Agarraos fuerte, que si pensábamos que la saga había tocado fondo, llega esta novena parte que logra el increíble mérito de ser más mala que todas las anteriores juntas, y mira que la de Nueva York tenía guasa.
Sin que nos expliquen cómo, Jason no solo sigue vivo sino que ha vuelto a Crystal Lake desde Manhattan. No sabemos si habrá ido andando o cogido un autobús. No sabemos cómo se ha recuperado del final de la otra. No sabemos nada, pero ahí está el tío.
¡Qué fuerte! Un comando militar consigue atraparle y se lo llevan a un equipo científico para su investigación. Con esta premisa, y todo lo que viene después, nos encontramos ante un esperpéntico ejemplo de “anticine”. En el lenguaje humano, no existe forma de describir lo mala que es en absolutamente todos los aspectos. Todo lo que yo pueda decir, se queda corto.
Desde la forma en la que Jason se vuelve a activar (por decirlo de alguna manera), a los diálogos, personajes, situaciones, banda sonora. A diferencia de otras entregas de la saga, esta no sirve ni para echarse unas risas.
Son 86 minutos de puro excremento cinematográfico, cuyo único logro es dejarnos con la boca abierta con sus pésimas escenas. Es inverosímil hasta un punto impensable.
Pero es que además está peor hecha que la gestión política de la pandemia de coronavirus. Que la primera película tenga en general mejores efectos especiales que esto, ya lo dice todo.
Realmente, no sé cómo he conseguido llegar hasta el final, con ese enfrentamiento digno de las peores pesadillas de cualquier espectador.
En serio, esta película es dañina, mala para la salud mental. No debería existir, por el bien de la humanidad.