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Chicas japonesas en el puerto

Drama Sunako y Dora son buenas amigas y compañeras de un colegio religioso de Yokohama. Suelen salir juntas al acabar las clases, hasta que en uno de sus paseos aparece un chulillo llamado Henry que se lleva a Sunako en moto. A partir de ese momento las vidas de Sunako y Dora quedarán sumidas en una espiral de decadencia. (FILMAFFINITY)
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Críticas ordenadas por utilidad
24 de septiembre de 2009
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás ensombrecido por la figura gigantesca de Yasujiro Ozu (con quien comparte una sensibilidad cinematográfica bastante evidente), el nombre de Hiroshi Shimizu no suele escucharse demasiado entre los aficionados al cine japonés, a pesar de ser uno de los motores más notables de dicha cinematografía. Y es una pena, porque hablamos de un autor mayor y relevante, dueño de una escritura visual exquisita y con una capacidad para narrar historias, a través de detalles y gestos mínimos, que destaca por su elocuencia y hermosura.

Japanese girls at the harbor, que aquí traduciríamos por Chicas japonesas en el puerto, condensa todo lo que he dicho anteriormente sobre el cineasta, si bien un desarrollo algo precipitado de la historia pone a prueba nuestra credibilidad. Es este pequeño desequilibrio narrativo el que le impide alcanzar el estatus de obra maestra, porque el resto es oro puro: imágenes limpísimas, encuadres primorosos, mucho tacto en el tratamiento de la relación triangular que establecen los protagonistas, un afilado sentido de la poesía...

Esta miniatura triste, aunque un poco moralista, despliega unas maneras propias de un director que conoce perfectamente el medio en el que trabaja, que deja respirar a cada imagen y que tiene registros de auténtico poeta. Sólo falta pulir ciertos resortes relacionados con el desarrollo dramático para alcanzar la perfección, porque la forma de plasmar en imágenes cada historia es de auténtico maestro, un poco al modo de Fejos, Borzage o, cómo no, el propio Ozu.
nachete
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22 de mayo de 2021
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Entra a la habitación y allí está, aquella mujer a la que no había visto desde hacía mucho tiempo, a la que ya casi había enterrado en su memoria. Agonizante, demacrada.
Tal cálido instante entre ambas constituye una muerte y al mismo tiempo una resurrección, la oportunidad con la que siempre soñaron para expiar sus pecados...

Y afuera una tormenta sacude el lugar; llueve sin parar, las plantas se ahogan y se limpian los pavimentos. Hiroshi Shimizu siempre fue un maestro de la composición, y con su manera de situar la cámara en los lugares precisos y alternar tal calculadamente las secuencias, conseguía elevar el nivel de realismo hasta límites inenarrables; nada tenía que envidiar a Kenji Mizoguchi ni Yasujiro Ozu, los eternamente reconocidos. Puede ser este momento el más poderoso que hallamos en "Minato no Nihon Musume", una de esas muy tempranas obras que se conservan del cineasta...aunque realmente realizada tras más de setenta títulos en poco más de nueve años.
Llegados los '30 Shimizu es uno de los ases de Shochiku junto a su colega Ozu, y se caracteriza, como éste y muchos de sus coetáneos, por ser un hábil director de melodramas, la gran mayoría protagonizados por jóvenes artistas. Esta obra se basa en una novela del autor y locutor de radio Toma Kitabayashi, prolífico tanto en tragedia como en relatos de crimen y suspense, y se divide en una estructura convencional de tres actos más un inicio y un epílogo que se situarán en los grandes muelles de Yokohama, los cuales el director se detendrá a contemplar antes de llevarnos ante la presencia de Dora y Sunako.

Estas amigas y compañeras en un instituto católico (escenario cuando menos curioso pues ya habían tenido lugar los primeros ataques ultranacionalistas de la era Showa) se enzarzan en un conflicto amoroso por un muchacho más bien ligado a la calle y a los bares llamado Henry. Se nos sitúa entre el carácter de ambas: una impulsiva, decidida y rebelde; la otra tímida, sumisa y débil, contrastándose así, como de costumbre en estos dramas de Shimizu, la cara moderna de la sociedad del momento y la tradicional. Y Dora y Sunako encarnan estos modelos a la perfección.
A partir de una secuencia de violencia en una iglesia contra una tercera en discordia (que gracias a su impecable factura técnica, una sucesión de rápidos planos y contraplanos de cortos a generales donde se logra alcanzar unos instantes de tensión altísimos, se inscribe sin problemas entre las mejores que ha filmado el director en su extensa carrera), la historia toma un nuevo rumbo. Se debe elogiar la modernidad y frescura de la que hace gala el film, a través de rupturas narrativas, interpelaciones al espectador, el pronunciado uso de la elipsis y los planos secuencia, y hasta el uso de las palabras de la protagonista escritas en un diario para proseguir con la trama.

Amén de escenas, como la ya comentada y otras, caracterizadas por el uso de las atmósferas, a menudo realmente oscuras y asfixiantes, e incluso donde se producen escarceos con algunos de los más reconocibles tics del "noir", todo ello contribuyendo a elevar la presencia del melodrama a ciertos niveles de abstracción. En general, la intriga se construye alrededor de Sunako, que de chica decente ha ido cayendo en desgracia, hasta llegar al arrollo de la prostitución, expuesto con pocas sutilezas por el cineasta; ella, al ser una representación de la mujer moderna, es la que lleva las riendas de la historia, y sus decisiones afectan directamente a los demás.
Pese a su melancolía y estar siempre cubierta de sus propias lágrimas, afronta su decadencia con fuerza y arrojo; lo que propone el guionista Mitsu Suyama (tan propio de aquellos tiempos y una de las bases del cine de Ozu) es la asunción de la culpa, la expiación del pecado y hallar entre las tinieblas un nuevo camino hacia la vida decente. Pero incluso Dora, la esposa tradicional y silenciosa, que contempla con la más irritante pasividad el paulatino abandono del hogar de Henry, precisa de las acciones de alguien como Sunako, para reparar la herida abierta en su existencia y su matrimonio (y esto puede adquirir connotaciones sociales bastante significativas para la época).

Por tanto Shimizu no la condena, sino que se dedica, como hacían Naruse o Mizoguchi, a celebrar la fuerza y dedicación de la mujer independiente y su poder para cambiar el curso de las cosas por sí misma; mientras tanto los hombres, también como hacía éste último, son esbozados con malicia, unos mentirosos, infieles, descarados o simplemente patéticos individuos (Henry, que recurre al alcohol como parche de su cobardía, o ese artista que convive en el lupanar con Sunako, y quien actúa más como una débil y obediente sirvienta que como un hombre).
Da vida a esta protagonista a veces demasiado obstinada una perfecta Michiko Oikawa, estrella de Shochiku en aquellos años y exprimida en las garras de Shimizu para conseguir una interpretación de lo más auténtica, dejando en un segundo plano a otros tan solventes como Ranko Sawa, Tatsuo Saito (actor fetiche de Ozu en sus primeros años), Yukiko Inoue y Ureo Egawa, amigo íntimo del autor Kitabayashi. Si bien el argumento no deja de ser un melodrama áspero e intimista algo plano, la fuerza visual de sus imágenes sitúa a esta obra por encima de otras de igual temática y discurso.

Más cerca de Mizoguchi y de las formas de otros grandes del género como John Stahl, Alfred Green, Frank Borzage o sus compatriotas Shimazu y Gosho, el director consigue una película no brillante como pudo serlo "Fue no Shiratama" (que terminaba en el mismo escenario y además contaba con Oikawa en el reparto), pero realmente notable en aquella primera etapa, antes de que el amargo neorrealismo y los niños invadieran su cine...
Recalco la gran intensidad y emoción que logra en la escena de la iglesia, y sobre todo ese magnífico clímax y punto de inflexión que es el reencuentro entre Sunako y Yoko. Mizoguchi tenía razón, Shimizu era un genio.
Chris Jiménez
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