Cuando sentado en un banco de un parque de cualquier gran ciudad, sin nada que hacer, mientras llega la hora de coger el tren, vas ideando historias en torno a los seres anónimos que pasan delante de ti; partiendo de sus miradas huidizas o firmes, su vestimenta, su relajamiento o nerviosismo....; estás pergeñando un guión que podía servir muy bien a Neil Jordan para hacer una película. Porque el director irlandés gusta de este tipo de personajes que no aportarán grandes cosas a los libros de historia, pero dejan huella cada día en los caminos que transitan los pedestres.

Entre esa marabunta agitada, que parece dirigirse a algún lugar, ¿quién no se ha cruzado alguna vez con un taxista, una yonqui, una elegante señora forrada de pieles, unos tipos sin escrúpulos...?; ¿quién no ha compartido acera con el amor, la soledad, la desesperación, el deseo, el asco, la angustia y la desesperanza?. ¿Acertamos, alguna vez, al atribuir posibles enredos, aventuras o vicios privados a enigmáticos transeuntes?

La Mona Lisa de Da Vinci es más conocida por lo que esconde, que por lo que muestra. La Mona Lisa de Neil Jordan pierde valor cuando habla y su admirador (fantástico Bob Hoskins) la hubiera preferido, siempre, misteriosa muñeca muda de porcelana.