Leo en la crítica de Herodoto (la primera en utilidad) que se dice de «Onegin» que es «preciosista» y «con cierto aire esteticista», justo los calificativos que yo emplearía para alabar esta película. Sin duda alguna, es de lo que más me ha gustado.

Una puesta en escena radiante y vívida, unos silencios que gritan, miradas que atraviesan la carne; detallismo sensual, donde las manos, los cuellos, las piernas cobran dimensiones imposibles. Calidez y melancolía en los movimientos, paisajes desgarradores y una voluntad artística del creador, quien quiere transmitir sentimientos a través de las interpretaciones, de las formas, de los escenarios y de la atmósfera. Sirvan como ejemplo toda la noche febril de Tatiana y su carta, o el duelo brumoso que parece salido de un óleo Romántico.

Para dar empaque a este estilo, la directora cuenta con dos bellezones que se deslizan ante la cámara para que nosotros les miremos como ellos se miran entre ellos: una Liv Tyler de ojos azulísimo y labios carmesíes; y un hastiado Ralph Fiennes que, aún en su delicadeza de buen gentleman, no pierde la masculinidad. Perturbador ese momento en que le vemos (le espiamos, más bien) tumbado al sol en el muelle, jugueteando con el pie en el agua y el brazo sobre la frente. Normal que la bella Tatiana se queda prendada de sus encantos.

El punto débil de «Onegin», sin embargo, es la historia. Sinceramente, no es un drama que enamore. La trama resulta amarga, pero lo peor es que es amarga por el simple placer de la tragedia. El retrato de los personajes no aclara en absoluto sus decisiones ni sus comportamientos, y de ahí que sintamos cierta frustración. El desenlace es de esos que te dejan sin saber muy bien qué pensar, quizá queriendo que el espectador se imagine lo que quiera, aunque tal y como se ven las cosas, no te puedes imaginar nada bueno.

No está nada mal, así que bien por los hermanitos Fiennes.