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Críticas de Zinephagus
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Críticas 19
Críticas ordenadas por utilidad
8
24 de febrero de 2015
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de chasquear al zalamero Goebbels y, de paso, a la potente Thea von Harbou con un oportuno mutis del escenario prenazi, Fritz Lang retomaría a su viejo conocido Mabuse para hablar de ciertos asuntos contemporáneos. "El testamento..." es una afilada y sombría parábola cuyo sentido captaron de inmediato sus detractores. No tardaría en ser prohibida en todo el territorio alemán. Conocemos hoy el film porque fue posible sacar clandestinamente del país alguna copia. Prueba del interés que tenía Fritz Lang en su difusión es el hecho de rodar, simultáneamente, una versión francesa.

Si el primer Mabuse era un extraño documental sobre un terreno abonado para el advenimiento del Reino del Crimen, la secuela de 1932 nos lo presenta como una realidad prácticamente consumada y triunfante. Poco podía hacerse ya, excepto lanzar una risa sardónica, clamar en el desierto por un desastre que la pereza o la cobardía de muchos había convertido en inevitable... y ponerse rápidamente a cubierto.

El espectro de Mabuse encuentra alimento y fortaleza en el caos generalizado. Sus mejores aliados son el terror y la confusión. De un diabólico baño de dolor nacería una civilización de hombres nuevos. El discurso nazi tenía aquí una materialización visionaria. Era ya demasiado tarde cuando comenzaron a ser escuchadas las lúcidas advertencias de gente como Lang. El monstruo multiplicaba su peligrosidad en progresión geométrica. Engrasaba metódicamente su maquinaria destructora.

"El testamento..." es inclasificable desde el punto de vista genérico. Es, en primer término, cine político. Pero su textura contiene elementos del fantástico, de eso que con el tiempo se llamará cine negro, de poema expresionista y hasta de comedia. Hay secuencias tan locas, tan soterradamente humorísticas, que anticipan en treinta años ciertos tics godardianos.
Zinephagus
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La historia del cine: Una odisea (Serie de TV)
SerieDocumental
Reino Unido2011
8,2
3.609
Documental, Intervenciones de: Aleksandr Sokúrov, Norman Lloyd, Lars von Trier, Paul Schrader ...
4
17 de abril de 2021
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mastodóntico y, al cabo, frustrante empeño de embutir la historia y evolución del cine, desde su nacimiento hasta cumplirse la primera década del siglo XXI, en algo más de quince horas. Se agradecen la pasión y la heterodoxia de Mark Cousins, pero acaba por resultar irritante la machaconería de algunas de sus tesis de batalla y desconcierta el afán por ningunear páginas y nombres capitales que, sin duda, él conoce, aunque minusvalore.

Es la síntesis de Cousins un universo fílmico por el que parecen no haber pasado, a juzgar por las inexistentes o simbólicas alusiones, nombres como los de Josef von Sternberg, Raoul Walsh, Joseph L. Mankiewicz, Max Ophuls, Preston Sturges, Masaki Kobayashi, Claude Chabrol, Frank Capra, Jacques Rivette, Mario Monicelli, George Cukor, Clint Eastwood, Otto Preminger, Frank Borzage, Mikio Naruse, Manoel de Oliveira, Mike Leigh, Robert Rossen, Jacques Becker, Blake Edwards, Jules Dassin, Aki Kaurismäki, Anthony Mann, Dino Risi, Eric Rohmer, Pietro Germi... Sin duda, todos ellos, figuras insignificantes en comparación con otras personalidades que sí parecen apasionarle, como Nicolas Roeg o Jane Campion. Siendo británico-irlandés, llena de perplejidad su completo olvido de las deliciosas comedias Ealing, con figuras tan imprescindibles como Mackendrick o Crichton, su paso de puntillas por encima del Free Cinema (pese a la afinidad ideológica que pudiéramos encontrar entre el espíritu de aquel movimiento y el documentalista) o la inexistencia del terror de la Hammer.

Respecto al cine español, un alarde de escandalosa ignorancia y una pintoresca pretensión de convertir la figura de Franco en el factor determinante de absolutamente todo. Incluso para explicar la esencia de películas como "El sol del mebrillo", de Víctor Erice, rodada ya en 1.992. Si Cousins conociese, tópicos aparte (dudo que se haya molestado en tratar de ver nada de Berlanga, Neville o Fernán Gómez), algo más de la cinematografía de nuestro país, tendría que reconocer que una parte muy sustancial de lo más valioso que haya dado estaría fechada dentro de los márgenes temporales del franquismo, con lo que su pueril "activismo" intelectual tendría que buscar algún tipo de construcción argumental alternativa a los tres o cuatro brochazos groseros con los que despacha perezosamente una producción que es algo mucho más complejo que supuestos islotes en medio de la nada, como Buñuel o Almodóvar.

Mención aparte merecería el insistente y bastante paternalista empeño feminista de Cousins, incapaz de glosar el trabajo de cualquiera de las mujeres que menciona sin subrayar la cuestión del género. Tampoco destacan por su sutileza las alusiones al contexto político coyuntural que envuelve cada una de las cinematografías en un período concreto, con pretensiones tan discutibles como la de que la presidencia de Ronald Reagan determina el carácter de casi todo el cine estadounidense de los ochenta.

Es fácil simpatizar con la militante convicción del autor en la importancia del cine del tercer mundo y la atención pormenorizada que concede a cinematografías "exóticas" de Asia o África, aunque tengamos la sospechas sobre la completa sinceridad de ese aprecio y que no sea el ariete preferente que haya querido utilizar contra ese Hollywood del que detesta enfáticamente la condición "industrial" (que, en cambio, le parece estupenda cuando las factorías están en Hong Kong o la India), el oligopolio de los grandes estudios, los estereotipos narrativos, el star system y las soluciones de puesta en escena encaminadas a potenciar el glamour o la comercialidad.

Es el trabajo de Cousins un pantagruélico banquete en el que, si uno toma la precaución de no comprarle todo el contenido de la salmodia incansable de sus comentarios y hace un esfuerzo de indulgencia para encontrar no tan tóxicas como puedan parecer muchas de sus apreciaciones, incluyendo la penosa orientación que se da a las entrevistas (pese a que personajes como Paul Schrader nunca puedan dejar de ser interesantes), la experiencia pueda ser relativamente satisfactoria. Al fin y al cabo, la vehemencia que despliega Cousins ennoblece y da entidad polémica a un trabajo que, de haberse presentado con un envoltorio frío y desapasionado, aunque exponiendo las mismas tesis, habría resultado irritante hasta decir basta, y además aburrido.
Zinephagus
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8
26 de febrero de 2015
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El western de Anthony Mann es una inmersión en la ambigüedad de héroes sin ganas ni vocación. Adyacente al mundo de Budd Boetticher-Randolph Scott, la pareja Mann-Stewart elaboró un ciclo de películas de apariencia menor, casi de serie "B". Pero radicales, fascinantes.

No sé si Mann se retorcía de risa ante los excesos de ciertos críticos, sobre todo franceses, con tendencia a descifrar sus films como si fuesen criptogramas. Lo cierto es que dejarse llevar por disquisiciones analíticas, descabelladas o no, es una tentación no fácil de soslayar.

Hay en "Tierras lejanas" un momento clave muy similar al de la muy posterior "Blue Velvet". En la película de David Lynch, el sádico delincuente interpretado por Dennis Hopper es el primero en reconocer su afinidad moral con el jovenzuelo imberbe de cándida apariencia. Aquí es el corrupto juez Gannon (John McIntire) quien ve inmediatamente en Jeff Webster (James Stewart) las señas de identidad que los aproximan. Mann y el soberbio guionista, Borden Chase, apoyarán casi toda la tensión narrativa de "Tierras lejanas" en la exploración de los puntos comunes de dos personalidades que el tópico hubiera dibujado contrapuestas.

Llegados a este punto, procede elogiar la inteligencia del gran James Stewart. Esa versatilidad que en él supieron encontrar cineastas como Hitchcock, Ford, Capra, Preminger y Mann. Stewart sabe trascender la inconveniencia de un físico casi imposible para otra cosa que no fuese representar lo más paternal y tranquilizador. Es capaz de asumir y hacer perfectamente creíble un tipo amargo, huidizo, desolado, ¿psicótico?. Un hombre que se resiste, con todas sus fuerzas, a ser ese justiciero desfacedor de entuertos que algunos creen ver. Más parece un orate nómada que empuja su existencia hacia adelante con obstinación ciega. Sólo Gannon y la experimentada aventurera que interpreta Ruth Roman saben reconocer a Webster como uno de los suyos. Incluso el viejo Ben Tatem (Walter Brennan), único amigo del protagonista, acaba comprendiendo que el ansiado retiro común de ambos sólo es posible con la muerte.

Si ha de llegar la explosión de Webster contra Gannon, siempre será más a consecuencia de la necesidad de un ajuste de cuentas personal que de una filantrópica decisión de apoyar a los indefensos colonos, atraídos por el señuelo del oro en Alaska y siempre asediados por los matones del juez para abandonar sus concesiones mineras.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Zinephagus
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4
20 de febrero de 2015
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Comedia esperpéntica de trazo más grosero que grueso. Un producto muy de su tiempo en el que Ettore Scola, como en un momento su indescriptible protagonista, vomita sobre nuestras cabezas un verdadero torrente de jugos atrabiliarios. En la coctelera, ponzoña, exceso, ánimo provocador y un evidente discurso, sobre cuya sinceridad y sentido caben interpretaciones dispares: puede que no muy halagüeñas para el máximo responsable del producto. El asunto, en apariencia, las condiciones de vida y el encanallamiento forzoso de un cierto subproletariado marginal que sobrevive, como ratas y entre ratas, en conglomerados de chabolas.

El neorrealismo italiano de los años cuarenta y cincuenta se especializó en poner su mirada sobre la vida perra, las esperanzas mil veces frustradas, el coraje o la renuncia de los eternos desheredados. A veces con efluvios vaticanos y otras con generosas dosis de doctrina afín al entonces poderoso PCI. Incluso, por la frecuente confluencia de guionistas de las dos orientaciones dentro del equipo de la misma película, mezclados ambos ramalazos dentro de una misma narración. "Brutti, sporchi e cattivi" derrama cal viva sobre los rescoldos del neorrealismo que aún pudiera conservar el cine italiano y retrata la pobreza extrema con no menos extrema ferocidad. Por supuesto manda a paseo ese cierto equilibrio entre el humanismo (de ley o de sacristía) y la moralina de raíz marxista. Para derivar a una especie de asunción de una cierta letra buñueliana, ya que el espíritu y el talento del aragonés quedan muy lejos del más optimista de los alcances que le pudiéramos atribuir al talento de Scola, desde la perspectiva que sobre él nos da el conocimiento de su carrera completa.

¿Divertida? No mucho, si tienes las antenas del sentido del humor orientadas en otra dirección distinta de la misantropía más destroyer y la regurgitación de amarguras propias y ajenas. Ciertamente hay unos cuantos chistes que funcionan y la película entretiene casi tanto como repugna. Así que no se niega la habilidad al director. Nino Manfredi se divierte lo suyo, bailando con todo el oficio del mundo sobre esta cumbre de sordidez. Que acaba revelándose como un gran festival de la autocomplacencia de Scola y de su coguionista, Ruggero Maccari. Encantados de ser tan corrosivos, tan diabólicos, tan transgresores y tan guarros. Encantados de haberse conocido a sí mismos.
Zinephagus
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8
23 de febrero de 2015
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es una choni de manual. Una protochoni, para ser más precisos. Se llama Monika y pasea su adolescencia pizpireta por el Estocolmo de los primeros cincuenta. Pero bien podría llamarse Sujaila o Esteisi, residir en Fuenlabrada, estar a medio alfabetizar, ahorrar para ponerse extensiones o siliconar pecho y darlo todo por un gallito de polígono.

Sorprendente para quienes aún tengan a Bergman estabulado como el gran metafísico o el fino y adusto buceador en conflictos morales de la burguesía ilustrada. Saltan por los aires todos los esquemas. ¿Qué le puede interesar a nuestro joven aunque ya sólido cineasta del mundo de estos jovenzuelos, tan ajenos a las que serán preocupaciones oficiales de su gran cine futuro? Todo, absolutamente todo.

Con inmensa ternura pero sin limar aristas, con vitalidad pero sin hurtarnos enfoques hacia la desesperanza, Bergman decide prohijar a Monika y Harry y contarnos, con una fluidez desarmante y un poder estético no improcedente en los infinitos matices del gris captados por Gunnar Fischer, la historia de estos dos adorables atolondrados.

Pinceladas impresionistas, que pueden ser amables o amargas, sobre el discurrir cotidiano de ambos antes y después de conocerse, en su aventura común y en el consecuente de esa aventura, cuando suena para ellos el despertador, con la peor de las estridencias.

Luego está Harriet Andersson: llegada al cine de Bergman para quedarse en él, con su sensualidad asilvestrada y ese rostro, de los del millón de posibilidades, que el mundo de la interpretación sólo regala a sus hijos predilectos. Rostro que sustenta uno de los planos más bellos y revolucionarios en el cine de toda la década, siete años antes de Godard.
Zinephagus
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