En un mundo repleto de películas sobre la negación del final, en las que los protagonistas hacen lo imposible para sortear la desgracia, aparece esta obra sobre la aceptación de lo inevitable, donde el último día en la Tierra se siente como una prolongación de la rutina habitual y toda la gente se despide sin demasiado escándalo. Qué sentido tendría en el fondo si nadie deja nada atrás. Todos vamos al mismo sitio al fin y al cabo.

Creo que en ese sentido hay una reflexión muy hermosa, muy serena y muy interesante sobre la vida y sobre el inminente fin de nuestros días, el que tarde o temprano llega a todos. La tragedia del tomar consciencia del final inevitable golpea al planeta al unísono aquí como nos va golpeando uno a uno a lo largo de nuestra vida. Quien no estuviese preparado para ello solo tiene unas escasas horas para la aceptación, para lograr encontrar un reducto de calma en la idea del definitivo fin de la existencia, y cada persona lo hace a su manera.

Es la película más concisa y sensible sobre el fin del mundo. La que mejor entiende lo que nos hace humanos –retratado aquí a través de los pequeños detalles como el reencuentro con la gente del pasado, las conversaciones telemáticas o la tierna soledad de un hombre y su perro–, la que más se esfuerza por descubrir y desentrañar lo que nos identifica y uno de los mejores legados sobre nuestras inquietudes y sobre nuestra larga lucha por estar vivos pese a la sombra de la muerte y el aparente sinsentido de llenar el tiempo hasta entonces si con ella todo desaparece.

Ferrara responde a esta inquietud envolviendo el temido desenlace con una luz blanca que engulle la pantalla. <i>All we have is each other. I love you. And we're angels already</i>. La conclusión más luminosa y reconfortante posible para una película sobre el final de todo.