Max es un niño neurótico, maleducado y chillón. Así son las cosas. Pudiéramos decir que es un niño sensible, y quedaría chachi, pero es que no. El niño es un jenízaro que persigue al perro con un cuchillo y le pega unos mordiscos a su madre de auténtico depredador, todo ello disfrazado de gato. Un tarao, vamos.

Y aquí el colega Max se siente incomprendido, lógicamente, y decide pasar la noche al raso montándose un mundo paralelo en el que se proclama rey de un pueblo de tripudas bolas de felpa monárquicas, que empiezan siendo muy enrolladas con él, enseñándole a destrozar el mobiliario urbano, bueno, del bosque, pero que, a la larga, terminarán comportándose con él lo mismo que él se comporta con sus allegados, es decir, como auténticos taraos que dan susto.

Con una puesta en escena notable y un montón de cancioncillas molonguis para niños modernillos, Spike Jonze se desmarca. Una cosa es la imaginación y otra la neurosis. Kauffman ¡vuelve, por favor!