Meterse en Un buen corazón implica suspender toda noción redentoria, esperanzada, dulce y optimista que podemos tener sobre el mundo que nos rodea. Su atmósfera es gris, como sus colores, como su fotografía. Pero no es ese gris producto de la mezcla entre el blanco y el negro, que vá; es un color parduzco, rabioso, profundamente pesimista, concientemente cínico y descarado.

Dos personajes que tramposamente parecen complementarse, una mujer que engañosamente parece traer el oxígeno faltante y como fondo un bar que, de sólo verlo, el antro de la taberna de Moe se nos antoja como una fiesta de quince. Seres oxidados, prescindibles, la humanidad dejada de lado y tan sólo una huella sanguinolenta como herencia natural: eso es The good heart.

Los hechos se suceden con una lógica extraña, tan extraña como los tonos y el humor que la peli transpira. Algunos de ellos obedecen a las leyes de este inframundo, otros resaltan como baches conceptuales o crueldades gratuitas, tal es el caso del final, o el gato bebé y su destino. Algunas reacciones no son, en sí, inverosímiles sino más bien precipitadas; como si la velocidad del tiempo narrativo no fuera de la mano con el ritmo que la obra exige.

No obstante, como universo personal, pese a sus notorios defectos, Un buen corazón es un retrato irreprochable de almas humanas que hace tiempo ya que perdieron su lugar, sólo resta la marginalidad social y afectiva. Será que hay que dar crédito a esa frase..."nunca te aseguré que la vida sea un lecho de rosas".