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Leviatán

Drama Kolia vive en un pueblito a orillas del mar de Barents, al norte de Rusia. Tiene un taller de mecánica al lado de su casa, donde vive con su joven esposa y su hijo, fruto de una relación anterior. El alcalde del pueblo está decidido a apropiarse de la casa y del taller de Kolia a toda costa. Primero intenta comprar el terreno, pero Kolia no está dispuesto a vender. (FILMAFFINITY)
Críticas 82
Críticas ordenadas por utilidad
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7
29 de diciembre de 2014
162 de 169 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los caminos de la libre asociación son inescrutables. Acaba 'Leviatán' y siento que conforma en mi interior un díptico de suciedad junto a 'Black Coal', de Diao Yinan. Historias post-modernas de los dos grandes colosos comunistas de la Historia. Difieren en su estética, pero el poso de ambas es como un muñón de hielo que se adhiere al paladar. Después de ellas, toda esperanza es utopía.

Howard Phillips Lovecraft, en 'La sombra sobre Innsmouth', nos habla con horror de Devil Reef, el Arrecife del Diablo. “A menudo sobresale del agua y nunca queda muy por debajo de las olas, pero difícilmente se podría decir que es una isla.” Un arrecife abrupto, irregular, poblado por demonios innombrables. Cuando Andrei Zvyagintsev retrata esos parajes de belleza fría y desolada situados en el confín Norte del mundo, tenemos la impresión de contemplar, en cierto modo, el Arrecife del Diablo. Pero aquí, la Bestia, el Leviatán, es el Sistema, con S turbia y ominosa. Zvyagintsev, en esos planos fascinantes del mar y sus orillas, alcanza el súmmum de su arte. El ruido sordo de las olas, la geografía severa, el desamparo. La transparencia es engañosa, el monstruo acecha por doquier, dispuesto a golpear.

En la paleta de colores predominan los tonos fríos, como es costumbre en este director. Zvyagintsev es azul, como Chagall. Pero, a diferencia de este último, sus figuras nunca consiguen liberarse del peso de la gravedad. Ni el vodka, bebido en cantidades industriales, consigue hacer que vuelen. No se trata del vino cálido de Omar Jayyam o de Dionisos, el vodka aquí es licor que arrasa al individuo. Paladear, beber de un trago, la diferencia es infinita. Climas distintos, distintas formas de beber o de evadirse, aunque en el fondo no haya escapatoria.

La cinta contiene varios registros: alterna la denuncia social, la sátira, el drama familiar y la tragedia. Formalmente, la veo menos deudora de Tarkovski que otras obras del mismo director. La encuentro más cercana a uno de sus más ilustres seguidores: Béla Tarr. El húngaro, en 'Armonías de Werckmeister', nos enseña a la ballena disecada; el ruso, en 'Leviatán', nos muestra su esqueleto. Ya ni siquiera es un cadáver ambulante, sino el vestigio de un naufragio. Un naufragio que bien pudiera ser, en clave simbólica, el del alma rusa. Un paso más en el camino hacia la nada o la condena. Pero, en forma y pensamiento, Tarr es superior a Zvyagintsev.

Uno de los mayores aciertos de 'Leviatán' está en lo que no vemos. La calidad de las elipsis es extraordinaria. La mayor violencia –una pelea, una muerte, un acto de traición–, apenas queda registrada. El alcalde –un patán canijo, estrábico y borracho– es un villano bufo aterrador. Uno tiene la certeza de que, en Rusia, el Sistema contiene multitud de piezas como él. Un par de confrontaciones, algún encuentro, y se pone en marcha el mecanismo. La Bestia se alimenta de las circunstancias y construye un desenlace que produce escalofríos. La figura cínica del pope roza la parodia (es el payaso serio, en contraposición a la figura del alcalde, que vendría a ser el clown patoso). Habla en subtexto y no se compromete. El pope y el alcalde tienen tanta gracia como la parejita de Haneke en 'Funny Games'.

Zvyagintsev tiene buena mano para las imágenes-símbolo. Construye iconos visuales de gran potencia cinematográfica. La casa de Kolia, con esa cristalera luminosa, es puro desafío. Alrededor, un mundo en que personas, barcos, coches y edificios, están todos en ruinas. Como contrapunto, despachos, tribunales y jerga judicial, con esa asepsia y rigidez tan repulsivas. Y la grúa… Ese plano frontal (emocionalmente demoledor y casi subjetivo –el punto de vista es, quizás, el alma herida de la casa; o, lo que viene a ser lo mismo, la ausencia de sus habitantes–), ese plano, digo, en que la bestia-máquina alarga el cuello hacia nosotros, me hizo acurrucarme en la butaca igual que un topo en una madriguera. Es, evidentemente, la imagen-símbolo del nuevo Leviatán. La grúa sustituye al monstruo de la Biblia.

El drama queda rebajado con acierto por las frecuentes humoradas (ese uso de los retratos de líderes pasados, que se emparentan con la foto de Vladímir Putin en el despacho del alcalde). La fotografía es espléndida aunque, en general, prefiero al Zvyagintsev que rueda en exteriores; sus escenas de interior no siempre me convencen. Y cómo cuida los detalles –el brillo de las alianzas, el mimo en los encuadres y la luz–. La historia avanza muy despacio y, como ya le sucediera en su primer largometraje, 'El regreso', al ruso a veces se le viene abajo la tensión. Ese es, para mí, el principal defecto de la cinta. En lo que al tempo se refiere, 'Leviatán' camina en el alambre.

“Todos somos culpables de algo”, se dice en la película. Algún vislumbre hay en ella del proceso a Joseph K. Aunque, en este caso, conocemos el cargo y la sentencia. Observo que, pese a la gran presencia del estamento religioso, toda espiritualidad queda voluntariamente desterrada por el director. Si acaso, lo más cercano a la experiencia religiosa es la reunión de chavales en los restos de la iglesia derruida. “Dios no está en la fuerza sino en la verdad”, declama el pope.

“¿Y qué es la verdad?” (Juan 18:38), pregunto yo, como Pilatos, mirando de reojo al Leviatán.



[Texto publicado en cinemaadhoc.info]
7
3 de enero de 2015
69 de 77 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante e intensa película rusa que aborda un tema de notoria actualidad: los deleznables y estomagantes efectos de la corrupción política, la connivencia entre todos los poderes fácticos, la imposibilidad de vencer a la maquinaria del Estado cuando no hay Estado digno de tal nombre o las mafias y corruptelas están por encima de las instituciones y de las leyes. Querer ir contra el hampa corrupta, contra los descastados adoradores del becerro de oro, de las pieles ensangrentadas, de los sanedrines universitarios, de las Iglesias vanidosas y palabreras… nada está al servicio del ciudadano sino que se oficia un pandemónium fatalista contra el que es imposible vencer. La venganza cruenta y desoladora como única realidad lacerante.

¿De qué sirve tener la razón si no hay nadie que nos avale o interceda por nosotros? ¿De qué valen las leyes si no hay nadie dispuesto a aplicarlas o defenderlas o sostenerlas? ¿Para qué vivir si somos meros juguetes desvencijados a merced del latrocinio, del atropello, de la rapiña, de los humores y prioridades flatulentas de los caciques y sus aduladores y lameculos de carrera? ¿Para qué sobrevivir al hundimiento apocalíptico cuando nos parten el espinazo, arramblan con nuestros bienes, nos despojan de toda dignidad y somos tan solo una ruina famélica y renqueante a merced del viento, de las mareas, de las inclemencias de las penalidades cotidianas? ¿Cómo vencer cuando ya estamos vencidos, cuando el punto de partida está trucado y las cartas están marcadas y somos unos peleles manipulados por la retórica del sibilino más avispado, listillos de cónclaves o asambleas devaluadas?

Produce desazón, desasosiego y repulsión ver que el mal es general e impregna todos los países, todas las culturas y todas las ideologías.Es la verdadera calamidad contemporánea que se viste de mil ropajes y se defiende con cien mil cantos de sirenas oportunistas y tunantes que tratan de maquillar lo abominable del discurso con la retórica más conveniente para cada ocasión y circunstancia. Cuando no hay instituciones sólidas quedamos en manos del demagogo de turno que manipula, tergiversa, compra y vende favores y adapta su discurso para acomodar el mensaje a cada circunstancia. El mal es endémico y cuando no hay refugio, sólo queda un reguero de cadáveres.

Desoladora muestra de acerado cine político y social que produce tanta incomodidad como desconsuelo. Andamos entre ruinas y glorificamos el fango. Trágica y necesaria pero nada gratificante. Ni un rayo de esperanza. Desencanto total.
8
10 de junio de 2014
35 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay un gran monstruo que atenaza nuestras vidas, que se expande por tierra y mar. Andrei Zvyagintsev ha sabido retratar con mucho tino ese monstruo llamado Leviathan, un monstruo que en este caso se viste de administración rusa, aunque bien podría aplicarse a las de otras nacionalidades con sus consecuentes variantes. En el ojo del huracán, una familia rota, obligada a abandonar sus tierras, y con la consecuente problemática legal que ello acarrea. Acompañamos a esta familia durante esos días en los que decir adiós a una casa es sólo el principio de una fatídica etapa. El poder político, la religión y la sociedad a juicio en esta película donde Zvyagintsev dejará hueco también para la risa.

De primeras entramos en un lugar desolado, páramos sin ápice de humanidad donde todo ha sido abandonado a su suerte, a su mala suerte, la misma que acompaña a la familia protagonista durante toda su desventura. Entre ellos el abogado, amigo y confidente, y del otro lado, el apelado, el Ayuntamiento expropiador, el corrupto avaricioso vestido de demonio, pero es un mal que se ve venir. Pero Zvyagintsev no se queda ahí. Junto al demonio coloca otro mal disfrazado de perro pastor, el que guía al rebaño pero se alía con el lobo, el poder religioso. Para retorcerlo aún más, el realizador ruso envenena también al rebaño, dándonos una narración dramática con algunos brochazos cómicos, la realidad de una sociedad que intenta salir a flote huyendo de sus propios demonios, de ese Leviathan que quiere devorarle. Pero la realidad siempre es más cruel y demoledora.

A pesar de contar con unos 140 minutos, la película tiene un ritmo muy fluido, una narración bastante correcta que nos impide perdernos en derroteros alejados y centrarnos en lo que nos cuenta, pero hay tiempo suficiente para disfrutar de ese entorno desolado que no sólo guarda ruinas, destrucción y soledad, sino también cierta belleza fría, que no frívola, esa belleza natural que suele acompañar a los lugares más silenciosos. Lo bueno es que Zvyagintsev no se calla, y nos hace gozar y estremecernos con su monstruo acuático. A nivel interpretativo no puede haber ninguna queja: pasión y serenidad en dosis perfectas de las que se encargan, entre otros, Aleksei Serebryakov, Elena Lyadova (Elena) o Vladimir Vdovichenkov (360 – Juego de destinos), un claro ejemplo de trabajo en equipo.

Andrei Zvyagintsev siempre ha destacado por hacer un cine más serio, más entregado al drama personal de sus personajes. En Leviathan no abandona ese tratamiento, pero se arriesga intercalando momentos de humor, humor a ratos negro y a otros exaltando el patetismo implícito de algunos personajes. Quien nos diría a todos que nos íbamos a reír en una película del artífice de El regreso o Elena. Además, otro de los puntos que ha variado respecto a películas anteriores, es su mirada final. Si bien en los títulos citados dejaba un camino abierto a sus personajes, en su última película los remata, les cierra la puerta a una posible continuidad, a excepción del páramo desolado con restos de vidas pasadas, que se queda tal cual lo encontramos, a esperas de un nuevo monstruo (o del mismo pero con otra cara) que nos descubra una nueva historia.
9
27 de diciembre de 2014
25 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
La tradición judaica conminaba a impedir que el leviatán, ese terrible monstruo marino, procreara. Pues en tal caso su pareja sería la reencarnación de la serpiente de Adán y Eva. Y entonces nada se le interpondría en la destrucción del mundo de los honestos.

En una playa del mar de Barents relumbra el esqueleto níveo de una ¿ballena? varada. Allí vive plácidamente la familia de Kolya, generación tras generación, en un lugar de belleza extrema.

El leviatán encontró descendencia y se halla ahora encarnado en la figura de un temible oligarca, alcalde de la población más cercana a la casa del protagonista, enfebrecido por la codicia inmobiliaria, sediento de despojar a Kolya de todo.

«Leviatán» es la cuarta película del aclamado director ruso Andrey Zvyagintsev y trata, en su historia grande, de la capacidad de destrucción de los poderosos. Razona sus tiempos de actuación, sus instrumentos y debilidades.

Pero si «Leviatán» es una película mayor, una de las mejores de 2014, es porque contiene también una historia pequeña que disecciona la relación familiar y social con una sagacidad apabullante.

El animal varado es por momentos metáfora del político Leviatán. Lo es de la mujer, atrapada en un papel que se le pretende secundario, sin elección, con la pata rota atada a la cama. Lo es del adolescente. Del mundo rural en vías de aplastamiento. Del abogado legalista. De un país que abandonó un régimen, del que preserva estatuas y tics de comportamientos sociales. De un mundo en el que el ansia de posesión y despojo crece críticamente.

Y aún no es suficiente. «Leviatán» es mayor, decía, porque las escenas duran exactamente lo que deben para que se desarrolle el argumento y para crear una impactante incertidumbre que hace ansiar la siguiente escena. Es decir, el ritmo adecuado dentro de un guión magnífico.

«Leviatán» cuenta con el armazón musical de un Philip Glass absorbente y clásico. Una luz y una fotografía hipnóticas. El color. El paisaje gris de la tundra, el blanco del calcio óseo, el azul marino. Una naturaleza y un océano grandiosos. Las actuaciones de un grupo de actores sensacionales, la belleza de Elena Lyadova.

«Leviatán» es contemporánea y ya clásica, íntima y épica en la lucha desarmada contra un enemigo muy superior, cautivadora y emocionante, poética y perturbadora.

Excelente.
9
1 de noviembre de 2015
13 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
El guión de esta película es despiadado. Sin prisa va mostrando a funcionarios corruptos de escasa figuración (policías de caminos, empleados de una comisaría) pidiendo favores o demorando denuncias realizadas por civiles, todos personajes de un pequeño pueblo ruso que ha ido dejando esqueletos de edificios y casas destruidas, enmarcado por imágenes omnipresentes de una Naturaleza de curso inmutable ante el mezquino actuar de sus habitantes. El contrapunto de las escenas de este pequeño infierno con las imágenes del paisaje otorgan un sello estético de la mejor tradición del cine ruso.

La película hace recordar a "El Proceso", novela de Kafka donde un funcionario de un prestigioso banco es perseguido por la justicia y envuelto en una pesadilla que Orson Welles dotó de imágenes angustiosas. Pero en esta película, el personaje no está inmerso en la ciudad sino en un pueblo insignificante, siendo Kolia quizás el más insignificante de sus habitantes. Tras esta historia particular, el director pretende denunciar la corrupción de las instituciones en la Rusia actual.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Kolia (esposo de Lilya y padre de Romka) es el protagonista y víctima en esta tragedia, abierta crítica al actuar del poder estatal sobre una población indefensa. Plantea sin disimulo que no hay manera de hacer frente al alcalde (Vadim Sereyich) debido a que éste controla a sacerdotes, policías y jueces. El alcalde es el orquestador de toda la corrupción del pueblo, aunque el director le carga los dardos al sacerdote que se sienta en la oficina de Vadim y le dice que no le dé detalles de lo que hace, que no es una confesión, dando a entender que sabe que es un mafioso, pero que cuenta con todo su respaldo. Esta autoridad eclesiástica congrega a todos los personajes anteriores en su parroquia, que parece observar a los habitantes desde una colina, y donde Kolia es solo un alcohólico que no asiste a misa. La animadversión del director hacia la religión es tendenciosa; para el resto de la corrupción las imágenes son contemplativas, pero avanzan lento y aplastante como un elefante.

A Kolia lo traiciona su esposa, su hermano y sus amigos policías (en realidad no tiene amigos) luego de que el alcalde le ha expropiado su casa, que ha pertenecido por tres generaciones a su familia. La indemnización es abusiva y apenas cubre la sexta parte del valor de la propiedad. Toda esta implacable maquinaria es matizada con escenas donde pareciera que hablara el Vodka. Bajo su alero todos estos personajes se ríen de los líderes nacionales y pueden articular diálogos que parecieran hacerlos amigos.

El hermano de Kolia (Dmitri) intenta extorsionar al alcalde, que convoca a los poderes fácticos del pueblo. Se dan cuenta que tras él no hay nadie poderoso, y los matones de Vadim le propinan una paliza. Justo antes, Dmitri se ha acostado con la esposa de Kolia y ella es rechazada por Romka (el hijo). Lylia se da cuenta de que ha emporcado su propio chiquero y se arroja al mar. Ha transcurrido un día de su muerte y arrestan a Kolia, que ahoga sus penas en alcohol. Los secuaces de Vadim arman instantáneamente el caso y, a los pocos días, el tribunal condena a Kolia; los mismos jueces que anteriormente habían dictaminado en su contra y a favor del alcalde. Las sentencias son rápidas y leídas a una velocidad ininteligible, una suerte de justicia exprés.

El peso de la ley recae sin piedad sobre el personaje, que ingresa inexorablemente a cumplir su condena detrás de la puerta de un recinto carcelario que probablemente esconde un destino más trágico.
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