedo a los espacios cerrados de otra), a parte que la acompañan en este viaje de iniciación, expiación o redención, del que saldrán bastante maltrechos. Desde el principio, Harper intuye sentirse perseguida por una extraña figura (que cree ver a la salida de la discoteca, y que se pretende que asociemos con la historia que comparte con su amiga en el piso de ambas, en la primera escena). Este encuentro con sus propios miedos, que evolucionará hacia un careo con ellos para superar la prueba, le traerá de la mano, ganando en intensidad hasta que por sí misma lo resolverá.

El desarrollo de este planteamiento peca de un tanto chapucero. haciendo zozobrar el ritmo narrativo, sobretodo al principio y al final del metraje. La presentación apenas deja tiempo para introducirnos en los personajes. Hecho en parte disculpable, si consideramos que el de Harper es el central, y los demás tienen poco más de comparsas. En el desarrollo, desdobla el andar de los acontecimientos en los dos caminos distintos que siguen los visitantes del pasaje del terror al que acuden, estrategia de alternancia de ambos recorridos con la que se quiere garantizar el nivel de vilo. Cosa innecesaria, ya que, dada la duración total de la cinta, bastaba con reducir los vaivenes de esta parte central. El timing se queda corto para la resolución, que a su vez, queda demasiado complicada, atiborrada, atropellada, y, por ello, poco clara, en un tour de force con el que se nos quiere traer al máximo de tensión.

Consigue mantener la atención en todo momento, pendientes del desesperado y constante denuedo con el que los chicos intentan desandar lo andado, y enfrentarse al peligro.

En comparación a otras a las que se presume que rinde homenaje. a lo que llaman «slasher» como subgénero, como pudieran ser las míticas «Halloween», «Viernes Trece», «La Matanza de Texas», todas ellas franquicias legendarias, podemos encontrar patrones en común: el asesinato en serie de jóvenes adolescentes, sangre y vísceras a discreción, el uso de máscaras por parte de los asesinos... (en «Haunt», la sangre está muy dosificada, aunque ello no la exime de momentos de extrema violencia; las muertes perpetradas por los monstruos del lugar, se antojan horripilantes por su cariz de sacrificio ritual).

Pero en «La Casa del Terror» tenemos, más que una masacre en la que el psicópata o monstruo de turno va cercenando vidas como si fuera al huerto por alcachofas, una prueba de supervivencia, en la que las supuestas víctimas no parecen tan dispuestas a dejarse degollar así como así. Y menos semejanzas con la saga de «Scream», con tintes de sátira, al lado de la cual «Haunt» es lo que un huevo a una castaña. Lo que podamos hallar en común con otras piezas, son constantes que se repiten inevitablemente, porque forman parte del código cinemátográfico,.

Un punto de inflexión interesante es el momento en el que los protas consiguen colarse entre bambolinas, y despojar así el lugar de su misterio siniestro, y a los monstruos de sus máscaras de payaso. Sin ellas, aunque su apariencia sigue siendo tétrica, ya no parecen tan invulnerables... tan invencibles. Y viéndolos tal cual son, un hatajo de asesinos chalados, mortales como ellos, se empoderan y, al emprender la huída, aprovechan para despachar a cuantos de ellos pueden.

Sin caretas no hay terror; nos mostramos como somos, se ve la realidad tal cuál es. Superable, vencible y sin lugar a miedos. Mi frase favorita, la del último plano, en el que Harper descerraja un tiro en toda la cara al último payaso: «¡Es hora de quitarse la máscaraI(illa?)!»
26 de abril de 2021
35 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si tiene que haber en la posteridad cinematográfica un lugar para «The Open House», cabría esperar que fuera por algo más que la multitud de controvertidas críticas que ha recibido, muchas de ellas negativas y/o malas, tanto de profesionales, como de no profesionales (de éstos me fío más, que de aquéllos a los que se paga por escribir lo que puede venir dictado desde vete a saber dónde; soy periodista y sé de qué me hablo).

No se si serán trece (o trece mil), las razones (una de ellas el mal logrado papel del guapísimo Dylan Minette) por las que la película se lleva tal cantidad de vilipendios en los que se prodigan tantos comentarios que he leído, muchos de ellos sin ninguna clase de argumento, encorsetados en un simplismo borreguil, y hasta algunos rayando lo soez.

Y aunque convengo en lo que exponen algunos que resultan de más utilidad o interés, sobre lo decepcionante que puede resultar esta cinta, cabe decir que no sería justo no reconocer sus buenos momentos y sus puntos fuertes, y que no es para tanto el grito al cielo de los que se rasgan las vestiduras, o se tiran de los pelos después de haberla visto.

Básicamente, se pueden reducir a dos, los factores que han suscitado tanta polémica y aspaviento. Uno, de carácter predominantemente subjetivo, es el incumplimiento de expectativa; y es que ya el primer plano de la carrera del protagonista, aviatado con camiseta, zapatillas y pantalón corto (mi escena favorita, tanto por lo estético, como por lo premonitorio del sueño roto que representa en lo narrativo), promete mucho e induce a proyectar la ilusión de pasar un buen rato con lo que habría podido ser una historia sólida y bién desarrollada.

En segundo lugar, una innegable sucesión de actuaciones poco convincentes por mal trabajadas, lagunas o huecos en el argumento, arítmias en el desarrollo de la trama, efectos desacompasados (que sirven más al adorno que a realzar la intensidad dramática), recursos poco aprovechados y chapuzas del guión que, en su conjunto, objetivamente justifican la airada reacción de muchos espectadores.

Sin ver más allá, sin buscar un sustrato de fondo, sin bajar con Logan al sótano donde tiene que ir cada dos por tres a arreglar el calentador de agua (que simboliza el trasfondo psicológico del infierno por el que pasa el muchacho), el resultado final del film se percibe, cuando menos, como desconcertante para los que esperen encuentros con lo sobrenatural o barra libre de adrenalina; y absurdo, sin aparente sentido, para los que se devaneen los sesos jugando al «Cluedo» después de los créditos finales.

La fotografía peca de planos muy encorsetados, cuya sucesión construye una linea bastante fragmentada, dejando huecos o elipses entre pedazos. Poco se prodiga en generales o panorámicas. Salvo algunas excepciones, como el paisaje de carretera cuando Naomí y Logan emprenden el viaje a la nueva casa.

En la primera escena se queda en un plano americano de Logan corriendo, cortando con un fugaz general que marca el fin de la carrera. Desaprovecha, así, lo que habría podido ser una preciosa secuencia del «running» de Minette.

Joseph Shirlehy, tampoco se mata en una partitura que acaba siendo mediocre, que no explota ni realza los momentos con diferentes matices dramáticos que se suceden. Sólo sale de su tímida e insípida temática con unos cuantos aporreos durante el desenlace, dejando silencios donde un buen fondo orquestal habría ayudado a salvar esta cinta.

Dylan Minette se lo curra todo lo que puede, ya no tanto por no defraudar a sus fans de la serie de tv que lo hizo famosete, sino porque se juega el tipo como protagonista del primer largo supuestamente serio para el que se lo ficha. Sólo por respeto a su trabajo, y al de Piercey Dalton, lo único que aguanta un poco la película, no se puede echar la actuación de ambos a la hoguera, aunque los diálogos son lo que son, y el que los escribió, sí que merecería acabar en una pira de leña.

A lo que no puede llegar la interpretación de Dalton, intentan compensarlo con la exhibición de su ya granado cuerpo enjabonado en una abusiva reiteración de escenas de baño, en alguna de las cuales ya podrían habernos dejado disfrutar de ver a Logan duchándose después de una carrera, o envuelto en toalla salir del lavabo. Pero bueno, tal vez su desnudo habría encarecido demasiado el presupuesto.

Los demás personajes resultan muy poco convincentes, unos por insulsos (el padre de Logan, la hermana de Naomí), y otros por chapucera caracterización y encaje (Chris) o por estrafalarios y desaprovechados (Martha, el empleado de la immobiliaria)... quizás el que más natural aparece es el fontanero. Todos ellos, como figuritas de un belén, meros elementos decorativos a los que no se deja aportar nada sustancial en la trama. Con lo que, para no volverse majara, es mejor no intentar establecer relación entre la identidad del «malo» y ninguno de ellos, porque el guión no es capaz de afirmar nada sólido que lo funde.

El argumento se desarrolla en tres partes. En primer lugar, una presentación o introducción que despacha a toda prisa el asunto, liquidando al padre de Logan a la primera de cambio, y no con menos rapidez, lo que se supone tendría que ser el duelo. Podemos entender cómo se lo toman todos, asumiendo un estado de «shock»; o, mejor, por lo poco que se deja entrever de como les van las cosas a los Wallace, por lo mal que se supone que el padre habría llevado el negocio familiar, hasta da la impresión de que para Naomí, la muerte de Bryan és más bien una liberación que otra cosa.

Incluso parece extraño que la desaparición del que, para Dylan, es la puerta de sus sueños, el progenitor adorado, no revierta en el estado emocional del muchacho más que esa fría languidez que expresa en el breve momento que aparece encerrado en el baño.

La escasa relevancia del episodio (craso error), deja desprovisto al resto del metraje, del debido soporte de intensidad dramática sobre el que desarrollar el resto .
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spoiler:
Con el viaje a la casa que les deja su hermana, Naomí y Logan se adentran en la parte central de la historia. A parte de algún sustito como el de la carretera, en la que casi atropellan al fulano que está claro que será el que les dará la brasa hasta el final, el dúo dinámico que hace a la par de director y guionista (Matt Angel y Suzanne Coote), no acierta a crear un clima creciente de inquietud delirante, ya sea por falta de agallas de apostar por algo más contundente, o por simple negligencia de hacer pasar el rodaje de forma complaciente.

Por un lado, con inconsistentes plantes, que no aumentan la tensión (difusos golpes de tuberías, algunos objetos cambiantes de sitio o que se pierden... ).

Incluso las fotos que se encuentran de ellos mismos durmiendo; los viajes de Logan al lúgubre sótano para arreglar la caldera cada vez que se estropea; y la pretendida solemne aparición del que se intuye que será el asesino despiadado, con la vista de aquellas botas negras que se antojan como guiño al Michael Myers de John Carpenter (todo él vestido de negro, hasta la camioneta con la que al final se va a su siguiente destino), no se acaba de crear ese ambiente que genera el hormigueo en la tripa.

De otra parte, el guión se empecina en centrarnos en esa casposa relación de apego entre la posesiva madre hacia el hijo, que la quiere, pero que inconscientemente proyecta en ella, en forma de rencor, el mal procesado duelo de la pérdida de su padre. Lo cual no deja de ser interesante, aunque nos despista i transporta a un telefilme familiar de sobremesa, de sábado o domingo por la tarde.

El desenlace cae en cascada; el perverso psicópata decide terminar sus bromitas, y el gato se dispone a acabar con los dos ratoncitos (expresión mía; no es que sugiera una referencia a «Tom y Jerry»). Eso sí, hecho el montaje de forma bastante torpe y majadera. Y con ese polémico final, por el que muchos (por lo que he leído), querrían tirar a guión y guionistas al contenedor de donde los sacaron. Nada que objetar, aunque les pediría que pusieran a cada cual en el que le corresponda, porque ahora se insiste mucho en eso de reciclar basuras.

Confieso que me he divertido bastante pensando en las noches de insomnio, de tantos/as que han elaborado y escrito su particular teoría sobre la posible identidad del asesino. Algunas muy originales, cuyo autor/a sería quizás el mejor capacitado/a para escribir una segunda parte (que ya se hace esperar), de esta película que parece terminar con derecho a secuela. Quizás con Minette repitiendo ya que ni eso queda claro: ¿lo mata realmente el asesino? ¿se queda periquito de hipotermia? ¿está realmente muerto, ahí, al lado del riachuelo?

Sólo me pareció interesante, la idea de que todo hubiese sido producto de la mente de un Logan transtornado por la muerte de su padre, y el chico acaba matando a su propia madre (accidentalmente, claro). Con ello, la cinta habría sido de un resultado espléndido.

Sobre todo, si reparamos en la curiosa analogía (que seguro que ni los creadores del film deben haber sido conscientes de ella) que podríamos establecer entre la relación materno filial de Logan y su madre, y el «Edipo, Rey», de Sófocles. Si, ese rey que se quitó los ojos en darse cuenta que había consumado una relación amorosa con su propia madre sin saberlo. Basta reparar en la simbología del momento en el que el asesino le quita a Logan las lentes de contacto sin las que el muchacho corre completamente cegato.

Hay tantos cabos sueltos, que intentar cuajar un cierre de la trama, es como querer resolver una de esas ilusiones ópticas, llamadas «figuras imposibles». Hay tantas «puertas abiertas», que quedarse intentando hallar una respuesta diferente a la de que es precisamente irrelevante en esta historia quién es el asesino, supone arriesgarse a pillar una pulmonía mental por corriente de aire.
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