Un hombre camina por el desierto, hacia un horizonte sin fin, lejos de todo y de todos. Su aspecto descuidado nos hace pensar que lleva en ese estado bastante tiempo. Así comienza la que será la odisea emocional de un personaje al que se le dará la oportunidad de regresar al mundo de los vivos para arreglar aquello que lo convirtió en un fantasma errante.

En él destaca una gorra roja, simbolismo de las llamas que queman su psique. El color es un elemento esencial del arte de la película. Comprobamos como siempre está en pantalla, se va alejando durante la reinserción del hombre en la sociedad, aunque nunca se va del todo, y regresa con una fuerza feroz cuando el hombre decide afrontar el origen de su quiebre vital, buscando a aquella persona tan esclava del rojo como él.

Los reflejos son el otro elemento primordial. El espejo que devuelve la mirada de un pasado insoportable, incitando a una nueva huida. Las ventanas hacia la figura de aquella persona a la que ya no puedes mirar, necesitando apartar la vista para hablar, mientras que cuando intentas poner tus ojos en ella, la ventana se convierte en un cristal, y son tus propios ojos los que devuelven la mirada.

Un viaje existencialista que nos habla de los remordimientos, del vacío existencial, de la felicidad perdida, del inaguantable peso de saber que lo mejor de tu vida ha pasado y nunca lo podrás recuperar, y de que fue tu culpa, en parte, dar la espalda a dicha felicidad.

Maravillosa fotografía, prácticamente lo mejor de la cinta. Los paisajes de Texas bajo los acordes de guitarra evocan aislamiento, calma y libertad. Contrastan con el extraño ambiente surrealista del interior del ‘peep show’, donde el juego de los reflejos alcanza su máxima cota.

Es una película lenta y larga, de autor, un pelín pesada, que además requiere un estado emocional abatido para entender mejor las sensaciones que provoca. Son detalles importantes a tener en cuenta al aventurarse con su visionado, pero de cualquier forma merece la pena.