El rostro anti- expresivo de la estrella sueca Ingrid Bergman. Trata de esconder lo que a todas luces es evidente: Una gran culpa que su rol de madre sufriente, carga, lleva a cuestas. Con el suicidio de lo que representa el verdadero amor sobre este planeta. El darse cuenta de que su tremenda depresión se anidaba como mioma maligna en ese mundo frívolo que compartía con su marido. Y solo el sacrificio de un ser querido en el holocausto del desprendimiento le hace ver que su espíritu de servicio es lo único que la redimirá. Bergman y Rossellini se entienden a la perfección… y es que en estos caminos gélidos del desamparo humano, en esas clínicas nórdicas de la locura. Ellos dos, atisbaron una pequeña luz, que el bello rostro de la estrella vacía ocultaba en lo más profundo de su corazón. Y Rossellini, exprimió cual naranja que se abre cóncava y convexa, toda la pus del ego en forma de culpa, de su musa nórdica. Para dar paso a un brillo de una estrella que recibía el beso cálido de una niña en su mejilla, el maravilloso día en que dejo de cargar un muerto. Ese día, me pareció escuchar su respiración a través de la pantalla, en uno de los cines de Roma. Allá por 1952.