Nueva muestra del buen hacer del cine coreano que supuso uno de los taquillazos más sonados en aquel país, y que por estos lares apenas se ha hablado fuera del mainstream.

El filme de Lee Jeong-beom cuenta una historia muy al estilo del cine asiático: aparentemente deshilvanada al principio, donde hay que hacer un esfuerzo por situar cada personaje en su sitio y en su contexto, y bien ensamblada conforme avanza el metraje, cuando todo el jaleo inicial parece cobrar sentido en nuestras cabezas. El guion no describe nada sorprendente ni novedoso, cimentándose en una historia bastante típica de yakuzas, policías, secuestros y héroes de acción que tanto hemos visto en el cine norteamericano, de cuyo seno parece mamar en grandes sorbos.

La diferencia estriba en el fabuloso montaje, que inyecta en la película su trepidante ritmo y hace que las escenas de acción sean adrenalínicas. La factura general es de gran calidad técnica, cuidando los detalles y jugando con la cámara, ofreciendo planos vertiginosos y muy bien orientados.

El protagonista no podría ser más estereotipado: un antihéroe silencioso, con un tremendo trauma del pasado, repartiendo muerte a mansalva como quien reparte barras de pan, un ex – de todo que se muestra siempre como si llevara años sin dormir más de una hora seguida porque sería una pérdida de tiempo. Won Bin, quien ya hizo un gran trabajo en la extraordinaria “Lazos de guerra” (2004), encarna muy correctamente a esta alma en pena a la que es mejor no incordiar demasiado.

En resumen, un nuevo acierto más del espectacular cine de acción coreano del que Hollywood no parece querer inspirarse nada más que para hacer remakes descafeinados.