Rose Glass rueda su primer largometraje con una apuesta clara por el terror con regusto estético nostálgico. Enmarcada en un género que no deja lugar a dudas, la película juega con los habituales límites entre lo que pasa en la mente y en la realidad.

Por eso, tras un arranque más sugerente y que busca salirse de las canónicas estridencias que inundan producciones del estilo, la trama deviene en un conjunto de pasajes más convencionales, incluso desde el punto de vista visual.

En ese primer tramo, Glass y su equipo consiguen un tempo tranquilo pero inquietante y una escenografía oscura y cálida, al mismo tiempo. Mientras, va dibujando –a través de esos elementos y de encuadres precisos– los rostros de las protagonistas y lo que significan. La estética setentera se prodiga hasta en el uso de ópticas particulares, sin molestar a la narración, para incluir a William Blake en un encaje preciso.

No obstante, a medida que avanzamos, Saint Maud se torna más convencional. En parte, porque la cámara inquieta abunda en lo brusco y evidencia el cliché del terror, donde se mezcla la inhibición sexual y la religiosidad. En un momento, como el actual, donde la ignorancia religiosa es común, generar terror a partir de ella se torna fácil (dado que lo desconocido es aún mayor) y confuso (por un batiburrillo nada riguroso de referencias).

Por otra parte, la protagonista, Morfydd Clark, sabe manejar bien el personaje por los rincones y extremos. De la misma forma, Adam Janota Bzowski –el compositor debutante en este largo formato y confesamente inspirado en piezas recientes como Hereditary– consigue una banda sonora definidora del tono, sin abusar de efectismos.

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