Alcarràs
6.7
14,826
21 de mayo de 2024
21 de mayo de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay determinados elementos que hacen que el cine de Carla Simón y yo no conectemos de ninguna manera. Lo cual no quiere decir que no sea una buena cineasta, sino que sus propuestas las percibo mucho más dentro del género documental que del cine de ficción. Como testimonio real de una forma de vida rural que el capitalismo está asesinando impunemente, “Alcarràs” no tiene precio; como film de ficción, me resulta anodino, simple y pesado por no contener emoción alguna.
En una cinta de vocación coral, no me acaba interesando el arco argumental de ninguno de sus personajes. Todos me terminan resultando indiferentes, ninguno me cala ni me toca la fibra sensible. Para mí, el guión, de la propia cineasta catalana y Arnau Vilaró, es terriblemente plano, no formula ninguna encrucijada que me conmocione y me aburre a través de situaciones repetidas una y otra vez en sus insufribles 120 minutos de metraje, que bien se hubieran podido quedar en la mitad fácilmente.
Estéticamente, Carla Simón nunca me aporta nada con su caligrafía visual, ni me gusta la fotografía de Daniela Cajías. Profundamente deudora del cine documental, sus planos fijos y sus rutinarios movimientos de cámara me dejan indiferente. Recogen el testimonio de unos agricultores que quieren seguir siéndolo por más que la especulación urbanística, la llegada al pueblo de una empresa de placas solares y la extorsión a la que son sometidos por las cadenas de distribución de las grandes superficies lo conviertan en imposible. Esta diatriba ya la contó un dios llamado Rodrigo Sorogoyen en una obra maestra de la dimensión histórica de “As Bestas”.
Carla Simón nos muestra la dignidad de un proletariado luchando en guerra desigual contra el todopoderoso capitalismo. Pero eso ocupa un bajo porcentaje de la cinta; el resto, se centra en la vida de una familia anodina en torno a la que poco o nada pasa y cuyos personajes me terminan resultando bastante desdibujados. Simón consigue que “Alcarràs” me importe aún menos que “Verano 1993”. Tiene mérito.
En cuanto a su elenco actoral, tan absolutamente naturalista y no profesional, sin duda hubieran podido ser magníficos protagonistas de un documental, pero no de esta cinta de ficción, aunque sí destaco las aportaciones de la joven Xènia Roset y de la niña Ainet Jounou, que me despiertan del sopor generalizado en el que me embarca el film de principio a final.
Me resulta seriamente inexplicable el Oso de Oro conseguido en el Festival de Berlín en 2022 y sus 11 nominaciones a los Premios Goya de la misma edición. Este cine no es mi cine.
En una cinta de vocación coral, no me acaba interesando el arco argumental de ninguno de sus personajes. Todos me terminan resultando indiferentes, ninguno me cala ni me toca la fibra sensible. Para mí, el guión, de la propia cineasta catalana y Arnau Vilaró, es terriblemente plano, no formula ninguna encrucijada que me conmocione y me aburre a través de situaciones repetidas una y otra vez en sus insufribles 120 minutos de metraje, que bien se hubieran podido quedar en la mitad fácilmente.
Estéticamente, Carla Simón nunca me aporta nada con su caligrafía visual, ni me gusta la fotografía de Daniela Cajías. Profundamente deudora del cine documental, sus planos fijos y sus rutinarios movimientos de cámara me dejan indiferente. Recogen el testimonio de unos agricultores que quieren seguir siéndolo por más que la especulación urbanística, la llegada al pueblo de una empresa de placas solares y la extorsión a la que son sometidos por las cadenas de distribución de las grandes superficies lo conviertan en imposible. Esta diatriba ya la contó un dios llamado Rodrigo Sorogoyen en una obra maestra de la dimensión histórica de “As Bestas”.
Carla Simón nos muestra la dignidad de un proletariado luchando en guerra desigual contra el todopoderoso capitalismo. Pero eso ocupa un bajo porcentaje de la cinta; el resto, se centra en la vida de una familia anodina en torno a la que poco o nada pasa y cuyos personajes me terminan resultando bastante desdibujados. Simón consigue que “Alcarràs” me importe aún menos que “Verano 1993”. Tiene mérito.
En cuanto a su elenco actoral, tan absolutamente naturalista y no profesional, sin duda hubieran podido ser magníficos protagonistas de un documental, pero no de esta cinta de ficción, aunque sí destaco las aportaciones de la joven Xènia Roset y de la niña Ainet Jounou, que me despiertan del sopor generalizado en el que me embarca el film de principio a final.
Me resulta seriamente inexplicable el Oso de Oro conseguido en el Festival de Berlín en 2022 y sus 11 nominaciones a los Premios Goya de la misma edición. Este cine no es mi cine.
18 de abril de 2025
18 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace treinta y cinco veranos, mi adolescencia transcurría entre cubos llenos de melocotones, jornadas de sol a sol, camiseta sin mangas, shorts de atletismo y la piel curtida por el sudor, el polvo, las zarzas y las esparragueras. En septiembre, cambiaban los frutos, pero no el esfuerzo: se formaban montículos de avellanas mezcladas con arena y hojas secas que luego el tractor cribaría pacientemente, mientras nosotros recogíamos a mano, una a una, las que se escapaban.
Una vez me picó un escorpión, el muy cabrón. Otra, una avispa se cebó en mi espalda mientras cogíamos higos —los «higos de puta», maduros hasta chorrear miel. Y sin embargo, lo que más recuerdo de aquellos días no son las picaduras ni las heridas, sino los escarceos furtivos con chicos de pueblos vecinos, los baños nocturnos en balsas de agua verde bajo la luna, las comidas de mi tía tras las faenas y la sonrisa cómplice de mi padrina Pepa, matriarca absoluta de aquella família rural donde —y esto lo diré alto— las mujeres mandaban.
«Alcarràs» (2022) es un producto folletinesco de los pijos neo progres con ínfulas izquierdosas, disfrazado de neorrealismo (Rossellini se revolvería en la tumba). Con una estética sucia, no elaborada, borrosa e indescifrable —tanto en lo que respecta al aparato técnico como en la narrativa—, se presenta como una especie de catálogo turístico para guiris despistados o urbanitas que, en el supermercado, no distinguen un calabacín de un pepino.
Basta con fijarse en las incongruencias temáticas: se venden como un grito de denuncia social dos polos opuestos, como si el enfrentamiento entre placas solares y vida rural fuera un dilema existencial sin solución. Con gran astucia, la directora nos enfrenta el valor del mantenimiento de un modo de vida rural frente al «exterminio» de animales salvajes, esos supuestos conejos plaga que, en realidad, forman parte de un equilibrio cinegético necesario. He cazado, y ese discurso infantil de que los cazadores son asesinos despiadados me resulta delirante. En el campo existe una balanza ecológica que mantener donde la caza cumple un papel regulador. Pero la Simón lo retuerce, lo juzga, y lo empaqueta con pretensiones ideológicas que harían sonrojar a cualquier pastor de cabras del Matarraña.
Y de órdago es ya la maliciosa introducción de la cuestión del racismo, abriendo el melón, sin atreverse a trincharlo del todo, sobre la realidad de los inmigrantes. «Mirad los pobres payeses», susurra la astuta serpiente, «off the record», «pero fijaos también qué racista es Quimet, que llama «morets» a los temporeros y les paga en negro» (¿valga la redundancia?). No sé si estamos ante un ejercicio de cinismo de manual o un patoso tropiezo de estudiante de primero de Comunicación Audiovisual. ¿Acaso la señora Simón no es consciente de que —como en Estados Unidos con los mexicanos, o en Israel con los palestinos— entre inmigrantes y sectores como el agrícola existe un pacto tácito de pura supervivencia mutua? ¿O prefiere fingir que no lo sabe, mientras la misma Europa que subvenciona sus películas mantiene acuerdos económicos y migratorios con gobiernos del norte de África para frenar los flujos migratorios antes de que lleguen a las costas de Almería o de Tarragona? ¿Es que ignora que se multa a las embarcaciones de Open Arms si osan salvar vidas sin el beneplácito administrativo de Bruselas? Esta contradicción entre lo que denuncia y lo que la sustenta convierte su crítica en una burda hipocresía.
Si a eso le sumamos la manipulación política que rodea premios, nominaciones y presentaciones, a cargo de una farándula perfectamente engrasada y entregada a las administraciones pseudo progresistas, el resultado es una aberración estética, cultural y ética. ¿Cómo explicar, si no, que películas con garra, hondura y verdadero colmillo como «As Bestas» (2022), dirigida por Rodrigo Sorogoyen, quedaran arrinconadas por la pompa institucional y la propaganda que empujaba a «Alcarràs» en volandas?
«Alcarràs» poseía una base narrativa potentísima. Una propuesta argumental suculenta como esos melocotones que casi se pueden oler a través de la pantalla. Pero el problema llega con su ejecución: vacilante y deshilachada. El desarrollo dramático naufraga, los personajes se diluyen y la presentación de valores se convierte en una ensalada de intenciones mal cocinadas.
¿Naturalismo? ¿Actores no profesionales? ¿Acaso eso garantiza el verismo frente a la cámara? ¿No hubiese sido más honesto hacer directamente un documental? En cierto modo «Alcarràs» lo es... pero un falso documental, uno que juega peligrosamente con las medias tintas entre la realidad y una ficción manipulada. Una ficción que pretende emocionar pero se queda en pose. Su desarrollo narrativo se estanca en una línea plana, sin altibajos, sin conflicto, sin arco alguno. Todo construido a base de planos fijos, encuadres prolongados y movimientos de cámara tan rutinarios como previsibles. Una estrategia de hipnosis barata que busca seducir al espectador, con la esperanza de que la inmovilidad aparente sea interpretada como profundidad.
Lo realmente insultante es el tratamiento que hace de los personajes: incultos, estúpidos, mezquinos y cobardes. Un abuelo prematuramente senil. Un chaval postadolescente que planta marihuana en medio del Segrià. Un retrato juvenil tan tópico que cansa. Un padre de familia que no articula más que gruñidos, tacos y blasfemias... una tribu que ni los Picapiedra. Como si la gente que trabaja la tierra no supiera leer, ni hablar de leyes, ni tener ideas propias. Lo que no sabe la «señora» Simón, porque no lo ha vivido, es que durante las largas jornadas de trabajo al sol, entre cajas de fruta y almuerzos compartidos, hablábamos de poesía (se recitaba a Quevedo, a Maragall), de historia, de política, de derechos y deberes... Aprendí más en la sabiduría callada y profunda de mis tíos que en la Universidad.
El modo de vida del agricultor se enfrenta a profundos cambios y retos.
Una vez me picó un escorpión, el muy cabrón. Otra, una avispa se cebó en mi espalda mientras cogíamos higos —los «higos de puta», maduros hasta chorrear miel. Y sin embargo, lo que más recuerdo de aquellos días no son las picaduras ni las heridas, sino los escarceos furtivos con chicos de pueblos vecinos, los baños nocturnos en balsas de agua verde bajo la luna, las comidas de mi tía tras las faenas y la sonrisa cómplice de mi padrina Pepa, matriarca absoluta de aquella família rural donde —y esto lo diré alto— las mujeres mandaban.
«Alcarràs» (2022) es un producto folletinesco de los pijos neo progres con ínfulas izquierdosas, disfrazado de neorrealismo (Rossellini se revolvería en la tumba). Con una estética sucia, no elaborada, borrosa e indescifrable —tanto en lo que respecta al aparato técnico como en la narrativa—, se presenta como una especie de catálogo turístico para guiris despistados o urbanitas que, en el supermercado, no distinguen un calabacín de un pepino.
Basta con fijarse en las incongruencias temáticas: se venden como un grito de denuncia social dos polos opuestos, como si el enfrentamiento entre placas solares y vida rural fuera un dilema existencial sin solución. Con gran astucia, la directora nos enfrenta el valor del mantenimiento de un modo de vida rural frente al «exterminio» de animales salvajes, esos supuestos conejos plaga que, en realidad, forman parte de un equilibrio cinegético necesario. He cazado, y ese discurso infantil de que los cazadores son asesinos despiadados me resulta delirante. En el campo existe una balanza ecológica que mantener donde la caza cumple un papel regulador. Pero la Simón lo retuerce, lo juzga, y lo empaqueta con pretensiones ideológicas que harían sonrojar a cualquier pastor de cabras del Matarraña.
Y de órdago es ya la maliciosa introducción de la cuestión del racismo, abriendo el melón, sin atreverse a trincharlo del todo, sobre la realidad de los inmigrantes. «Mirad los pobres payeses», susurra la astuta serpiente, «off the record», «pero fijaos también qué racista es Quimet, que llama «morets» a los temporeros y les paga en negro» (¿valga la redundancia?). No sé si estamos ante un ejercicio de cinismo de manual o un patoso tropiezo de estudiante de primero de Comunicación Audiovisual. ¿Acaso la señora Simón no es consciente de que —como en Estados Unidos con los mexicanos, o en Israel con los palestinos— entre inmigrantes y sectores como el agrícola existe un pacto tácito de pura supervivencia mutua? ¿O prefiere fingir que no lo sabe, mientras la misma Europa que subvenciona sus películas mantiene acuerdos económicos y migratorios con gobiernos del norte de África para frenar los flujos migratorios antes de que lleguen a las costas de Almería o de Tarragona? ¿Es que ignora que se multa a las embarcaciones de Open Arms si osan salvar vidas sin el beneplácito administrativo de Bruselas? Esta contradicción entre lo que denuncia y lo que la sustenta convierte su crítica en una burda hipocresía.
Si a eso le sumamos la manipulación política que rodea premios, nominaciones y presentaciones, a cargo de una farándula perfectamente engrasada y entregada a las administraciones pseudo progresistas, el resultado es una aberración estética, cultural y ética. ¿Cómo explicar, si no, que películas con garra, hondura y verdadero colmillo como «As Bestas» (2022), dirigida por Rodrigo Sorogoyen, quedaran arrinconadas por la pompa institucional y la propaganda que empujaba a «Alcarràs» en volandas?
«Alcarràs» poseía una base narrativa potentísima. Una propuesta argumental suculenta como esos melocotones que casi se pueden oler a través de la pantalla. Pero el problema llega con su ejecución: vacilante y deshilachada. El desarrollo dramático naufraga, los personajes se diluyen y la presentación de valores se convierte en una ensalada de intenciones mal cocinadas.
¿Naturalismo? ¿Actores no profesionales? ¿Acaso eso garantiza el verismo frente a la cámara? ¿No hubiese sido más honesto hacer directamente un documental? En cierto modo «Alcarràs» lo es... pero un falso documental, uno que juega peligrosamente con las medias tintas entre la realidad y una ficción manipulada. Una ficción que pretende emocionar pero se queda en pose. Su desarrollo narrativo se estanca en una línea plana, sin altibajos, sin conflicto, sin arco alguno. Todo construido a base de planos fijos, encuadres prolongados y movimientos de cámara tan rutinarios como previsibles. Una estrategia de hipnosis barata que busca seducir al espectador, con la esperanza de que la inmovilidad aparente sea interpretada como profundidad.
Lo realmente insultante es el tratamiento que hace de los personajes: incultos, estúpidos, mezquinos y cobardes. Un abuelo prematuramente senil. Un chaval postadolescente que planta marihuana en medio del Segrià. Un retrato juvenil tan tópico que cansa. Un padre de familia que no articula más que gruñidos, tacos y blasfemias... una tribu que ni los Picapiedra. Como si la gente que trabaja la tierra no supiera leer, ni hablar de leyes, ni tener ideas propias. Lo que no sabe la «señora» Simón, porque no lo ha vivido, es que durante las largas jornadas de trabajo al sol, entre cajas de fruta y almuerzos compartidos, hablábamos de poesía (se recitaba a Quevedo, a Maragall), de historia, de política, de derechos y deberes... Aprendí más en la sabiduría callada y profunda de mis tíos que en la Universidad.
El modo de vida del agricultor se enfrenta a profundos cambios y retos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero no de la manera ni con el enfoque reduccionista de la directora, que opta por un «machambrao» entre reportaje «light» de fin de semana y postales rurales de corte decimonónico. La realidad es mucho más compleja. Simón elige retratar a una familia de arrendatarios de tierras cuyo propietario, de forma perfectamente legal, decide destinarlas a una instalación de placas solares. Curioso, por cierto, que ese negocio fuera pronto fagocitado por los monopolios mafiosos que controlan la producción eléctrica en España.
El auténtico drama es el del pequeño propietario que intenta, no ya sobrevivir, sino mantener vivo el patrimonio familiar que ha dado de comer a generaciones. La ruina de muchas cooperativas, hundidas por la mala gestión, la corrupción y el fraude; y en cómo algunas de las que sobreviven se han convertido en auténticos holdings que devoran a las pequeñas. Ahí el foco real de una denuncia honesta. Pero Simón ha preferido quedarse en el drama particular que no le deja ver el melocotonal por culpa de un solo melocotonero.
Los limoneros (Etz Limon, 2008), del director israelí Eran Riklis, ofrece un relato de una mujer palestina enfrentada a la absurda maquinaria del poder israelí que pretende talar sus árboles en nombre de la seguridad nacional. Riklis no necesita recurrir ni a la lágrima fácil para conmover. «Alcarràs» reduce su propuesta a un revoltijo, sin tesis clara ni nervio narrativo, de setas deshidratadas que se pretende suculento, pero que acaba siendo poco más que esa «fullaraca» de avellano que cruje bajo los pies a finales de septiembre.
Dentro de un eje que vaya desde el drama social hasta el documental, lo que encontramos es una pieza desdibujada que no acaba de decidir qué quiere ser. En un extremo tenemos Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) de John Ford, adaptación de Steinbeck, que es probablemente el retrato más sólido y compasivo del desarraigo campesino en contexto de crisis económica, desplazamiento forzoso y lucha de clases en la América profunda. En el otro extremo, Los habitantes de la casa del diablo (2015), de Iván Reina Ortiz, es un documental que, con una crudeza austera y sin maquillaje, retrata el abandono institucional y la miseria en una casa «okupa» de Granada. «Alcarràs» queda en tierra de nadie.
El supuesto mensaje de crítica social queda aún más diluido por un apartado sonoro caótico, fragmentado y deconstruido. Para colmo, quienes la vimos en versión original —en nuestra lengua materna, el catalán— fuimos quizá los más damnificados. Y no por el idioma, que quede claro: el catalán occidental se entiende perfectamente en todo el dominio lingüístico. El problema es otro. La falta de vocalización, la dejadez en la dicción y la absoluta ininteligibilidad de muchos diálogos (formados en su mayoría por gruñidos, tacos y expresiones abruptas) no solo impiden seguir el escuálido hilo narrativo, sino que dinamitan cualquier posibilidad de empatía con los personajes.
La ausencia casi total de banda sonora extradiegética —decisión artística, vale, legítima— se convierte aquí en un factor agravante. Porque no hay sustituto eficaz para la palabra cuando esta falta y, si se opta por el silencio o el ruido ambiental como soporte narrativo, más vale dominar el lenguaje visual y emocional hasta niveles sublimes.
«Alcarràs» podría pasar por un lienzo capaz de despertar emociones, recuerdos y vivencias... incluso en esos urbanitas idealistas, «moderniquis» con culpa de clase, que se dejan seducir por una poesía vacía de contenido. Pero el cine, a diferencia de la pintura o la poesía, exige estructura, ritmo, narración y discurso.
Con una forma indefinida, una identidad desdibujada, y descontextualizada del marco histórico y tradicional que define precisamente aquello que pretende retratar, «Alcarràs» se convierte en un fiasco superficial, un espejismo hueco, como un buñuelo de Semana Santa.
¿El Oso de Oro, señora Simón? Perdone, pero yo no le habría dado ni uno de peluche.
El auténtico drama es el del pequeño propietario que intenta, no ya sobrevivir, sino mantener vivo el patrimonio familiar que ha dado de comer a generaciones. La ruina de muchas cooperativas, hundidas por la mala gestión, la corrupción y el fraude; y en cómo algunas de las que sobreviven se han convertido en auténticos holdings que devoran a las pequeñas. Ahí el foco real de una denuncia honesta. Pero Simón ha preferido quedarse en el drama particular que no le deja ver el melocotonal por culpa de un solo melocotonero.
Los limoneros (Etz Limon, 2008), del director israelí Eran Riklis, ofrece un relato de una mujer palestina enfrentada a la absurda maquinaria del poder israelí que pretende talar sus árboles en nombre de la seguridad nacional. Riklis no necesita recurrir ni a la lágrima fácil para conmover. «Alcarràs» reduce su propuesta a un revoltijo, sin tesis clara ni nervio narrativo, de setas deshidratadas que se pretende suculento, pero que acaba siendo poco más que esa «fullaraca» de avellano que cruje bajo los pies a finales de septiembre.
Dentro de un eje que vaya desde el drama social hasta el documental, lo que encontramos es una pieza desdibujada que no acaba de decidir qué quiere ser. En un extremo tenemos Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) de John Ford, adaptación de Steinbeck, que es probablemente el retrato más sólido y compasivo del desarraigo campesino en contexto de crisis económica, desplazamiento forzoso y lucha de clases en la América profunda. En el otro extremo, Los habitantes de la casa del diablo (2015), de Iván Reina Ortiz, es un documental que, con una crudeza austera y sin maquillaje, retrata el abandono institucional y la miseria en una casa «okupa» de Granada. «Alcarràs» queda en tierra de nadie.
El supuesto mensaje de crítica social queda aún más diluido por un apartado sonoro caótico, fragmentado y deconstruido. Para colmo, quienes la vimos en versión original —en nuestra lengua materna, el catalán— fuimos quizá los más damnificados. Y no por el idioma, que quede claro: el catalán occidental se entiende perfectamente en todo el dominio lingüístico. El problema es otro. La falta de vocalización, la dejadez en la dicción y la absoluta ininteligibilidad de muchos diálogos (formados en su mayoría por gruñidos, tacos y expresiones abruptas) no solo impiden seguir el escuálido hilo narrativo, sino que dinamitan cualquier posibilidad de empatía con los personajes.
La ausencia casi total de banda sonora extradiegética —decisión artística, vale, legítima— se convierte aquí en un factor agravante. Porque no hay sustituto eficaz para la palabra cuando esta falta y, si se opta por el silencio o el ruido ambiental como soporte narrativo, más vale dominar el lenguaje visual y emocional hasta niveles sublimes.
«Alcarràs» podría pasar por un lienzo capaz de despertar emociones, recuerdos y vivencias... incluso en esos urbanitas idealistas, «moderniquis» con culpa de clase, que se dejan seducir por una poesía vacía de contenido. Pero el cine, a diferencia de la pintura o la poesía, exige estructura, ritmo, narración y discurso.
Con una forma indefinida, una identidad desdibujada, y descontextualizada del marco histórico y tradicional que define precisamente aquello que pretende retratar, «Alcarràs» se convierte en un fiasco superficial, un espejismo hueco, como un buñuelo de Semana Santa.
¿El Oso de Oro, señora Simón? Perdone, pero yo no le habría dado ni uno de peluche.
9 de abril de 2022
9 de abril de 2022
25 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nos dejó a todos sorprendidos en el pase del Festival de Málaga esta sencilla y emotiva historia a medio camino entre un falso documental y una ficción realista en la que hay detrás una labor espectacular de dirección y manejo de los actores. Merecidísimo el Oso de Oro en Berlín y que dará mucho que hablar tras su estreno en salas comerciales por su profunda humanidad.
Conoceremos a la familia Pinyol, donde el abuelo años atrás tuvo un pacto de caballeros con el dueño de las tierras estrechándose la mano. Tras morir, sus herederos quieren despojar de las tierras con cultivos de melocotones a esta familia para poner una instalación de placas solares. El único modo de vida que conocen estos agricultores se va al traste en pocos segundos...
Carla Simón tras ganar en el Festival de Málaga con "Verano de 1993" hace cinco años, vuelve, esta vez fuera de concurso para mostrarnos su gran trabajo con un elenco de actores no profesionales que vienen de las áreas rurales donde se desarrolla la historia. Sobresale la construcción de ese entorno tan creíble y cada personaje de esta familia, algo que le da un entrañable realismo.
Sin lugar a dudas, la mejor película proyectada en el certamen junto a la ganadora "Cinco lobitos" dos films muy sentimentales que te atrapan y te muestran con drama y cierta esperanza lo que es la vida.
Destino Arrakis.com
Conoceremos a la familia Pinyol, donde el abuelo años atrás tuvo un pacto de caballeros con el dueño de las tierras estrechándose la mano. Tras morir, sus herederos quieren despojar de las tierras con cultivos de melocotones a esta familia para poner una instalación de placas solares. El único modo de vida que conocen estos agricultores se va al traste en pocos segundos...
Carla Simón tras ganar en el Festival de Málaga con "Verano de 1993" hace cinco años, vuelve, esta vez fuera de concurso para mostrarnos su gran trabajo con un elenco de actores no profesionales que vienen de las áreas rurales donde se desarrolla la historia. Sobresale la construcción de ese entorno tan creíble y cada personaje de esta familia, algo que le da un entrañable realismo.
Sin lugar a dudas, la mejor película proyectada en el certamen junto a la ganadora "Cinco lobitos" dos films muy sentimentales que te atrapan y te muestran con drama y cierta esperanza lo que es la vida.
Destino Arrakis.com
15 de septiembre de 2022
15 de septiembre de 2022
13 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Independientemente de los premios, esta película no sé cómo ha llegado a donde ha llegado y mucho menos entiendo que vaya a representar a España en los Óscars.
Es aburrida, tiene un falso contenido y simbolismo totalmente insípido. No emociona, los personajes no transmiten nada. Que muy bien el ruralismo y todo eso pero es que no aporta nada. Me aburrí en el cine y me dieron ganas de dormirme y a mí que me expliquen qué le ven a esta castaña para que se llevara hasta un oso de oro.
Me da que los que les gusta esta película van de intelectualoides entendidos que dicen tener sensibilidad cuando es todo pose, impostado y no tiene la fuerza necesaria para transmitir un mensaje claro al espectador.
Pero a mí no me engañan, no sé si a vosotros sí. Por la nota que tiene la película me temo lo peor.
Es aburrida, tiene un falso contenido y simbolismo totalmente insípido. No emociona, los personajes no transmiten nada. Que muy bien el ruralismo y todo eso pero es que no aporta nada. Me aburrí en el cine y me dieron ganas de dormirme y a mí que me expliquen qué le ven a esta castaña para que se llevara hasta un oso de oro.
Me da que los que les gusta esta película van de intelectualoides entendidos que dicen tener sensibilidad cuando es todo pose, impostado y no tiene la fuerza necesaria para transmitir un mensaje claro al espectador.
Pero a mí no me engañan, no sé si a vosotros sí. Por la nota que tiene la película me temo lo peor.
23 de octubre de 2022
23 de octubre de 2022
13 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uf !! No sé ni como empezar...
... pero lo que sí sé es que voy a buscar la cinta aquella que grabé hace ocho años en el pueblo de mis suegros, cuando mis hijos me ayudaban a recoger ciruelas claudias de la huerta y el vecino de la casa de enfrente vino a decirme que su sobrina se había ido a estudiar al extranjero, porque con semejante historia, y visto el nivel que hay, creo que puedo optar a tres o cuatro goyas (y a varias subvenciones),
Lo veo fácil.
... pero lo que sí sé es que voy a buscar la cinta aquella que grabé hace ocho años en el pueblo de mis suegros, cuando mis hijos me ayudaban a recoger ciruelas claudias de la huerta y el vecino de la casa de enfrente vino a decirme que su sobrina se había ido a estudiar al extranjero, porque con semejante historia, y visto el nivel que hay, creo que puedo optar a tres o cuatro goyas (y a varias subvenciones),
Lo veo fácil.
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