Un metraje excesivo lastra el ritmo de una película que pide acabar antes. Igualmente, merece la pena el visionado por ser un tema interesante con un buen reparto.

Por otro lado, es obvio cuál es el punto de vista de Lee, al igual que lo está en cuál es el de Loach... pero parece que al señor Boyero o bien le falta ver tetas o, sin ser excluyente, peca de señoro.

Para quien patalea por los cambios de raza y sexo respecto al material original, no puedo sentir más lástima y risas. Léase un par de valoraciones de usuarios con restos onanistas en pantalones de pana mohosa.

El tono de la serie adolece de una claridad impropia del cómic, con la finalidad de alejar al gran público de una oscuridad poética que para Netflix dificulta el acceso al gran público y que modifica el espíritu del original. Un error porque, además de en el tono, es evidente en el aspecto y la actuación de Morfeo con su resultado edulcorado.

Adaptar una gran obra significa arriesgarse para transmitir la esencia del referente, pero lo que más abunda en el audiovisual es un afán no de crear, si no de mercantilitzar y asegurar la inversión, matando el espíritu de la obra con una tediosa producción en cadena. Pensar que romper el tono del original es dar a la gente lo que quiere, es la eterna falacia que, con condescendencia, reina el audiovisual y mata el arte.

Obvio que Netflix, por mucho que Gaiman participe, iba a seguir con su línea editorial de salchichas conformistas.

Sobre el primer capítulo: es tan esquemático, vacuo e interesado en quedar bien con lo establecido que se vuelve un yermo pasquín moralista. Siendo una producción HBO se esperaría cierto riesgo en su factura de dirección y guión, pero dado el cariz del original se comprende el sinsentido.

Michael Haneke no cesa en su andadura crítica partiendo de situaciones y personajes extremos para azotar a la sociedad de bienestar occidental y sus valores establecidos. El cineasta alemán crea en su penúltima obra hasta la fecha (la última es "Caché", 2005) una historia donde un hecho desconocido ha provocado en la sociedad una situación límite, creando un clima de extrema inestabilidad vital para los ciudadanos que pondrá en peligro su supervivencia. De todo ello es muy interesante resaltar que la intención de Haneke no es hacer referencia a la causa que provoca la crisis, sino poner en evidencia la fragilidad de los valores occidentales obviando dicha causa.

Esto puede desesperar a muchos espectadores acostumbrados a un cine más convencional, puesto que en esta, como en el resto de cintas del alemán, se pone al espectador ante experiencias que lo incomodan para así cuestionarse el porqué de aquello que se le muestra y tratar de madurar respuestas, si es que las hay.

El de Haneke es pues un cine difícil de digerir (que no de ver), y que ataca directamente a donde más duele; de todos modos esto no merma su valor creativo y didáctico, sino que lo enriquece más. Así, crea una alegoría universal que recuerda a "El ángel exterminador" del aragonés Luis Buñuel (si bien la que nos toca abarca un espectro más amplio de la sociedad), y es representativa de que en las situaciones extremas el hombre es un lobo para el hombre. De este modo aparecen el egoísmo, la desesperación, la superchería y la fe ciega, los prejuicios, la muerte y la inmoralidad más visceral y profunda que todo lo digiere para luego vomitarlo y regurgitarlo si es necesario para no dejar títere con cabeza. Es decir, instintos primarios de supervivencia que arrasan con casi todo. Por otro lado, la mirada de Haneke no es meramente negativa sino que sabe encontrar resquicios de esperanza en el propio hombre, mostrando así la contradicción que nos rodea constantemente en la vida. Para ello el director no juzga a sus personajes y los deja respirar con las circunstancias personales que los condicionan. Muestra de ello es el francés que primero se puede antojar racista por su ataque al inmigrante polaco, y que al final del film es muestra de sentido común cuando éste parece brillar por su ausencia.

“El tiempo del lobo” es una tremenda ostia que nos muestra lo que podemos llegar a ser cuando las reglas de conducta se obvian y rigen la ignorancia, la necesidad de supervivencia y la ley del más fuerte. Es necesario que siga habiendo cine comprometido (como fue el de Pier Paolo Pasolini) que se asome al lado oscuro del hombre para recordarnos quienes somos, nos planteemos preguntas y saquemos algo en limpio que nos haga crecer.

El ruso Andrei Tarkovski sacó en 1962 esta película donde el uso de la cámara resulta espectacular y grandioso, esté en movimiento o no, dando a los planos el valor de cuadros perfectamente compuestos y pensados. La historia está muy bien conseguida gracias a unos ambientes verídicos y a un guión pilar realmente bueno. Por otro lado la actuación de Nikolai Burlyayev merece ser elogiada, representando un personaje que posee una doble vertiente: una que muestra y otra que guarda en su interior a causa del dolor. Así, su tema es universal y podemos ver cómo hoy en día se puede dar allí donde azota ese torbellino llamado guerra.
Peca de no dejar claro algún elemento del argumento y haciendo que el espectador se extravíe, aunque esto no mengua su grandeza.
Una labor de dirección y puesta en escena sublime.

De mención y revisión obligada