Vista veinte años después, la película me sigue produciendo la misma catarata de emociones que me produjo la primera vez que la vi en un cine de barrio a principios de los noventa.

Desde que arranca al vertiginoso ritmo del "Limehouse Blues", versionado por el mágico Django Reinhardt, hasta que acaba, con el mismo fondo musical y con la imagen de ese avión cruzando el Pacífico y viajando a la India y de Alice comiendo con sus hijos y atendiendo un comedor social, me parece una película embriagadora con un irresistible aroma a liberación y a libertad.

Y lo que se nos cuenta en ella, el paso de Alice (una especie de versión adulta y urbanita de la Alicia de Lewis Carroll) de la adolescencia emocional -que no tiene mucho que ver con la edad cronológica de cada uno- a la madurez, es una abrumadora lección de vida que nos regala este film aparentemente intrascendente.