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Bully

Drama Nueva y cruda película del controvertido Larry Clark sobre el mundo adolescente, basada en hechos reales sucedidos en 1993. Una pareja de adolescentes de una pequeña ciudad, Bobby Kent y Marty Puccio, se conocen de siempre. Juntos hacen trabajos sin futuro, se dedican a las drogas y a la prostitución en los bares gays del barrio, venden videos porno caseros y sexo telefónico homosexual por dinero y por diversión. Bobby es un sádico, un ... [+]
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6
22 de marzo de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Una película que explora el sexo, la violencia, la manipulación y la toxicidad juvenil sin filtros. ¡Es Larry Clark, joder! Si hay un director que convierte la adolescencia en un campo de batalla de deseo, autodestrucción y caos, es él. Y Bully (2001) es el sumidero perfecto para eso. Un grupo de chavales desbocados, sin brújula moral, entregados al puro hedonismo de la droga, el sexo y la anarquía, y donde la masculinidad es una cárcel de la que nadie puede escapar. Aquí no hay héroes, solo calentones, traiciones y violencia primitiva.

Que me digan que esto no tiene carga homoerótica es para mear y no echar gota. Larry Clark filma a Nick Stahl y Brad Renfro como si fueran dos putos amantes en una relación de dominación sadomaso. Stahl es el macho alfa cabrón que humilla, que somete, que tiene a Renfro como su chico perrito al que puede joder cuando le apetece, en todos los sentidos. Y Renfro, pobrecito, atrapado en esa sumisión erótica disfrazada de amistad tóxica, sin poder escapar del magnetismo de su abusador.

Luego están las escenas de sexo, puro Larry Clark: sudor, carne, cuerpos jóvenes enredados en una violencia sensual que siempre se mueve en la fina línea entre el deseo y la agresión. El culete de Renfro debería tener su propio crédito en la película, porque ¡joder, qué manera de filmarlo! Y no hablemos de la tensión entre él y Stahl, que es puro morbo reprimido a base de ostias.
Pero claro, hablar de estas cosas es pecado para los mojigatos. Como si la puta película no existiera. Como si Clark no llevara décadas follándose las normas del buen gusto y lanzando a la cara del público todo aquello que la sociedad quiere barrer bajo la alfombra.

No es una película al uso de la época en la que fue rodada. Estrenada en vísperas del execrable episodio del 11-S, antes de que quedara en evidencia la supremacía, invulnerabilidad y fortaleza de nuestra todopoderosa civilización occidental, funciona casi como una premonición.

Como esos profetas del Antiguo Testamento que acababan todos denostados, desterrados o linchados, Larry Clark se dedica a levantar la tapa de una de las peores cloacas de las grandes avenidas de nuestra hipócrita sociedad. Esa sociedad que, como siempre, se tapa las narices y mira para otro lado, para no sentir el vaho pestilente de porro y cloro, el vapor pegajoso del calor de Florida, de las miserias y la pestucia que oculta en las entrañas del subsuelo. Un subsuelo en el que se fundamentaba aquel neoliberalismo salvaje dominante de la era Bush Jr., cómodamente instalado en las almohadas de la prosperidad económica.

Clark sacude el almendro, y si en su época incomodó esta producción (basta leer algunos comentarios), que la tildaban de voyerista y hasta pornográfica, imagínense si la hubiese estrenado en nuestros días, en plena «generación de cristal», en la que el personal está más aborregado y domesticado que nunca (basta ver los comportamientos de la peña durante la «plandemia»).

En su día, salieron cabreados algunos, porque el controvertido cineasta, con este «white trash», supo desmarcar la historia, de colectivos sociales y raciales a los que tradicionalmente se había asociado, poniendo el dedo directamente en la llaga en las acomodadas clases medias de la época, que emergieron con ese tumoral espumarajo económico de paso de siglo. Ya lo hizo con «Kids» (1995), por las épocas en las que Boaz Yakin todavía se tragaba el estigma con «Fresh» (1994).

Hoy no será diferente. Peor. La hoja de doble filo del director hará que pongan el grito en el cielo según qué grupos de cariz «izquierdoide» con ansias de poder electoralista, por las relaciones homosexuales que sirven de crisol a la relación tóxica y los ambientes chungos en los que se desarrolla el tándem protagonista, y porque las féminas del reparto acaban siendo dos lagartas de lo peor que ha parido la naturaleza.

La banda sonora (fruto de la selección musical de Leo Sacks) y la fotografía (a cargo de Steve Gainer) se funden en una emulsión perfecta con la esencia cruda y descarnada del universo Clark. No hay melodías dramáticas que impongan emoción desde fuera, sino una presencia casi diegética de temas urbanos, agresivos, viscosos, que huelen a sudor, «aftershave» barato y hierba de madrugada. La fotografía, por su parte, opta por una imagen sucia, granulada, a menudo pringosa, que evoca el sofoco húmedo del verano de Florida y la podredumbre moral que destila cada plano. Pero donde Gainer brilla —y Clark dirige con instinto quirúrgico— es en el encuadre emocional: la cámara se clava obsesivamente en la relación tóxica entre Bobby y Marty, en su pulsión homoerótica de sometimiento y dependencia, y deja al resto de personajes en la periferia visual, colocados concéntricamente según el estrato afectivo y narrativo que ocupan en esa espiral destructiva que se va cerrando como una trampa.

Por encima de todas las perrerías a las que Bobby somete a Marty —golpes, humillaciones, sometimiento emocional y sexual— se desliza el movimiento silencioso y letal de Lisa (Rachel Miner) y Ali (Bijou Phillips), las churris oficiales de ambos. Como ofidios, estas novias aparentes, que no son más que estatuillas de porcelana de primera comunión en el altar masculino, ejecutan su danza de celos cruzados. Lisa, encendida por el deseo de posesión y la rabia de no poder competir con Bobby, provoca deliberadamente los celos de éste, y luego siembra en Marty la idea del asesinato. No por justicia, sino por ambición. Lo quiere solo para ella. No hay redención para el pobre Marty, porque no importa quién lo posea: Bobby o Lisa, macho o hembra, siempre será un trofeo en manos ajenas. Deseado, moldeado y reducido a la obediencia, no ama ni decide. Solo sigue la corriente, como un animal domesticado que cambia de amo. Nunca deja de estar enjaulado.

Clark nos tiende una trampa brillante, medida al milímetro: el dilema moral del espectador. ¿Nos horrorizamos por el crimen atroz —planificado, ejecutado con vileza y sin redención—
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o caemos en la tentación de verlo como un ajuste necesario del relato? ¿Acaso no resulta inevitable que Bobby, el tirano emocional, el depredador de cuerpos y voluntades, acabe devorado por los aligátores, engullido por el mismo pantano reptiliano en el que sumió durante años a Marty? Clark no da respuestas. Solo pone el espejo y afila el filo. La muerte de Bobby es al mismo tiempo castigo, liberación y nuevo trauma. Y ahí está la maestría: en que cada espectador, desde su posición ética, histórica o emocional, elija su demonio. La cámara no juzga, observa. Y la narrativa no absuelve, tienta. Consciente o no, acabamos todos salpicados por ese lodo, con la culpa clavada como una garra en la nuca.

Y hábilmente, desde el burladero, el director nos exhibe su coartada: «Señoras y señores, esto que ven ustedes no me lo he inventado yo; es una historia real, sin azúcares añadidos ni potenciador de sabor». Algo a aplaudirle, porque no se podía permitir servirnos un bote televisivo de mayonesa «light», para ensaladilla de mesa dominguera. No se le puede exigir a Clark que invierta el binomio realidad vs. ficción, del que se ha dicho siempre que la primera supera a la otra. Seguro que sí, y algún que otro tironcillo de orejas habría que darle a Larry, por dejar demasiado laxo el ritmo del guion y la estructura del montaje.

Pero mira por dónde, que el público puede encontrar una isleta salvavidas para su maltrecha moral, después del visionado de la cinta, si logra responder a la pregunta: ¿qué hacen dos chicos guapos —Stahl y Renfro están, ciertamente, para comérselos vivos—, acomodados, con buena educación, metidos en tal pifostio? Entonces el «ojo de Sauron» se gira... ¿a dónde? Adivínenlo... ¿papáaaaaas? ¿mamáaaaaaaas? ¿arquetipo de familia de clase media yanquiiiii...? ¿Dóóóónde os escondéissss?

En su época, Bully supuso también un bofetón a toda una generación de padres proyectivos: adultos que asfixiaban a sus hijos bajo el peso de sus propias expectativas y frustraciones, impidiéndoles ser, elegir o incluso equivocarse. Un ejemplo gráfico y brutal lo vemos cuando el padre de Bobby (Nick Stahl) irrumpe en el baño mientras su hijo se contempla completamente desnudo ante el espejo, con la base de su pene —de tono más oscuro que el resto de su piel blanca— al descubierto, junto a su vello púbico. Una escena de invasión simbólica, de imposición sin permiso, donde el cuerpo del hijo queda sometido al mandato patriarcal. Una escena que lo resume todo: Bobby, en su único instante de luz, se contempla a sí mismo. Es un gesto íntimo y brutal, que trasciende al personaje y lanza una interpelación directa al espectador: mírate tú también. Hoy, sin embargo, impera el extremo opuesto: padres temerosos que no marcan límites para no “traumatizar” a sus criaturas. El denominador común, ayer y hoy, es el mismo: adolescentes sin brújula, sin sostén real, dejados a la deriva. Y lo que Clark nos sirve en bandeja es, ni más ni menos, el resultado de ese vacío devastador.

Las vidas personales de Nick Stahl y Brad Renfro no hacen sino prolongar, en un eco amargo, la tragedia de Bully. Ambos arrastraron demonios reales, más allá de la pantalla. Como si fueran escenas rodadas que el montaje no incluyó. Stahl desapareció varias veces, peleando contra sus adicciones. Renfro, en cambio, no tuvo red. La industria que un día lo elevó como joven promesa lo dejó caer sin mirar atrás. Murió a los 25 años por sobredosis de heroína y morfina, sin homenajes, sin focos, sin redenciones. Pero algunos no lo olvidamos. Ni su rostro hermoso, ni su espíritu rebelde, ni la tristeza silenciosa que asomaba tras sus ojos.

A él dedico este epitafio, escrito desde el amor:
Brad Renfro, ángel roto de Tennessee, chico perdido entre focos y jeringas, tu luz sigue ardiendo en quienes supimos verte. El mundo no estuvo a tu altura. Pero tu recuerdo nos alienta a no rendirnos, a los que nos dedicamos vocacionalmente a la juventud. Descansa, bello. Nosotros no te olvidamos.
3
29 de enero de 2010 2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Luego de ver "Kids", pude captar ciertos gustos turbios por parte de éste director hacia lo morboso, retorcido y hasta incluso pornográfico.
Ahora, al ver "Bully", que por si fuera poco es en temática, lo mismo que "Kids", adolescentes, sexo, drogas y vandalismo, solo que más intenso y sin ningún sustento para que la historia deje de volar por los aires. Pareciese como si éste señor, Larry Clark estuviera muy mal de la cabeza, no sabemos que querrá expresar, o que querrá desfogar con sus películas sin sentido, saturadas de imágenes perdidas y limitadas.
Los personajes una ves más están mal definidos, y por ratos no hay sentido ante su tonta actitud de llegar a los extremos, pareciese como si todo lo tomaran a broma, y ni siquiera se explica el porqué de dichas actitudes, de por qué Marty es tan débil e idiota con Bobby, y éste por qué es tan busca pleitos y patán, si sus padres parecen darle una buena educación.
A pesar de que no hay historia que contar, y los personajes son absurdos, cabe destacar las actuciones de Nick Stahl y sobre todo de Michael Pitt que no han estado nada mal y de seguro tendrán enormes oportunidades de trabajar en mejores y no improvisados proyectos.
4
12 de mayo de 2007 1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo asombroso de las películas de Larry Clark son esas imágenes de críos drogadictos de doce años o padre ebrios intentando hacer felaciones a sus hijos. Son imágenes que ocurren en nuestra sociedad pero que, aún así, nos sorprende a la hora de verla en un filme. No ocurre lo mismo con "Bully" a pesar de que es una de las películas más basada en hechos reales de Lary Clark. En esta película sólo veo adolescentes ricachones sin ningun tipo de aspiración en la vida jugando a ser adultos. De todas maneras, tiene algunos elementos muy interesantes al más puro estilo Clark y se puede ver en general.
3
9 de junio de 2021 1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Raro, por un lado admito la valentía de Clark (siempre lo he hecho con sus filmes), pero por otro lado...COÑO, ME ABURRO.

Lo entiendo, al parecer la ingente cantidad de sexo, que al parecer no estaba en el guión de David McKenna, se debe a que Clark quería mostrar las relaciones adolescentes homosexuales y que las cosas pueden ir mal.

Bien...eso no significa que los primeros CINCUENTA MINUTOS DE METRAJE tengan que ir únicamente sobre ello. Se agradece el intento, pero al final, uno acaba casi durmiéndose.

Por otro lado, el protagonista no es un BULLY, es un peligroso SOCIÓPATA. Capaz de vender a su colega para prostituirse, golpeando a su amigo mientras este folla con su chica y follándosela el contra su voluntad. Vamos, que aunque esto esté basado en un hecho real, joder, la policía podría haber interferido. En la película todo queda bastante mínimo.

Las cosas buenas, sí que se establece la relación de miedo entre una persona acosadora y una persona débil (Nick Stahl por cierto, está sublime) y la parte del asesinato y los remordimientos está a la altura.

Pero claro, es que hay muchas escenas de sexo, no tantos diálogos y no tantas explicaciones sobre como semejante animal podría haber salido del seno de una familia educada (recordemos que los padres de Bobby Kent pensaban que Puccio era una mala influencia para él).

Es una oportunidad perdida. Desde luego, Clark ha querido intentar provocar pero se le ha olvidado entretener entre medias.
5
18 de junio de 2005
5 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo que me gustó de la peli fueron las actuaciones. Los pibes la rompieron actuando (no todos, ojo). La historia me pareció pasable y la música buena.
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