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Adiós a las armas

Drama Primera Guerra Mundial (1914-1918). Primera adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway; la segunda la dirigió Charles Vidor en 1957. Antes de que los Estados Unidos entren en la guerra en 1917, Frederick, un periodista norteamericano, se alista como voluntario en el Cuerpo de Ambulancias italiano para poder seguir de cerca los acontecimientos. Tras recibir una herida, ingresa en un hospital y se enamora de Catherine, una enfermera británica. (FILMAFFINITY) [+]
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8
6 de junio de 2013
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
A la Warner Brothers le costó ochenta mil dólares quedarse con los derechos de la novela de Ernest Hemingway “A Farewell to Arms”, en que recogía sus experiencias como oficial médico destinado al frente italiano en la sangrienta contienda contra las tropas austríacas en la I Guerra Mundial. No obstante, la historia seducía también por el apasionado romance que el autor de “¿Por quién doblan las Campanas?” y “El Viejo y el Mar” mantuvo con una enfermera tras caer herido.

Frank Bozarge (El Septimo Cielo) era, a priori de muchos, el director ideal para adaptar ésta antibelicista historia romántica. Ya había llevado a la pantalla “El Séptimo Cielo” (1927) de temática similar. También su profesionalidad y adaptación del mudo al sonoro habían pasado sin ningún trecho a sus cuarenta años edad. “A Farewell to Arms”, escrita en 1929, era un buen arranque para que se consolidara en el terreno del melodrama, género del que no se apartaría abordando temas de fondo como la entonces presente Gran Depresión y su carrera decaería en los años cuarenta.

El film cuenta con la presencia de un joven Gary Cooper, Helen Hayes y Adolphe Menjou (actor de reparto conocido también por su intervención en el alegato antibelicista de Stanley Kubrick “Senderos de Gloria” (Paths of Glory, 1956)). En 1957, Charles Vidor (Rapsodia) realizó un remake con Jennifer Jones y Rock Hudson. Treinta años más tarde, Sir Richard Attenborough (Gandhi) rodó otra versión bastante ambiciosa con Sandra Bullock y Chris O´Donnell con el cambiado título de “En el Amor y la Guerra” (in Love and War, 1997).
6
20 de enero de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otras película que pone a prueba la censura en EEUU. Una historia de amor, con actos sexuales antes del matrimonio. Todo esto, metido en la Primera Guerra Mundial.

Es una película de lucimiento, donde sale una Helen Hayes muy embellecida, y un atractivo Gary Cooper super joven.

Es un melodrama muy apto para los Oscars de Hollywood, y que se vio recompensada por 2 Oscars: mejor fotografía y sonido. Sonido, porque incluye una banda sonora, algo inusual en aquella época. También fue nominada a la mejor película pero no la ganó.

Una historia de amor, muy profunda, muy contracorriente,.... que pasa por mil dificultades y el final hay que verla para no spoilear.

Aún así, es bastante superficial. Como he comentado antes, creo que se han ocupado más por crear bella imágenes, que relatar mejor la historia.
10
5 de julio de 2024 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si pensáramos en un cineasta insignia del melodrama romántico, ese sería Frank Borzage. Uno de aquellos cineastas que parecían aún mirar la vida y la realidad con el pulso luminoso del descubrimiento, y la confianza en la emoción verdadera, como en la celebración de su realización expresiva en el lenguaje. Era un posible, aunque lo contrastaran con su colisión con las precariedades de la propia vida y las inconsecuencias del propio ser humano. La eternidad anhelada expresada en la plenitud que destilaba el canto del amor sublime, el impulso que buscaba rasgar los límites implícitos en la propia existencia, el ineludible paso del tiempo y la fugacidad, la tendencia a la destrucción del ser humano y el irreversible accidente de la muerte. En Adiós a las armas (A farewell to arms, 1932), adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway, una de las obras cumbres de Borzage, se hace música esta exaltación y esa colisión. Y qué puede ser más emblemático de este concepto (pues de hondas reverberaciones abstractas está tejido su cine) que la guerra. Marco o escenario en el que también se desarrollarán otros de sus grandes melodramas como Tres camaradas (1938) o Tormenta mortal (1940). Otro reflejo, o variante, de ese condicionante (al fin y al cabo, otro tipo de guerra) son las consecuencias de la barbarie de la depredación económica que propicia las desigualdades, como se revela en las diferencias de estatus social-laboral (o de posición económica), en Maniquí (1937), o en la pobreza de la indigencia en los arrabales, espejo de la crisis económica del 29, en Fueros humanos (1933). Algo que se convertía también en perturbación de fondo en Cena a medianoche (1937) en la figura del potentado que no aceptaba que su futura esposa realizará su amor con el chef que amaba. Qué habilidad, o sensibilidad, demuestra en ésta para.

La capacidad de alternar registros, y pasar del tono de comedia al efusivo drama con tal naturalidad y fluidez era otra de las cualidades más insignes del cine de Borzage. Y que en Adiós a las armas vuelve a demostrar con los ligeros toques de comedia en sus primeros compases, antes de que se densifique, precisamente, por las contrariedades que obstaculizan la realización del amor entre los dos protagonistas. Borzage hace de la emoción núcleo de su narrativa. Estamos en 1932, en los albores del cine sonoro, y sus imágenes aún parecen no resistirse a dejar el refinamiento que alcanzó la elaboración, inventiva e ingenio visual de las grandes obras del cine mudo - entre las cuáles, dos suyas, El séptimo cielo (1927) y El ángel de la calle (1928) son referencia señera-. El asombroso trabajo lumínico de Charles Lang jr. es inconmensurable en su creación de texturas emocionales y anímicas. El talento de Borzage ya destaca desde su primer plano. La cámara realiza una panorámica sobre un plácido y resplandeciente paisaje hasta encuadrar a un hombre tumbado que parece dormitar relajadamente. Pero no es así, está muerto. Estamos en tiempo de guerra, en la primera guerra mundial. Los siguientes planos nos muestran a unos camiones de la cruz roja que ascienden una empinada carretera. Uno de los heridos le señala a un conductor que se detenga, porque otro de los heridos se está muriendo. El conductor responde que no puede, porque los frenos no lo resistirían. Un último plano singulariza, en otro camión, a Frederick (Gary Cooper) que dormita tranquilamente junto al conductor. El si duerme realmente, y está vivo. Pero la muerte está al acecho.

No se puede ser más elocuente y dotar de tantas resonancias unas primeras imágenes. Nos definen las circunstancias, no sólo las concretas, sino las abstractas en juego, y nos adelanta lo que se dirimirá en el relato. El ansía de elevación o ascenso que supone esfuerzo. Las equívocas o ambivalentes apariencias. Vida y muerte fusionadas y trabadas. La condición luminosa e idílica, plena, desgarrada por la fisura de la muerte. La condición paradójica del rostro de ese muerto, que parece transpirar paz (y esas serán las últimas palabras que se dicen en el film), y de los vivos, que no lo están realmente sino aman. El estoicismo como necesario talante para sobrevivir a esas condiciones. Dos hombres que duermen. Un hombre que parece que duerme pero está muerto y otro que sí duerme y que despertará, en un sentido amplio, gracias al amor. El amor propicia la ascensión, o elevación, pero las sombras siempre están ahí como contrapunto, al acecho como posibilidad de trastorno de unas ilusiones. En el primer cruce de miradas entre Frederick y Katherine (Helen Hayes), ella está, precisamente, alzada sobre una silla. Porque está espiando cómo reprenden a una de sus compañeras enfermeras por su negligente comportamiento semejante a la deserción. Anuncio premonitorio de la deserción que el propio Frederick realizará por buscar reencontrarse con su amor. Su segundo cruce, casual, acontece cuando Katherine se esconda en los bajos de su edificio para protegerse de la caída de las bombas. Allí está, ebrio, Frederick, con un zapato en la mano. No ve su rostro, entre sombras, sólo su pie, que sostiene asombrado y maravillado, intentando encajar sin éxito, para su desconcierto, el zapato -que pertenece a otra chica que ha conocido, momentos antes, en un bar esa noche de juerga con su amigo, el capitán Rinaldi (Adolph Menjou) y de la cuál sólo veíamos su pierna, significativamente sin ver su rostro-. El tercer cruce, aquel que ya es encuentro, y en el que se materializará su primer beso, tiene lugar subidos a un árbol junto a una estatua. Elevados en su naciente universo propio de intimidad. Katherine, en el primer e impetuoso acercamiento de Frederick, le abofeteará. Al ver su turbada y respetuosa reacción - Katherine, tras ocho años de relación, había perdido a su novio en la guerra hace poco-, le dice que ahora sí puede besarla. El espacio interior de ambos se transfigura. Borgaze hace de sus gestos y miradas música de sentimientos en coreografía de ascensión.
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Borzage lo hace aún más manifiesto a través de la mirada de Frederick en esa prodigiosa secuencia en la que, tras caer herido a causa de una bomba, es trasladado en camilla por los pasillos del hospital hasta su habitación. Dos travellings desde la perspectiva subjetiva de Frederick. Ante la cámara aparecen diversos rostros inclinados sobre él, y en un momento dado la cámara se detiene debajo de una cúpula, un sacro ojo. Ya en su habitación, aparece Katherine que, exultante, se inclina sobre él para besarle, ocupando el encuadre uno de sus ojos, el sacro ojo del amor. Ya entonces corta el plano, y realiza contraplanos de ambos, para después abrazarse, dos cuerpos unidos por el amor. No se puede ser más elocuente y con tanta belleza e ingenio. El resto del relato nos narra su separación, y sus esfuerzos por volver a unirse, impedidos por las circunstancias, y la intervención de aquellos que censuran, u ordenan devolver, las cartas que se envían. La muerte puede ser un límite insuperable, pero los otros, los mundanos, pueden ser superados si uno se esfuerza por transgredirlos, resistente. Por eso Frederick opta por desertar. Para él la guerra no significa ni representa nada. En cambio, el amor lo es todo. Son ejemplares las secuencias, entrecortadas, entre sombras y fulgores de bombas, cuerpos en el barro y procesiones de soldados que se desplazan sin rumbo en la indiscernible noche. Frederick no quiere ser una de esas sombras. El busca la luz del amor. Las secuencias finales, las secuencias de su reencuentro en el hospital donde ella está ingresada, tras dar a luz, son de las más bellas y líricas que ha dado el cine -como el también sublime final de Tres Camaradas-. Canto de amor y entrega que se resiste incluso a que la muerte se convierta en impedimento de su pletórica unión. Katherine muere en brazos de Frederick mientras el plano se llena de luz sobre su rostro. Ni la muerte podrá teñir de oscuridad el fulgor de su amor. Frederick la coge en brazos, mientras resuena el tañido de las campanas que anuncian el fin de la guerra, y musita un par de veces 'paz'. El último plano contempla el vuelo de unas aves. El amor es la fuerza que pueda dotar de paz a la vida. Es ascensión y vuelo. Es el impulso de permanencia, a la vez movimiento, que dota de aliento de la ascensión a la transitoriedad y fugacidad. O quizá lo único que dota de transcendencia a la existencia. Decir adiós a las armas, es decir hola al amor. El sentido, vuelo y guía de la vida.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
6
24 de diciembre de 2009
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otro ejemplo más en que se demuestra que no basta una buena historia para conseguir una buena película.

La novela posee un lenguaje propio.
El cine también lo posee.
Pero ambos son diferentes.
Cada cual requiere su técnica propia.

La interpretación de los actores resulta magnífica pero el guión no es bueno.

Además falla algo más.
¿El director?
¿El productor?
¿El realizador?
¿Fallan todos?

La verdad es que no lo sé pero algo más falla.

Seamos benignos y tengamos en cuenta que 1932 queda ya demasiado distante como para intentar arreglarlo ahora.
3
6 de marzo de 2014
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué decepción... y todo por compararla con la novela. Cuando me introduje en la trama escrita por Hemingway e imaginé los personajes que él modeló, sentía el polvo de los caminos, el alcohol ardiendo en mi garganta, el rugido atronador de las explosiones, la presión de los vendajes, los huesos calados por la lluvia... y los cálidos besos de Catherine. El mundo que Hemingway presenta es muy diferente, por fortuna, de la adaptación de Borzage. Yo, personalmente, me quedo con el original.
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