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Madre e hijo

Drama En una vieja casa aislada, situada en un fantasmagórico paraje campestre de tonalidades pictóricas, un joven (Aleksei Ananichnov) dispensa amorosas atenciones y cuidados a su madre gravemente enferma (Gudrun Geyer). En el que quizá sea su último paseo juntos, él la lleva en brazos, y ambos evocan melancólicamente el pasado. (FILMAFFINITY)
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Críticas 23
Críticas ordenadas por utilidad
6 de octubre de 2007
57 de 82 usuarios han encontrado esta crítica útil
1) Los árboles dispersos

Tomados uno a uno, todos los ingredientes de la cinta se me antojan dignos de un banquete cinematográfico:

- El gusto por la pausa y los encuadres milimétricos, con esa permanente sensación de paisajismo de los siglos XVIII y XIX.
- La luz de Turner. La paleta de ocres y verdes desleídos.
- La tibia distorsión de las imágenes.
- Los cuadros vivos que compone la pareja de protagonistas (un haz de retratos vagamente bergmanianos). El susurro tenue de sus voces. La fijeza.
- El uso de la cámara, su movimiento casi imperceptible.
- La paradoja: la suspensión del tiempo al borde de la muerte y la inminencia de una pérdida infinita.
- Las entradas y salidas de cuadro por parte del hijo, que cuida, con mimo y parsimonia, de la madre. La cercanía. La intimidad afectiva a la que, por momentos, creemos asistir.
- La voz de la naturaleza.
- Los diálogos, trazados con tiralíneas.

Los ingredientes, ya digo, son inmejorables.

Tampoco es el estilo lo que falla: el tono, el ritmo y la factura técnica resultan unitarios y felices.
===

2) Pero, ¿y el bosque?

Ahora, imaginad un torso griego, clásico. Un brazo, una cabeza con la frente despejada. Las piernas y los hombros torneados. En fin, una lección de anatomía en toda regla.

Sin embargo, al acercarnos, sentimos que ese pecho no respira. No rueda el aire en sus pulmones.

Hay algo que chirría por el engranaje de las piezas. Por desgracia, la obra es aburrida. Los planos se aletargan y se estiran hasta hacer pedazos la tensión.

El mundo de la sutileza y los adagios lentos, de la expresividad brillante y apagada del "pianissimo" en el que Sokurov pretende zambullirse y zambullirnos es, probablemente, uno de los mayores desafíos para un cineasta.

En este caso, los árboles (hermosísimos) apenas dejan ver el bosque. El hilo se extravía al ritmo de ese tren que sale muy despacio del encuadre. Y todo acaba en un bostezo.

Las notas no son la belleza, lo bello siempre está en la melodía.
Servadac
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1 de noviembre de 2014
18 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como es sabido, la pintura es una de las fuentes esenciales de inspiración de Sokurov, y «Madre e hijo» es, desde luego, una de sus obras más «pictóricas». Aquí, una referencia en particular se eleva por encima de las demás: la gran figura del Romanticismo alemán, Caspar David Friedrich, el artista que supo llevar al lienzo tal vez como ningún otro en Occidente la dimensión cósmica y sagrada de la naturaleza. Las afinidades entre los dos son tan manifiestas que casi podría decirse que el encuentro era inevitable. Y ese encuentro es «Madre e hijo».

El tema del film es —una vez más— la ubicación del hombre en el cosmos y esa clave decisiva para desentrañar su misterio, que es la muerte; pero la muerte no se nos presenta solo en su lado sombrío y destructor; por supuesto, está su dimensión trágica, el dolor ante la desaparición de un ser querido, pero eso parece ser aceptado aquí en su inevitabilidad con un cierto estoicismo, actitud que, a mi entender, no se había mostrado hasta ese momento en el cine de Sokurov; y está también su dimensión de luz: la muerte como esperanza de resurrección, igualmente inhabitual en su obra; puede decirse, pues, que la película ofrece una perspectiva, hasta cierto punto, al menos, inusualmente esperanzada en el conjunto de su filmografía, y en ese sentido —pero solo en ese— es casi el reverso de su precedente obra de ficción, «Whispering pages».

Un paralelismo bastante exacto de esa doble dimensión, a la vez trágica y confiada, lo encontramos también en la pintura de Friedrich, el hombre que «descubrió la dimensión trágica del paisaje» (según la frase de su amigo David d’Angers) pero en cuyos lienzos se puede ver, de forma aparentemente paradójica, una «paz omnipresente» (1) [referencias al final]. Para Boris Asvárisch, «toda la obra de Friedrich está impregnada de la idea de indestructible unidad entre el mundo de la naturaleza y el mundo interior o espiritual del hombre» (2), mientras que, muy al contrario, para Rafael Argullol, «el gran motivo que cruza la pintura de Friedrich... es la escisión entre el hombre y la naturaleza» (3). Y es que tanto Friedrich como Sokurov parecen compartir esa misma dualidad, esa misma escisión en el alma, perpetuamente suspendidos, uno y otro, entre la inaprehensibilidad de Dios y la ininteligibilidad del mundo, por un lado, y la incuestionable belleza teofánica que reconocen en la creación, por otro. Dos verdaderas «almas gemelas», pues, destinadas a dialogar, por encima de las convencionales barreras del tiempo y el espacio, sobre el enigma radical de la existencia.

Tanto o más que la muerte como tránsito hacia la transcendencia, está en el film el tema de la dialéctica de la inmanencia entre el paso del tiempo y su suspensión esencial (también en Friedrich: piénsese, por ejemplo, en las múltiples ruinas y cementerios, «eternalizados», que pueblan sus cuadros). No habiendo aquí espacio para extenderme en ello, prefiero simplemente llamar la atención sobre una escena: me refiero al plano en que el protagonista contempla el paso de un tren que, en la distancia, surge por el lado derecho de la imagen, cruza humeante la pantalla y desaparece por la izquierda. No voy a comentarlo; hay que verlo. Toda la soledad y el abandono del ser humano ante el cosmos, todo el misterio insondable del tiempo, todo el peso abrumador de la vida, parecen misteriosamente concentrados en los dos minutos que dura ese plano fijo, sencillo y sublime.

Sokurov no «copia» la pintura de Friedrich, como por ejemplo han hecho más recientemente Gustav Deutsch, con la de Hopper, en «Shirley» o, de otra forma, más afortunada, Leck Majewski, con la de Brueghel, en «El molino y la cruz». Es cierto que hay un par de planos fijos que enlazan de forma muy directa con unas sepias de Friedrich (4). Es en esos dos momentos donde me parece percibir un acercamiento más literal, más formal, de Sokurov al pintor de Dresde, pero, en general, podríamos hablar, más bien, de una comunión en el alma que genera de forma natural una cierta convergencia en las formas de expresión.

Otra referencia pictórica me parece también perceptible en el film y especialmente destacable por lo inhabitual: me refiero a Munch (es conocido el rechazo radical de Sokurov a la plástica contemporánea), un Munch «espiritualizado», discernible sobre todo en los veinte primeros minutos y también, quizá especialmente, en ese «grito» —verdadero momento cenital de la película— que profiere el hijo ante la evidencia de la muerte de la madre. Aparte, y como siempre, referencias visuales a El Greco, Rembrandt, tal vez Millet en este caso, los prerrafaelistas (cuando el hijo alimenta con un biberón a la madre), etc.

Más, quizá, que en el resto de sus films, Sokurov recurre aquí a la anamorfosis: diversos medios técnicos son utilizados para ello a fin de otorgar a la imagen cinematográfica la bidimensionalidad de la imagen pictórica. Tema complejo y discutible que no se resolverá en unas líneas. En contra de Sokurov, podría argumentarse que el propio Friedrich respetaba (aunque a veces pueda parecer que un poco a regañadientes) las leyes de la perspectiva, y que la imagen cinematográfica genera, por su propio origen tecnológico, la ilusión de la tridimensionalidad. En este sentido, Sokurov nunca ha dejado de pelearse contra la propia naturaleza del medio. ¿Tiene sentido tratar de recrear en cine una especie de aperspectivismo visual prerrenacentista? ¿No hay otras vías, más afines a su naturaleza, para evitar el literalismo que, con su mimetismo representacional, propicia un realismo a ras de tierra y obstaculiza la función propia del arte: revelar lo invisible? ¿Respeta, en general, Sokurov sus propias reglas? Muchas preguntas podrían plantearse con relación a la postura radical, arriesgada, «imposible» a veces, del genial director ruso.

[acabo en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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16 de agosto de 2007
27 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
No, no se refiere el título de esta crítica a la contundente película del antes soviético y ahora ruso Sokurov. Se refiere a la crítica misma. Pues eso. Que esta crítica es un remedo de “una crítica” que un amigo colgó en esta misma web. Solamente puntualizar que donde él realizaba un ejercicio de nostalgia, el menda se limita a un ejercicio de pereza.

Ví Mat i syn hace un año, más o menos y, como casi siempre, escribí impresiones y sucesos dispersos en un bloc. Incapacitado para armar un texto con un mínimo de rigor por la dificultad que la película entraña y, sin embargo, conmovido por su visionado y, además, movido por los precedentes ya reflejados, hago de esta crítica una pobre y vulgar enumeración de las evidencias que escribí:

- Imágenes distorsionadas, luz y color alterados.
- Composición expresiva tan pictórica y fotográfica como cinematográfica.
- Planificación pausada, planos de larga duración, lentos movimientos de cámara.
- La madre, menuda y de piel blanquecina, sufre “dolor en el corazón”.
- Un camino que no lleva a ningún sitio, un lejano tren que pasa, lento, pero pasa. La vida y la muerte.
- El hijo, alto y corpulento, llora desconsolado al pie de un imponente árbol.
- Los diálogos y los silencios, y el contacto entre los actores, transmiten la devoción mutua. Amor y tristeza.
- Sonidos: viento, tormenta, pitido del tren, canto de pájaros, oleaje del mar. Sin música.
Kick'Em Ars
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16 de diciembre de 2006
17 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Apruebo Madre e hijo incluso con nota porque es una película visualmente hermosísima, como pocas, contiene ideas sublimes y finaliza maravillosamente. Pero, como amante del cine contemplativo y del plano secuencia, debo decir también que lo de Sokurov también es pasarse. Tampoco es plan de que no pase absolutamente nada en una película, que es lo único que pasa en Madre e hijo, nada, amén de un tren.
cassavetes
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24 de julio de 2008
17 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vida la forman las pequeñas cosas, los pequeños actos, las pequeñas sensaciones, y todo eso unido, crea la felicidad y la emoción. Las pequeñas cosas que cantaba a los cuatro vientos Serrat, son las que "hacen que lloremos cuando nadie nos ve".

Pensaba encontrar en la película de Sokurov esas pequeñas cosas que levemente te cambian un poco el alma de posición, haciéndotela temblar; algo bastante alejado de la realidad; lo que me tembló fue el estómago algo revuelto, la boca emitiendo suspiros interminables y los ojos esforzándose por no abandonarse a otro tipo de sueños más placenteros.

La belleza y la sensibilidad no se pueden impostar, o nacen o no nacen; el forzarlo es pretencioso y cruel.

Los planos larguísimos, las ensoñaciones, las cabilaciones y la naturaleza, no pueden convertirse en el plato principal, cuando tendrían que haber sido entrantes que predispusieran al espectador a la más digna de las catas culinarias.

La película me ha resultado estéticamente forzada, pobre en diálogos (aun cuando la supuesta fuerza residía en ellos y/o en su ausencia), pesada y a base de todo lo anterior, con un mensaje desvirtuado de entrega, amor y sensibilidad.

Es cierto que no está hecha la miel para la boca del asno; pero en este caso ni yo soy asno, ni había realmente tanta miel...
saudade
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