La casa del lago baila entre lo clásico y lo moderno. Intenta mantener un buen ritmo y llega a conseguirlo sin ahogarse en el intento. Pero se desborda con emociones en las que todos nos sentimos identificados, pero que no llegan al espectador de un modo realista. Quizá pueda camuflarse como una metáfora de las relaciones a distancia o quizá más bien de las relaciones informáticas, algo en lo que todos aunque intentemos remediarlo, hemos experimentado. Habla de los anhelos, de los sueños, esperanzas y las cosas que idealizamos, cosas que en la vida real, no suelen salir tan bien paradas como en esta historia. Quizá sea eso lo que nos aleje de la historia, volviéndola comprensible, calida, pero tan poco probable que nos pasa de largo. Tampoco ayuda la personalidad de los personajes, tan abierta al amor en el fondo. No falla el principio, muy prometedor o su confrontación, con elementos que no cuadran pero se dejan llevar, sino la resolución, de la que parece que han elegido la más fácil, quizá la más romántica, pero no la que mejor se acerca al espectador, la más sincera en la vida real. Al final, la casa en el lago se convierte en otra historia inverosímil, no por la diferencia temporal, sino por el romance en si.