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España España · Barcelona
Críticas de Borja C
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Críticas 17
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
30 de enero de 2019
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La penúltima película de Andrei Tarkovski nos habla sobre la vida y su devenir mediante el sacrificio y la sobriedad. Dejando claro que el hombre débil no es un luchador, pero sí un vencedor de la vida.

Gorchakov es un escritor, un poeta ruso de paso por Italia cuya alma está anclada en el mundo de las ideas y se debate entre el pasado y el presente. Visto desde fuera como un hombre tosco y nostálgico, su interior refleja una inquietud de espíritu. Algo contra lo que no puede combatir por más que lo intente. Ya al principio de la película, él no entra a la iglesia junto a Eugenia porque sentencia que está harto de sus cosas —las de los italianos—. Su ruptura con la realidad lo convierte en un aburguesado y melancólico personaje que se debate entre un origen y un ahora que lo hacen arcaico. Preocupado por cuestiones terrenales y de pensamiento que aun no llega a comprender. Anclado en su memoria.

En la escena de la iglesia, Eugenia pregunta al sacristán, descubriéndose por primera vez su afán autodestructivo, "porqué las mujeres son mas devotas que los hombres". Buscando una respuesta en el hombre, que no es más que el hombre sencillo y que poco o nada puede decir sobre eso. La respuesta es evasiva, pues él ya conoce el tipo de persona que hace esa pregunta y a la par que siente que debería ser claro, se abstiene —al menos al principio— y baja la mirada. Pero al final opta por decir una frase —que hoy en día no se podría decir en el cine, por razones de estúpida ideología— y con ella desnuda la personalidad de la chica. "—Una mujer sirve para tener hijos, para criarlos, con paciencia y sacrificio.— No voy a entrar mucho en lo que se puede leer en esta frase, por razones obvias, pero diré que "servir", en el sentido de "llegar a" no es algo malo. Eugenia se siente desligada de su feminidad, de su sino. Desde que pone un pie en el templo, siente como que hay una fuerza en su contra, que no es más que la que ella deja existir. Su figura se aleja de la de las otras mujeres que ahí moran, arrodilladas, orando... Admirando la belleza de las velas y el silencio mágico que se apodera de los muros. Y al salir los pájaros del interior de la santa, como materializando el milagro que es dar la vida, cosa que solo una mujer puede conseguir, ella se muestra impasible, altiva. El personaje es un dibujo de la negación de la espiritualidad frente a la búsqueda del placer; evidenciado en la secuencia de la conversación por teléfono con Gorchakov, donde queda claro que ella ha escogido la insulsa vida de la mediocridad, siendo, paradójicamente víctima de la servidumbre de la que hablaba.

Gorchakov investiga a Pavel Sosnovski, un músico ruso que se hizo muy famoso en Italia y que tras su regreso a casa, se suicidó. En el hotel dónde se aloja, todo es lúgubre y triste, las sombras se apoderan de la vida y el aire de melancolía y nostalgia puede incluso palparse en las paredes. Allí Gorchakov está cautivo, en su momento de oscuridad más completo, donde la noche que es su vida llega al punto más opaco. Pero dicen que la noche es más oscura justo antes de amanecer. Él duerme y el perro aparece por la ventana, tumbándose a su vera. Tiene un sueño que junta a Eugenia y a su madre en un simbólico papel de amor perdido/amor negado, que acaba acentuando su visión personal de ese ser que es la mujer. En su misma cama, donde yace dormido, aparece la figura de Mujer, preñada y serena —aludiendo a Zerkalo y la escena de levitación. Soberanía de la Madre en el mundo, en la vida—. Solo después de esa noche oscura, se ve la claridad, la bruma solo está sobre las aguas de la piscina y la luz llega a través de un personaje. Domenico. Un outsider que no es sino la voz de Tarkovski. Algunos lo llamaran apocalíptico, extremista, agitador… Pero nada más lejos. Él es quien ha dejado las banalidades y las posesiones, quien se arrepiente profundamente de los pecados que cometió en el pasado. Él, que vive en la soledad, entre suciedad, bajo la luz y sobre el agua —su casa es la inundación, la purificación del hábitat—. Que habita un espacio personal y a la vez de acogida para almas descarriadas, vacío de cosas y lleno de vida. Cuando Gorchakov lo visita, vemos que es un hombre sencillo, preocupado por las pequeñas cosas y absolutamente inquieto. Porque el mundo no es como debería, una gota más una gota hacen una gota más grande (1+1=1). La revelación que allí se le presenta a Gorchakov nada más entrar y fijar su mirada/ahondar la cámara en el charco y el musgo, es lo mismo que sucede al final con la catedral y la casa, pero invertido. Se ve de fuera hacia dentro, lo grande es grande en su pequeñez, entre el musgo y el barro se ven una montaña y un valle que a medida que el zoom es mayor, dibujan un paisaje.

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Borja C
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Fajr (C)
CortometrajeDocumental
Marruecos2017
5,4
92
Documental
9
27 de enero de 2019
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando la imagen es convertida en poesía, la esencia misma del arte del cine sobrepasa este plano.

Cuando nos preguntamos qué es la belleza, una definición académica nos incita a creer que es "la cualidad de un algo que nos provoca un placer sensorial, intelectual o espiritual". Ese concepto de placer espiritual, desde mi punto de vista, no es nada acertado. El placer es lo contrario al espíritu, es un apetito. Algo que llena un vacío durante un rato y luego abandona el ser para dejarlo hueco de nuevo. En principio, todo lo contrario a lo que es a espiritualidad, con la que se puede alcanzar una Verdad y una felicidad que van más allá de cualquier escrito. 

Fajr, al igual que un pequeño segmento de obras cinematográficas, consigue proporcionarme ese estado de felicidad. Es bastante difícil saber el porqué exacto —y mucho más explicarlo— pero es algo que siento y reflexiono. Su duración de apenas diez minutos basta para causar en mi persona un sentimiento de arrullo, de ataraxia, que me deja sin aliento. Al admirar las tomas del desierto de Marruecos, dónde la noche se aclara de manera efímera, mientras unas figuras —entre humanas y celestiales — surgen y permanecen impávidas observando y siendo observadas, las dunas conforman un terreno sinuoso y suave. Desde la abstracción nocturna, la luz va poco a poco devolviendo al espacio su dimensión y al cuerpo su volumen. De la oscuridad surge la luz y, a su vez, de la quietud insondable y tácita surge el canto. Suena el "adhan" interpretado por Mishary Rashid Al-Afasy y la inmovilidad que reinaba sobre el paisaje, comienza a verse alterada por una radiación. Un difuminar que provoca la invisibilidad paulatina en los cuerpos que consiguen la trascendencia. Cambio de esencia, de plano y de realidad. Iluminación.

Fajr tiene un doble significado en árabe: designa al amanecer, y también al 'adhan' -cántico de llamada a la oración- que suena desde las mezquitas justo antes del amanecer. Estos cánticos irrumpen cinco veces al día en las poblaciones musulmanas. Voces que aparecen sobrevolando las kasbahs, los palmerales, las dunas... Como un recordatorio de que, más allá de la vida cotidiana, coexiste una espiritual. Cuando llegan las palabras del cántico, el ritmo de vida habitual adquiere otra densidad, penetramos en un modo distinto de experimentar el tiempo. Sin duda más introspectivo, un tiempo interior, y por eso más abierto y profundo. El cántico supone así una interrupción, un paréntesis en el fluir cotidiano, y una vez termina, el ritmo habitual se restituye.

El desierto en Fajr no es el desierto en Nietzsche. Aquí su simbolismo radica en su capacidad de transformar a uno en sí mismo, con su condensación, su tiempo suspendido y su carácter purificador. Provocando una sumersión en tu ser para luego salir y diluirte —literalmente— con el todo. Y poder romper la barrera que separa hoy en día, cuerpo y alma, persona y paisaje; lo orgánico de lo inorgánico y la luz de la sombra. 

Volver a un origen, a un punto de partida en nuestra Historia es algo que pocos cineastas hacen hoy en día. Lejos de intentar recrear los orígenes del cine —más técnicos que artísticos—, como hacen otros autores experimentales, Patiño y un puñado de directores intentan indagar en la propia esencia del mismo. Llegando, en contadas ocasiones, a ofrecer verdaderas experiencias de espíritu. Junto con Sleep Has Her House y Womb del jovencísimo Scott Barley, Fajr se convierte en una de las mejores visiones del pasado 2017. Una de esos films lacónicos que llegan a conmover sin necesidad de palabras, valiéndose de la imagen y el sonido, los elementos primarios del cine.

Más en: https://cinesinfin214878919.wordpress.com/2019/01/27/fajr/
Borja C
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10
25 de enero de 2019
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ardua tarea la de hablar de cualquier film de Tarkovski y más aún de Zerkalo. Una película que se aleja de un concepto material, adentrándose en uno mucho más ambiguo y espiritual. Uno que evoca recuerdos y susurra poesía. Este es un film que escapa al naturalismo y a la matemática para adentrarse en materia de la mente con un subjetivismo absoluto.

Es posible que este tipo de cine pueda repeler a algunos, en una época y una Historia marcada por el predominio de un cine-espectáculo que poco o nada se adentra en terrenos como el de la identidad o los recuerdos. Pero es menester tener la mente despejada y carente de prejuicios, evitando hacer comparaciones vanas para con otras películas, pues Zerkalo es una de esas joyas que llenan las pocas estanterías del cine único o puro. Una oda a una vida, a unos recuerdos expresada mediante un lenguaje evocador y misterioso —aunque no ininteligible—.

No es posible ni correcto hacer una crítica “al uso” de una película como esta, pues en palabras de Carlos Señor: “El Espejo es un film que hay que evocar, no que descifrar.” […] “Estamos ante un cine interiorizado, entendible solo por la expresividad del lenguaje cinematográfico.” Por tanto me voy a limitar a valorar algunos aspectos del cine de Tarkovski que aquí se manifiestan, a la par que trato de explicar las emociones y estados que me sugiere la película.

Zerkalo se podría catalogar como “cine-poesía” —nombre que creo le hace justicia, aunque también reduce al mínimo sus aspiraciones— pues la clave para verla y apreciarla es hacerlo como si  se estuviese leyendo un poema. Con la diferencia, claro está, de que en el cine el tiempo lo marca el mismo medio y por tanto hay que hacer un mayor “esfuerzo” por ahondar en él y colocarse en una posición, lo más anímica posible, para poder apreciarlo. Así pues, fuera de la “historia”, de la que hablaré después, veo más importante el hecho de centrarse en lo que el ojo ve, en lo que las imágenes tan cuidadas y delicadamente escogidas nos enseñan. El hecho de deleitarse solamente con una imagen en movimiento, no es ilegítimo si esa imagen “habla”. Si, en el más puro sentido de la palabra, evoca. Y esto es un punto muy interesante a la hora de dilucidar cuándo estamos ante una obra artística y cuando no. El hecho de admirar lo bello y nada más, no creo que pueda definirse como una verdadera experiencia artística. No digo que no pueda ser interesante ni alentador, pero solamente el hecho de captar un momento en el tiempo o en la realidad, alejado de un concepto existencial, de un sentimiento verdaderamente pasional, hace que sea complicado valorarlo como arte. En el cine de Tarkovski, el equilibrio entre estética y discurso es absoluto. Haciendo que la experiencia visual traspase el nivel de lo "bonito" y trascienda. En el caso concreto de Zerkalo, las imágenes de la hierba y los árboles en movimiento y en sintonía con el viento claman al sentido mismo del acto evocador del recuerdo y apoyan la acción mediante su puesta en escena. Al igual que el agua, el fuego o las aves que aparecen.

Llegamos pues a la conclusión de que ésta no es una de esas películas que dejan boquiabierto al espectador tras no haber entendido, ni pretendido, nada más que la belleza de una imagen. Aquí hay mucho más. Está ese ánimo creativo que da nombre a un autor, el que lo hace sufrir y trabajar más y más. Podría decirse que es la contrapartida del cine experimental americano —cuyos productos se han comparado con Zerkalo y otras obras de arte verdaderas—. Si se indaga en Tarkovski, leyendo por ejemplo "Esculpir (en) el tiempo" nos damos cuenta del afán creador de éste y su misión en el arte de tallar, de captar el tiempo.

El tiempo en Tarkovski es un tiempo real e ideal a la vez. Su conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue elevarlo lo suficiente como para crear uno propio sin pedantería. En ésta película el tiempo transcurre no gracias, sino a pesar del montaje. Su uso del plano secuencia —ampliamente visible en toda su obra, sobre todo en sus tres últimas películas, obras cumbre del cine mundial que sucedieron a Zerkalo— supone un acercamiento relajado a la realidad y a la vez un distanciamiento del medio cinematográfico. En vez de ver cine, lo vives. Su haber técnico, basado en una creencia casi religiosa del tiempo en el cine, supone un punto de inflexión en su obra en cuanto al acto mismo de filmar la realidad. Zerkalo difiere de toda la obra anterior y posterior de Tarkovski debido a su estructura temporal y su tiempo estructural, necesarios para evocar una verdadera sensación de intemporalidad y crear un proceso memorístico que hace la obra accesible en el plano de la poética, pero desechable en el plano de la narración literaria, tan ligada al cine. No es extraño pues, pensar que Tarknovski quisiera poner fin a su carrera después de filmar tal ensoñación—debido a una serie de cartas de admiración, decidió que su labor, su tarea para el mundo y el arte, debía continuar—. ¿Qué hacer después de Zerkalo? Puedo imaginar el peso que Tarkovski llevó en su alma al filmar cada hoja, cada gesto; partes de su vida retratadas con mano firme pero delicada. Para dar a luz una obra que sugiere mucho más de lo que quiere representar. El personaje, la persona y la idea de una madre cuyo rostro no se recuerda, que se rememora pensando en la faz de la mujer del protagonista —ambas interpretadas por una misma actriz—  y que se intercala crípticamente con el "Retrato de mujer joven ante un enebro" de Da Vinci, para acentuar más esa complejidad humana de un rostro que nos atrae y nos repele al mismo tiempo.

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Borja C
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9
18 de enero de 2019
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El tren, aparte de ser un mero medio de transporte, en el cine tiene un simbolismo demasiado fuerte y evocador como para pasarlo por alto. Su naturaleza recurrente en muchos de los grandes films de la historia no puede darse por eludida, y mucho menos en una crítica de ésta película. Muchos autores han hecho uso del tren como símbolo en sus películas, desde Víctor Erice en El espíritu de la colmena (1973) hasta José Luis Guerin con su Tren de sombras (1997), pasando por Madre e Hijo (1997) de Aleksandr Sokurov y Polustanok (2000) de Sergei Loznitsa. En todos ellos el tren es un elemento lejano, fantasmal. Un mensajero del tiempo unidireccional, a grandes rasgos. El destino y el devenir de una vida que va a tocar a su fin. Sin embargo, en ninguna de las cintas mencionadas, ningún personaje interactúa con él. Siempre se muestra como una figura inalcanzable, como la representación de algo inevitable. Aquí es donde Tabiate bijan ofrece un planteamiento diferente, que sin dejar de representar lo mismo, hace que se vea de otra forma. Si el tren se desvirtúa, si se “humaniza”, puede llegarse a comprender un concepto diferente de él. Y por tanto, jugar en un terreno diferente aunque se tengan las mismas reglas.

Sohrab Saless, el desconocidísimo director iraní, propone dar una visión del tiempo genuina y única mediante el contacto directo con el vehículo. Pretende hacer que su personaje humano logre alcanzar lo inalcanzable —o por lo menos intentarlo—. Mediante una historia más que sobria, muestra y maneja el tiempo —tanto cinematográfico como vívido— de la manera más real, contemplativa y experiencial de su siglo —al menos hasta que llegó el húngaro—. Nos cuenta el proceso de vida de una pareja de ancianos durante seis días, su rutina, su re-rutina y hace que el tiempo se materialice en dos sentidos (real e ideal).

Mohamad es un hombre sin edad, que vive cerca de un cruce de caminos dónde trabaja como gerente ferroviario. Básicamente se ocupa de subir y bajar las vayas que prohíben el paso a los transeúntes mientras el tren pasa. La condición de que sea un trabajo manual que requiere de su acción directa pone de manifiesto su compromiso personal con el acto de “paso” y denota una falsa ilusión de control, ya que de manera irrisoria el cruce no es muy transitado. Llegando solamente a pasar un pastor con sus ovejas al principio de la película.

Pero Mohamad no repara en ello. Es un ser muy básico que como un maniquí acude a su lugar de trabajo que es también su lugar de vida, de existencia. Víctima de un problema más que social, por mucho que la gente se empeñe —aquí lo que se interioriza es de lo más existencial— que debate al hombre y a su mujer entre la nada y la absoluta oscuridad. Pues en un tiempo de espera, en el que no se sabe si se vive o se “pasa el tiempo” el apocalipsis interno es cuestión de tiempo.

Cuando le llega la notificación de jubilación, los cimientos de su pequeño mundo se empiezan a derrumbar —o quizá ya lo estaban y ahora puede empezar a hacerlos añicos—. El hecho de no saber qué hacer tras perder su empleo, es la revelación de un secreto a voces, la amarga sensación de no ver un mañana posible si le arrebatan lo único que le obliga a ser. Y por consecuencia surge un sentimiento de negación. Decide no entender lo que significa esa carta, y en su fracaso decide recurrir a la súplica. Esa sustracción, ese cambio en su existencia vacua y rutinaria ponen de manifiesto algo demasiado triste y cierto: nada es para nada en una realidad cuya razón de ser es no ser; una realidad en la que Mohamad se condena —inevitablemente— a una rutina consciente e inconsciente al mismo tiempo que acaba por el derrumbe de la misma cuando se produce un cambio. Al igual que en El caballo de Turín—película con la que encuentro paralelismos brutales, de los cuales hablaré al final— existe una apocalipsis (im)personal cuando un estilo de vida marcado por la espera y el vagar-sin-rumbo se ve, ya no amenazado, sino erradicado por circunstancias externas. El hecho de que no haya una opción extra, una salida, no debe sorprender porque no se puede contemplar. La vida absolutamente manida que viven tanto Mohamad y su mujer como Ohlsdorfer y su hija está condicionada por algo que va más allá de las decisiones propias. Por tanto, cuando se habla de la inundación en el film de Saless y del miedo y la preocupación que ésta infunde en el protagonista, se está manifestando el advenimiento del cambio. Del fin. Y es cuestión de tiempo que llegue la carta— que no puede ser leída por la persona a la que va destinad, sino que ha de ser transmitida por un heraldo— que produce el terror y la desesperanza manifestados en una búsqueda ambigua y abocado al fracaso. Una inundación o un vendaval, da lo mismo.

Pero en Tabiate bijan hay un haz de luz. La Mujer. Lo que a priori puede verse como una vaga reflexión de una sociedad patriarcal, yo lo asemejo más a un enorme ejemplo de humildad y coraje. En la escena en la que su marido le dice que ha sido despedido ella se mantiene en silencio, como aceptando sin reproche lo que la vida les ha deparado. En el espacio cerrado y callado de la casa. Allí dónde Mohamad espera taciturno y apagado su próximo movimiento en la vida, mientras fuma y tose… fuma y tose… su mujer se dedica a tejer alfombras que no son otra cosa que las hebras del destino, cocer platos que se desbordan al igual que el mundo invisible y neblinoso del que poco o nada saben, y pedir a su marido un azúcar metafórico que nunca se le administra. Ella tiene algo que su marido no puede ni imaginar. Tiene un deseo, algo que le empuja a aceptar su devenir e inconscientemente la hace sabia. Ese velo que tanto ansía, significa esperanza, y mientras cada uno tiene su rutina, la de ella tiene sentido. Es, lo que se puede decir de manera tajante, suya.

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Borja C
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10
7 de enero de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una sobriedad exquisita y la avidez de un poeta árido, Erice deja fluir el cuento que se convierte en mito. Ana e Isabel, hermanas y opuestos, acuden al visionado de Frankenstein de James Whale. El cine llega a sus vidas. El monstruo también, y con él Dios.

Pasando por alto una simple conexión entre lo real y lo imaginal puede creerse que el aliciente de la película sirve solo para sembrar una duda en Ana. ¿Por qué el monstruo mata a la niña y porqué lo matan a él? Su hermana sabe que en el cine todo es mentira, ¿pero acaso lo es? Acaso El espíritu de la colmena lo es también? No. Puede ser que en este mundo idealizado —la colmena, distinta e igual a la de Cela— no quepa una verdad tan fuerte como la que Ana vive en el río. Puede ser que no seamos capaces de saber que el monstruo es real y ese encuentro tan fantástico sucede de verdad.

Haciendo memoria, en el cine como en la historia se han dado acontecimientos "inexplicables", pero no por ello menos reales. El hecho de que un iluminado guíe con la Verdad o que un místico explique cosas que hoy en día parecen harto olvidadas es algo similar a lo que acontece en los finales de Ordet o Stalker. Algo imposible de explicar con las herramientas actuales, con la fría sistemática o la racionalidad. Aspectos que representan a Fernando, un ser atrapado en sí mismo y en su mundo interior —falso y calculado—. Es él quien no puede ver más allá de los cristales/panales mientras el eco de su voz resuena en su cabeza, remitiendo a su cíclico encarcelamiento interior. Es él quien niega el dulce olor de una seta debido a su condición de dañina, separando el bien y el mal de manera tajante. Como si no hubiera grises.

Los personajes son el retrato de un rol espiritual que se acentúa al saber que sus nombres concuerdan con la realidad y que, por tanto, son “reales”. Ellos no son muy distintos a las abejas de Fernando, viviendo entre paredes y ventanas ámbar, ensimismados con sus tareas bajo el sol y la luna. Pero Ana es la esperanza. El contrapunto con su hermana, no en forma bíblica —no son como Caín y Abel— sino en cuanto a revelación y crecimiento personal. Isabel no cree en fantasmas ni espíritus, su juego infantil se reduce al susto y la sorpresa, con resultados vacíos a largo plazo, pues solo busca una reacción inmediata. Mientras que Ana lo toma más en serio. La escena en la que ve a su hermana, desplomada en el suelo, e intenta dilucidar si es otro de sus trucos o una verdad aterradora hacen que sepa qué es temer por la pérdida de un ser querido. Y mientras busca ayuda, desesperada, siembra las semillas de un alma y un pensamiento en continuo devenir. Al igual que cuando Isabel entra en la casa abandonada por una de sus puertas; la incertidumbre, el misterio, el miedo de no saber dónde ha entrado o porque ha osado hacerlo. Toda la realidad, tan práctica e insulsa para los demás, se torna ideal para Ana. Para ella el hecho de entrar en lo desconocido supone un sinfín de posibilidades, hasta quedar desubicada y aliviada, en cierto sentido, cuando su hermana sale por “el otro lado”. Cosas tan simples como el sonido del tren resonando en las vías, el olor de una seta o el monstruo de una película son para ella algo más de lo que su naturaleza sugiere. Y es por esto que el destino decide mandarle un mensaje.

Un personaje sin nombre, sin historia, sin voz, aparece saliendo del tren —mensajero de lo desconocido— para acomodarse en la casa encantada, donde habita el espíritu. Entonces éste se convierte en ser; y el cuento en mito. El reloj desaparece y con él, el tiempo real. Un gesto de compasión —manzana— se torna símbolo y Ana da un paso más en el escalón del alma. Pero, de nuevo, se presenta otra prueba para que dude, para que cambie. Su amigo —el espíritu en cuerpo— se desvanece o, en una lectura verosímil —histórica—, es asesinado. Ana descubre la sangre y su mente choca con una realidad distinta —la tangible— mientras surge un debate en su interior que culmina con la figura de su padre ante la puerta de su santuario. La culpa y el planteamiento de aceptar esa realidad la sumen en un estado de evolución. Ella madura de manera consciente por primera vez en toda su vida y huye al bosque donde la noche la abraza y ve su reflejo en las aguas azules. Ahora la película se asemeja a la de Whale. ¿Símil? Sí, pero no. Ella recurre a un apartado divino de la naturaleza y de su ser mientras intenta descifrar qué pasa en el —su— mundo. La escena más real de toda la cinta se presenta pues como una onírica visión que sugiere mucho más de lo que muestra. Pues el monstruo, el espíritu, se aparece, revivido en una forma que sugiere una mezcla entre un recuerdo y una idea, primero mediante el reflejo, luego en carne y hueso. Se acerca a ella. Ana sabe que va a morir, ha visto la película. Y ahora, también sabe porqué. Con un gesto de ensoñación que parece decir: —Que así sea (retazos de “la chica callada” de El séptimo sello); Ana da su vida, de manera sustancial, repudiando su cuerpo y anteponiendo su espíritu.

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Borja C
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