En el minuto 42 de la película, Ana Belén se echa a llorar y no es para menos. Resulta inevitable tratar de imaginarse las motivaciones que habrán empujado a la actriz a aceptar el papel y tras un sesudo ejercicio de deducción y análisis me quedaría con dos: la calidad del material y el profundo mundo interior de su personaje. Ah, y la elegancia de la puesta en escena de los números musicales, puro deleite visual. Qué finura, menuda exquisitez.

En fin, la película no tiene mucha historia ni hace gracia porque está hecha de forma apresurada, sin esa cadencia, pausa o respiro que permita el nacimiento de la naturalidad en una función. El guión tampoco está muy inspirado. Trata sobre un burdel flotante, que tiene como sello particular a una madame heptuagenaria que se jacta de servir judías en lata a sus clientes con el talante de quién sirve un plato de alta cocina. Que a veces las latas llevaran cocaína, vale. La misma que debió de correr entre el equipo de producción para perpetrar tamaña cumbre fílmica.