De entrada da lo que esperabas tras concluir 'El Sheriff y el pequeño extraterrestre': una vez se queda en tierra, toca historia de pequeño pez fuera del agua, integrándose y haciendose pasar por "normal', para que a la jeta de confusión de Bud no le falten pretextos para la explotación, justificada, de la insólita química entre el renacuajo (algo menos, pero poco) Guffey y Spencer, confidencias casi confesionales "no me gusta pegar, pero es parte de mi trabajo" y, por descontado, varias royal rumbles de manguzadas donde los tipos malos saben lo que toca desde lo ven asomar: "¡pero si es el barbas!"
¿Hay novedades? Una, y decisiva. Y no me refiero a que Bud pronuncie la frase "comer demasiado me sienta mal, no quiero engordar más", o a que él y el chavalín sean una pareja itinerante que se oculta del ejército, sino a que Michele Lupo tira la casa por la ventana forzando a Bud a tomar contacto con los extraterrestres como todos deseábamos desde la anterior entrega que 'El Supersheriff' contactase con los hombres del espacio: a galletazos y puñetazo limpio en toda la cepa mediante un lenguaje universal que significa lo mismo en cualquier civilización por avanzada que sea.