La intención de narrar, con brevedad pero con mucha claridad, el paso a la madurez de un adolescente resulta bastante evidente. Si bien es un tema bastante manido en el cine contemporáneo, no lo es que se haga sirviéndose de contrastes tan contundentes, lo que otorga a esta maravillosa pieza un valor superlativo.

Porque es muy fácil ensalzar el amor cuando todo viene de cara y resulta sencillo, no tanto cuando ha de confrontarse a situaciones sórdidas y turbulentas. Rúnarrson consigue representar con una exactitud irrefutable un cuadro marcado por el vicio, pero no lo hace para explotar el morbo, si no para tener el peor escenario posible para el carácter inocente y retraído que parece habitar en el protagonista y desde ahí, estando en lo más bajo, alzarse a lo más alto, demostrar que el amor no es auto-satisfacción si no generosidad. Ese muchacho madura de forma definitiva cuando entierra todo su egoísmo e instala en la mente de esa chica a la que ama una realidad que a ella le tranquilizará para siempre y, por el contrario, a él le atormentará durante años. Y ese momento cenagoso, dónde ocurre ese gesto de enorme nobleza, no se filma con epicidad y oscuridad si no con un tono templado y luz.

El gran aprovechamiento del escueto espacio de tiempo, la precisión de los gestos, su gran sentido de la plasticidad, la falta de pacatería a la hora de mostrar lo escabroso y esa mirada por encima de cualquier moralidad convencional (una honestidad brutal, parafraseando a Calamaro) bien demuestran que el director de este corto promete cosas muy buenas. Ahora una frase tan recurrente en lo general como verdadera para este caso particular: muchos directores han demostrado mucho menos en una filmografía extensa. Pensad en el centenario Oliveira.

Y qué satisfacción, por cierto, que si se trata de reivindicar grupos islandeses no se recurra a los empachosos Sigur Rós si no a los formidables Singapore Sling