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España España · Barcelona
Voto de Borja C:
10
Drama En un pequeño pueblo de Castilla, en plena postguerra a mediados de los años cuarenta, Isabel y Ana, dos hermanas de ocho y seis años respectivamente, ven un domingo la película "El Doctor Frankenstein". A la pequeña la visión del film le causa tal impresión que no deja de hacer preguntas a su hermana mayor, que le asegura que el monstruo está vivo y se oculta cerca del pueblo. (FILMAFFINITY)
7 de enero de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una sobriedad exquisita y la avidez de un poeta árido, Erice deja fluir el cuento que se convierte en mito. Ana e Isabel, hermanas y opuestos, acuden al visionado de Frankenstein de James Whale. El cine llega a sus vidas. El monstruo también, y con él Dios.

Pasando por alto una simple conexión entre lo real y lo imaginal puede creerse que el aliciente de la película sirve solo para sembrar una duda en Ana. ¿Por qué el monstruo mata a la niña y porqué lo matan a él? Su hermana sabe que en el cine todo es mentira, ¿pero acaso lo es? Acaso El espíritu de la colmena lo es también? No. Puede ser que en este mundo idealizado —la colmena, distinta e igual a la de Cela— no quepa una verdad tan fuerte como la que Ana vive en el río. Puede ser que no seamos capaces de saber que el monstruo es real y ese encuentro tan fantástico sucede de verdad.

Haciendo memoria, en el cine como en la historia se han dado acontecimientos "inexplicables", pero no por ello menos reales. El hecho de que un iluminado guíe con la Verdad o que un místico explique cosas que hoy en día parecen harto olvidadas es algo similar a lo que acontece en los finales de Ordet o Stalker. Algo imposible de explicar con las herramientas actuales, con la fría sistemática o la racionalidad. Aspectos que representan a Fernando, un ser atrapado en sí mismo y en su mundo interior —falso y calculado—. Es él quien no puede ver más allá de los cristales/panales mientras el eco de su voz resuena en su cabeza, remitiendo a su cíclico encarcelamiento interior. Es él quien niega el dulce olor de una seta debido a su condición de dañina, separando el bien y el mal de manera tajante. Como si no hubiera grises.

Los personajes son el retrato de un rol espiritual que se acentúa al saber que sus nombres concuerdan con la realidad y que, por tanto, son “reales”. Ellos no son muy distintos a las abejas de Fernando, viviendo entre paredes y ventanas ámbar, ensimismados con sus tareas bajo el sol y la luna. Pero Ana es la esperanza. El contrapunto con su hermana, no en forma bíblica —no son como Caín y Abel— sino en cuanto a revelación y crecimiento personal. Isabel no cree en fantasmas ni espíritus, su juego infantil se reduce al susto y la sorpresa, con resultados vacíos a largo plazo, pues solo busca una reacción inmediata. Mientras que Ana lo toma más en serio. La escena en la que ve a su hermana, desplomada en el suelo, e intenta dilucidar si es otro de sus trucos o una verdad aterradora hacen que sepa qué es temer por la pérdida de un ser querido. Y mientras busca ayuda, desesperada, siembra las semillas de un alma y un pensamiento en continuo devenir. Al igual que cuando Isabel entra en la casa abandonada por una de sus puertas; la incertidumbre, el misterio, el miedo de no saber dónde ha entrado o porque ha osado hacerlo. Toda la realidad, tan práctica e insulsa para los demás, se torna ideal para Ana. Para ella el hecho de entrar en lo desconocido supone un sinfín de posibilidades, hasta quedar desubicada y aliviada, en cierto sentido, cuando su hermana sale por “el otro lado”. Cosas tan simples como el sonido del tren resonando en las vías, el olor de una seta o el monstruo de una película son para ella algo más de lo que su naturaleza sugiere. Y es por esto que el destino decide mandarle un mensaje.

Un personaje sin nombre, sin historia, sin voz, aparece saliendo del tren —mensajero de lo desconocido— para acomodarse en la casa encantada, donde habita el espíritu. Entonces éste se convierte en ser; y el cuento en mito. El reloj desaparece y con él, el tiempo real. Un gesto de compasión —manzana— se torna símbolo y Ana da un paso más en el escalón del alma. Pero, de nuevo, se presenta otra prueba para que dude, para que cambie. Su amigo —el espíritu en cuerpo— se desvanece o, en una lectura verosímil —histórica—, es asesinado. Ana descubre la sangre y su mente choca con una realidad distinta —la tangible— mientras surge un debate en su interior que culmina con la figura de su padre ante la puerta de su santuario. La culpa y el planteamiento de aceptar esa realidad la sumen en un estado de evolución. Ella madura de manera consciente por primera vez en toda su vida y huye al bosque donde la noche la abraza y ve su reflejo en las aguas azules. Ahora la película se asemeja a la de Whale. ¿Símil? Sí, pero no. Ella recurre a un apartado divino de la naturaleza y de su ser mientras intenta descifrar qué pasa en el —su— mundo. La escena más real de toda la cinta se presenta pues como una onírica visión que sugiere mucho más de lo que muestra. Pues el monstruo, el espíritu, se aparece, revivido en una forma que sugiere una mezcla entre un recuerdo y una idea, primero mediante el reflejo, luego en carne y hueso. Se acerca a ella. Ana sabe que va a morir, ha visto la película. Y ahora, también sabe porqué. Con un gesto de ensoñación que parece decir: —Que así sea (retazos de “la chica callada” de El séptimo sello); Ana da su vida, de manera sustancial, repudiando su cuerpo y anteponiendo su espíritu.

Continúa en "spoiler" por falta de espacio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Borja C
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