Edgar Wright es un director muy particular cuyas películas no me interesan absolutamente nada. Personalmente, ya le había echado la cruz con “Baby driver”, prometiéndome a mí mismo no ver nada más de él. Pero es que sale Anya Taylor-Joy, a la que sí considero buena actriz a seguir, al menos hasta ahora. Así que me he arriesgado a ver esta propuesta, y al final por supuesto ha sido para mal.
Es un viaje nostálgico a los 60, con mucho fundamente en la música de ese momento. No es que los personajes se pongan a cantar bajo la lluvia, pero en cierto sentido es prácticamente un musical. Y así ya empezamos mal, pues este género no es precisamente santo de mi devoción.
En fin, esto va de una chica que llega a Londres para estudiar. Es tímida y poco despierta, y como su compañera de piso es de todo menos eso, termina mudándose a otro lugar, en el que empieza a tener una extraña conexión mental con una chica de los 60. Llegado a este punto, la cosa se pone un poquito surrealista. Wright no es que sea tan alucinógeno como David Lynch, pero sí que se le va algo la olla con esta absurda historia que no hay por dónde cogerla y que no termina de definirse claramente en lo que quiere contar.
La parte de Anya solo tiene el interés de ver trabajar a esta estupenda actriz, pero sus aspiraciones de hacerse la nueva cantante del Café París, no me producen el más mínimo interés, por muy bien que interprete “Downtown”. Por cierto, ¡qué pegadiza es esa canción! Voy a estar tarareándola durante días.
Esto es un puro “Cuéntame” del Londres sesentero, pues parece estar más centrada en esa ambientación que en la propia historia, que deja bastante que desear y no engancha en absoluto.
Además, no termino de conectar ni de aceptar la suspensión de incredulidad, pues eso de que pase algo así, prácticamente porque sí, en una película que no tiene la pretensión de ser fantástica (o eso me parece a mí), lo veo como una tomadura de pelo. Ahora sí que corto definitivamente con Wright, ya pueda salir quien salga en sus películas.