Confiar en la gente está muy bien pero no hay que pecar de crédulo, y más si eres mujer, no seamos hipócritas. «El estrangulador de Boston» deja claro desde el principio que no debes abrir la puerta a desconocidos ni fiarte de que no te va a pasar a ti. Porque por desgracia pasa.

Basada en hechos reales, la película de Richard Fleischer fue todo un impacto para mí cuando la vi siendo pequeña. Aquel depredador con gorro de lana azul y metido en una sala de interrogatorios blanca me resultó ya perturbador a mi corta e inexperta edad, y ese es un mérito de «El estrangulador de Boston»: la continua inquietud que produce y la asfixiante sensación de deformidad mental del ser humano. Una obra truculenta sin necesidad de ser del todo explícita en los crímenes, cosa que yo agradezco, y con un Tony Curtis sembrado en un papel con el que deja atrás su belleza y su aire conquistador para atemorizarnos. La secuencia final es espeluznante.

De nuevo la realidad de los hechos se altera para crear una ficción que añade a Albert DeSalvo un desequilibrio psíquico que sinceramente yo ponga en duda y, lo que es peor, deja en el aire las motivaciones y las causas para sus crímenes. Pensar que un psicópata es un enfermo es una concepción errónea que la película, sin embargo, parece tomar como tesis de partida. Así, conocemos mucho al pobre Albert pero nos falta saber más sobre el estrangulador. Además, de thriller no tiene casi nada, así que si uno espera una investigación pormenorizada y sólida no se la va a encontrar.

La perversión hecha cine con un desagradable encanto. Estamos muy mal.