6 años son tiempo más que suficiente para, entre incursión entre un personaje o más franquicias icónicas y otra, afilar colmillos y empezar a turnarse con Peter Cushing -con el que no perdería el hábito de seguir trabajando, así como con Fisher- en pro de mantener viva la llama transilvana... perdón, de Carlsbad.
Pese a la ausencia de Van Helsing, sí permanecen elementos intocables del material literario de Stoker: el cortejo vampírico de chupeteos pectorales o un tal Ludwig recluído entre abadeses (Thorley Walters) inspirado indefectiblemente en Renfield.
Puesto que no hay necesidad de hacerse el sueco ni seguir escurriendo el bulto para guardar las apariencias, Lee prescinde de la transitoria humanidad que servía para presentar al chupasangre ocho años atrás -para él, algo menos para Terence Fisher, que se despide definitivamente de la saga-.
Dracula es un monstruo diabólico que no cruza ni media palabra, lo que repercute positivamente potenciando el mejor recurso de Lee: ese intimidatorio lenguaje corporal que le aportaban sus imponentes 1'96 metros y unos ojos que, inyectados o no en sangre por medio del maquillaje, te seducen y acojonan simultáneamente a voluntad.
Brumas, contadas apariciones de Lee que cuentan como si fuesen diez veces más porque para eso precisamente es Christopher Lee, y agrupando fuerzas para sortear su mordisco tres caras reconocibles de la Hammer: Barbara Shelley, Francis Matthews y un cazavampiros de reemplazo a Cushing, Andrew Keir.
Sabes a lo que vienes, y de nuevo Fisher sabe cómo envolverlo con (menos de) lo mismo.
El tedio se asoma una pizquita.