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Críticas 425
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
17 de junio de 2023
91 de 102 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un control de aduanas puede servir de metáfora de diversos escenarios. Es lo que representa, y también lo que revela. Es lo que representa para los que intentan acceder a otro espacio, y lo que representa para los que escrutan con sus preguntas qué hay de ficción conveniente o realidad en las respuestas. Pero también puede conllevar un acceso a una realidad que se ignora en quien piensas que es como crees, o necesitas creer como es. Quizás la realidad, la relación, que vives no sea como crees que es. La opera prima de los cineastas venezolanos Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez, la producción española Upon entry (2023), es un austero, tenso y preciso ejercicio sobre los frágiles cimientos sobre los que circulamos en la realidad. Son escasos los espacios: el interior de un coche en el que se nos presenta a la pareja que forman un urbanista venezolano Diego (Alberto Ammann), y la bailarina española Elena (Bruna Cuni); el interior del avión en el que han cruzado un océano para reiniciar su vida en Estados Unidos; y los sucesivos compartimentos del control de inmigración, sobre todo los despachos de inspección secundaria en los que son interrogados como si fueran exprimidos. ¿Hay fundamento en su implacabilidad o es excesivo su celo susceptible?

La planificación, sobre todo adherida a los rostros, a los gestos y a las reacciones de los personajes, sedimenta una narración progresivamente tensa. Ya patente en la forma de conducirse y en la expresión de Diego en el primer control, en el que esperan que sus visados sean aprobados para que pueden coger, dos horas después, el avión a Miami, donde viven los tíos de Diego. Parece la tensión de quien siente la realidad como una sucesión de controles de aduana, como si la realidad fuera inestable sea donde fuere desde que abandonara su país, Venezuela, cuya realidad parecía caracterizada por la violencia de la inestabilidad. O quizá sea la tensión de quien teme que la cortina de humo de su ficción sea desvelada. Esa incógnita queda suspendida en la narración cuando ambos se vean sumidos en una circunstancia en la que se sienten tan impotentes como desamparados. No explicitan el motivo por el que les conducen a otro departamento, y por qué les incomunican (sustrayéndoles los móviles). Les convierten en personas expuestas a otras voluntades cuya motivaciones ignoran. La realidad, por unos instantes, se ve desprovista de signos de referencia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Un giro, una información que un componente de la pareja desconocía del otro, amplía la inestabilidad a la propia percepción y concepción de la relación. Un cambio de enfoque que viene reflejado, con agudeza, por un cambio en la planificación, una sucesión de planos laterales de un rostro que, de repente, mira a su pareja como si fuera otra persona. En su mirada se aposentan las interrogantes, por lo que el escenario de la relación se ve desestabilizado. El diseño sonoro, los ruidos de unas obras en los pasillos de esa sección de despachos, acrecienta el enrarecimiento y el desvalimiento de la pareja durante los sucesivos interrogatorios, sea primero por la agente Vásquez (Laura Gómez) a la que se unirá, posteriormente, el agente Barrett (Ben Temple), como si el cerco se ampliara. Su realidad se desmorona progresivamente durante unas horas en las que un control de aduana reconfigura de modo radical la percepción y concepción de su relación.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
14 de diciembre de 2020
57 de 73 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que sorprenden gratamente, por inesperadas. Es el caso de Uno de nosotros (Let him go). En primer lugar, por su director, Thomas Bezucha, quien entre el 2000 y el 2011 había realizado tres comedias, la más conocida, La familia Stone (2008). No es un cineasta de quien se podía imaginar una obra de este calibre. En su segundo lugar, por su concepción del drama y de la narración. Parecen ya de otro tiempo esta sobriedad y contención y en particular, su sentido de la elipsis y su manera de describir o reflejar de modo insinuado u oblicuo emociones de (y entre) personajes. Y, en tercer lugar, por cómo genera gradualmente, sin aspavientos ni énfasis, una lacerante emoción de intemperie que no se extirpa con su dolorosa conclusión. Y esa es una cualidad de gran cineasta. Es raro hoy en día encontrar una obra que sea tan cruda y desasosegante, y refleje de modo tan preciso la actitud violenta, con una apariencia, en general, tan luminosa y tan escasos estallidos de violencia (cuando estos brotan el malestar ya se ha aposentado como una infección). El estilo conecta con el de Eastwood, y de modo específico, por su protagonista masculino, y por el año en que transcurre la acción, con la excepcional Un mundo perfecto (1993). Violencia, familia, la raíz podrida o herida de una nación.

Uno de nosotros, adaptación de una novela de Larry Watson, es otro tiempo de narración. Se vertebra a través de las emociones de los personajes, y en buena medida sobre corrientes soterradas. Su substrato, la colisión entre una familia herida y una familia podrida, los dos flecos deshilachados de una nación como Estados Unidos. Uno de nosotros contiene dos de las secuencias más desazonadoramente violentas de los últimos años. Anteriormente, el primer encuentro con un Weboy ya impregna la narración de sombras perturbadoras. No es ni pariente, pero se percibe recelo tiznado de latente hostilidad. De hecho, nos lo presentan en sombras, en el establecimiento que regenta. Ya es aún más manifiesta esa amenaza solapada, aunque se conduzca con sonrisas, en el encuentro con Bill (Jeffrey Donovan), tío de Donnie. Les invita a asistir a una cena, en el rancho de la familia, que preparará su hermana Blanche (Lesley Manville). La narración ya queda infectada con lo imprevisible, como si un virus habitara la sonrisa de Bill.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Hay otro detalle muy elocuente que conecta tiempos. En su viaje, Margaret y George se han encontrado con Peter (Booboo Stewart), un joven nativo americano que vive solo en una casa en la llanura. En principio, escurridizo y temeroso. Les desvelará, cuando les acoja en los pasajes finales, que es alguien que toda su vida ha huido. Cuando era un niño fue arrancado de su hogar y, como señala, realizaron un borrado de su identidad india (ya no recuerda ni su lengua). La familia Weboy representa la mentalidad de los blancos que se apropiaron de los territorios de los nativos americanos y que siguen desenfundando esa mentalidad. La acción transcurre en 1963, año de la muerte de John F Kennedy (con lo que simboliza como narrativa truncada para un país), pero esa familia es un reflejo de los lodos que han seguido definiendo la América profunda, esos más de setenta millones de estadounidenses que votaron a quien les representa, Donald Trump. Aun amortiguado, o no tan exuberante, palpita un aliento peckinphaniano en las secuencias finales, en el gesto desesperado y sacrificial. El héroe, lo que también como icono ha representado Kevin Costner, se enfrenta a las bestias con los recursos que únicamente entienden, la violencia (aunque su pretensión simplemente sea sacar de la casa, durante la noche, a Lorna y su nieto). Lo hace por la mujer que ama, por la impotencia que siente por no haber podido rescatar de la violencia abusiva a Lorna y el nieto. Pero el resultado solo puede conducir a su muerte. Las bestias reinan en nuestro mundo, y no solo en Estados Unidos. Por eso, la conclusión transmite esa sensación de desazonadora intemperie. Margaret conduce hacia su hogar, con Lorna y su nieto, pero se siente que ya es como el joven indio que ha conocido, alguien que más bien huye de la violencia que se cierne incluso en los espacios abiertos, o en una sonrisa. Alguien que habita la intemperie.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
17 de junio de 2023
55 de 91 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierta secuencia de Asteroid City (2023), de Wes Anderson, dos adolescentes comentan que desearían vivir fuera de este planeta. Participan, junto a otros dos adolescentes, en una competición (de jóvenes astrónomos), por sus logros científicos, en una pequeña población en medio del desierto cuyo nombre, Asteroid city, se debe a la enorma cavidad provocada cientos de años atrás por la caída de un meteorito. Durante la ceremonia, un alienígena descenderá de su nave para coger un resto del asteroide. Irrupción que determinará una provisional cuarentena. Anderson gestó esta obra durante la cuarentena de la pandemia del Covid. En esta obra, con múltiples personajes, resalta uno particularmente, aquel que primero llega (en un coche averiado), con sus tres pequeñas trillizas y su hijo Woodrow (Jake Ryan), a esa población con un motel y una gasolinera, y una rampa de una carretera que nunca se construyó. Steenbeck (David Scwartzman) es un corresponsal de guerra que se siente extraviado tras haber perdido, en un accidente de coche, a su esposa. Después de tres semanas, aún se siente incapaz de comunicar a sus hijos ese deceso. Es un hombre averiado que se ha perdido en sí mismo, incapaz de lidiar con sus emociones, como si habitara una representación en la que ya no sabe cuál es su papel o cometido. Es como esa rampa que no conduce a ninguna parte. Su hijo dispone de una inventiva que parece desafiar los límites, pero él parece cautivo de sus propios límites, difusos, como una figura torpe que no comprende cuál es el sentido de lo que hace o deja de hacer. Realiza fotografías, pero realmente ¿Qué o cómo mira?

Precisamente, la narración desentraña o expone su propia condición de ficción desde sus primeras secuencias, en blanco y negro y formato cuadrado a diferencia de los colores apastelados en formato panorámico de la ficción, en las que un anfitrión (Bryan Cranston) introduce al autor de la ficción teatral, Conrad Earp (Edward Norton), el escenario y los personajes de la obra. Pasajes sobre el entorno de la concepción de la obra que se alternarán durante el proceso de la ficción (más que entorno real es un escenario que expone los entresijos de la ficción). La pérdida abre como una brecha la consciencia de la vida como inercia ficcional. En los pasajes finales que abren como una brecha la ficción, como una interrupción, Steenbeck entrará por una puerta disimulada en el espacio de ficción al blanco y negro de la génesis de la ficción para preguntar por qué ha realizado cierto gesto, y aún más, cuál es el sentido de todo, que es decir, el sentido que se difumina cuando un accidente de la vida te sustrae a quien amas. Esta ceremonia sobre lo real y lo ficticio atravesada por la consciencia de la pérdida y la náusea vital de para qué sigue uno en esta realidad que es una catástrofe, como esas explosiones nucleares de prueba que se realizan en ese desierto (y que, por lo tanto, se amplía a un conjunto social que habita un desierto aunque piense que su inercia ficcional dispone de fundamento) se escancia con esa exuberancia creativa que caracteriza al cine de Wes Anderson, quien, como pocos, desafía nuestra imaginación con su asombroso derroche rebosante de múltiples detalles sorprendentes (desde una caracterización a un encuadre pasando por un decorado o un vestuario o un objeto: ¿no se asemeja el artilugio que se usa para intentar arreglar la indefinida avería del coche de Steenbeck con el que surge de la nave espacial?). La realidad no deja de ser un apastelamiento que camufla sus averías.
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Ese derroche estético parece generar desconcierto, como si se percibiera como una mera ceremonia formal que se deleita en sus mismos trazos, en la ingente diversidad de personajes que surcan la pantalla, notas de color que son complementos de la figura central, Steenbeck, quien en, el (supuesto) escenario de lo real, que no es sino el escenario de la gestación de la ficción, entre autor, profesor (Willem Dafoe), director (Adrien Brody) y alumnos (algunos de los cuales son actores en la ficción) clama en cierto momento que no puedes despertar sino te has dormido. En cierto momento Steenbeck habla con la actriz (Margot Robbie) que interpreta a su esposa muerta, ambos en balcones, como si pendieran en el vacío, con un cartel al fondo de una obra con el título Muerte de un narcisista. ¿Cuál era el propósito de su relación una actriz, Midge (Scarlett Johansson), madre de otra adolescente prodigio, con la que entabla conversaciones ventana con ventana, cada uno en una de las habitaciones de ese motel en el desierto, que cruzan, en lo que parece una eterna persecución, como cruzaba las calles el motorista de Amarcord (1973), de Federico Fellini, un coche de policía que persigue a otro por un motivo que nunca sabremos? Quizá simplemente lograr atravesar el decorado y recordarse como presencia que se reintegra en el curso de la vida. No cejamos de perseguir lo que se nos escurre. No hay amenazas exteriores, somos nosotros la causa y consecuencia de nuestras catástrofes y nuestros reinicios.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
11 de diciembre de 2021
22 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la primera secuencia de Tres pisos (Tre piani, 2021), de Nanni Moretti, tres vidas, tres hogares vecinos, convergen en un suceso nocturno, el atropello de un coche a una peatona que cruza la calle. El coche que conduce Andrea (Alessandro Perdutti), hijo de Vittorio (Nanni Moretti) y Dora (Margherita Buy), tras el atropello, embiste la cristalera del piso que ocupa Lucio (Riccardo Scarmaccio) con su esposa Sara (Elena Lietti) y su hija. Monica (Alba Rohrwacher), que se dirige al hospital para dar a luz, es testigo del suceso. Atropellos, colisiones, percepciones. La narración alterna, durante varios años, el curso de las relaciones en cada uno de esos tres hogares, como si se estableciera un diálogo especular entre los diferentes conflictos que se viven en uno y otro. Ese suceso no conecta las tres vidas pero si señaliza o anticipa los percances que se viven o vivirán en cada hogar. El atropello se corresponde con la sensación de atropello que siente Andrea con respecto a la figura de autoridad de su padre, juez. La rotura de la cristalera con la desestabilización que quebrara la vida de Lucio cuando tema que su hija haya podido sufrir abuso sexual por parte de un vecino, anciano, que solía cuidarla cuando ellos estaban ausentes. Por su parte, Mónica, que no puede dar un testimonio preciso sobre el accidente, sobre si la mujer cruzó sin mirar o fue responsabilidad del conductor, se caracterizara por una progresiva desestabilización de su percepción de la realidad. Por ciertas visiones, como la de un cuervo en su salón, teme haber heredado la enfermedad neuronal de su madre, aunque el médico le indique que no tiene por qué ser así.

Fragilidades, inestabilidad. La imprecisa u ofuscada percepción de los otros ¿Qué percibimos de los demás o qué proyectamos sobre los demás?¿En qué medida se pueden convertir más en lo que representan, de nuestros temores o frustraciones, que lo que son? La percepción es una cuestión capital en el entramado dramatúrgico y conceptual. En especial, en relación con Lucio, cuya conflicto es el que ocupa más tiempo narrativo (y que, de modo específico, se hace eco de dinámicas condenatorias sociales que en la última década han sido recurrentes). A diferencia de su esposa, se ofusca y obceca con su convicción de que su vecino infligió abuso sexual a su hija. Cuando les encuentra en el parque en la noche, no percibe un hombre al que han fallado las piernas, ni se convence de que sea fiable el relato de su hija. No cree que se perdieron, como ella le dice, más bien él se pierde en sus temores y recelos. Hay una cristalera que se rompe en su mente.
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La evolución de las circunstancias le colocara en el otro extremo, propiciado, paradójica o irónicamente, por su propia obcecación. Podrá comprobar cómo las se pueden distorsionar unos hechos, por percepción o relato de otra perspectiva, siendo en este caso él la víctima. Será acusado de abuso sexual por la nieta adolescente del vecino. Si el primer suceso, el relacionado con su hija, no se visibiliza, con lo cual su fuera de campo se convierte en prueba de la capacidad de percepción de unos y otros (y de los mismos espectadores), o cómo se puede generar un fuera de campo (una convicción de realidad) que era inexistente con inseguridades y temores, el segundo suceso será visibilizado. Es una relación sexual consentida. Pero más allá de la falta de consistencia de la acusación de violación, fundamentada en el despecho, sí hay una infracción ética por parte de ambos. Por parte de Lucio, ya que accede al ofrecimiento sexual de ella porque es una manera de que después le enseñe unos emails que pueden aportar pruebas con respecto a si hubo o no abuso sexual de su hija. Por parte de ella, que le había engañado ya que realmente no existían esos emails sino que solo quería propiciar la circunstancia que posibilitara la relación sexual con el hombre del que estaba enamorada, por priorizar su despecho, su sentimiento de agravio, y convertir en asunto judicial una frustración sentimental. Tanto uno como otra se ofuscan. La ofuscación que distorsiona la percepción y el relato de los hechos.

Por su parte Dora no logra asimilar que su hijo no sea como quisiera que hubiera sido, o no logra encajar por qué parece ser alguien que solo se preocupa de sí mismo, y no quiere realizar un acercamiento al marido de la mujer que atropello para pedirle perdón, y que incluso reacciona con violencia contra su padre. Durante años se convierte en una herida no cerrada, como una película que quisiera que fuera otra. No logra encajar que fueran responsables de un hijo que creció amargado porque no le dieron lo que necesitaba o demandaba (como demanda que el padre haga uso de sus contactos para conseguirle un veredicto favorable). En qué medida fueron responsables o en qué medida simplemente el hijo se ha convertido en el hombre que es independientemente de cómo ellos le trataron y educaron. ¿Quiénes son los atropellados? Esta dificultad de percepción de los otros, o cómo los hechos pueden distorsionarse según los relatos que se establezcan, encuentra de modo manifiesto el eco de su reverso, la fragilidad, en la figura de Mónica. La mujer que da a luz, se siente sola, porque su marido trabajo lejos y está ausente durante largos periodo de tiempo, y teme que los cimientos de su vida se resquebrajen por una cuestión biológica que no controla, ya que no sabe si, de modo progresivo, perderá la seguridad de saber si lo que percibe es real o no. La vida y sus accidentes, la vida y sus fragilidades. La vida y sus espesuras. Vidas que se comparten pero pueden ser con extraños que se puede tardar en comprender y percibir como son. En cierta secuencia son testigos, en la calle, de una especie de desfile de parejas que bailan tango. La vida y la dificultad para poder conjugar la armónica coreografía en la relación con los otros.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
15 de mayo de 2023
20 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mujer de Tchaikovsky (2022), de Kirill Serebrennikov, se inicia con un texto que señala que la mujer en Rusia, a finales del siglo XIX, era una mera extensión del hombre, de la misma manera que no disponía de su pasaporte, ya que meramente su nombre aparecía en el pasaporte del hombre, y no disponía de derecho a voto. En la primera secuencia, Antonina Miliakova (Alyona Mikhailova) asiste, en 1893, al funeral de su marido, el compositor Piotr Ilych Tchaikovsky (Odin Biron), cuyo cadáver yace en un destacado lugar. Pero en cierto momento, el cadáver se reanima y lanza una serie de reproches a Antonina. Este prólogo concluye con un plano cenital que encuadra a Antonina, entre la multitud, mirando a las alturas. De este modo ya se anticipa que la narración, además de un reflejo de una circunstancia social en la que mujer parecía vivir en las penumbras del hombre, corresponde a otro desquiciamiento, este no social sino subjetivo. Antonina confundirá deseo con realidad en otro proceso de negación, en este caso de la realidad. Su amor negará cualquier otro posible discernimiento. Intentará amoldar, denodadamente, que la realidad se ajuste a sus voluntad y deseo, de la misma manera que la mujer se supeditaba a la voluntad y voz del hombre en la sociedad. Ni antes, ni durante los dos meses y medio que dura la convivencia con el hombre que ama, advertirá que él es homosexual. Su deseo de amor arrolla cualquier evidencia, ya patente cuando, la primera vez que hablan, en la casa de ella, Antonina declara su arrebatado amor y su propósito de que compartan un proyecto de vida. Esa pasión neutraliza cualquier otra consideración. Ni siquiera le perturba que él remarque que su relación no será romántica ni pasional sino equiparable a una amistad. No hay signo, para ella, ni siquiera con las amistades masculinas que le presenta, que le haga pensar que él solo desee a los hombres. No comprende que su matrimonio es equivalente a un conveniente posado fotográfico cara a la galería.

La ruptura de la relación, o la fuga de él tras que ella irrumpa en su habitación con el propósito de que hagan el amor, no es para ella sino un desajuste que debe ser reparado. La negación de lo que es seguirá pautando su relación enajenada con la realidad. Según su voluntad y deseo, o cómo quiere que sea la realidad, él también la ama y por eso no aceptará el divorcio y seguirá empecinada en que, tarde o temprano, se reajustará la realidad, esto es, la relación con quien ama, porque, simplemente, le ama. El diseño visual, magnífico, se define por la escasez de luz, por las penumbras, como si se habitara unas profundidades marinas. La narración, progresivamente, difuminará los límites, primero temporalmente, como si las elipsis más bien fuera un continuo de acuerdo a la concepción de la realidad en la que vive cautiva Antonina. Hay planos secuencias, como el de la estación, en el que se condensa cómo la vida de Antonina es una espera. No hay ya paso del tiempo, sino la espera de que la realidad se reajuste a su voluntad. Un movimiento de cámara concentra el paso de los días porque ella permanece en un mismo estado mental, el de la espera.
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Progresivamente, a medida que el desquiciamiento de Antonina se acreciente, los planos secuencias simplemente definirán la confusión de lo que es real o imaginado. Antonina establece una relación con su abogado, con el que tiene varios hijos que entrega a beneficencia, pero su mente sigue encasquillada en su propósito de que la relación con el hombre que ama se repare, y así la relación con la realidad se reconfigure de acuerdo a lo que ella anhela y desea. Si la segunda parte de la excelente Traición (2012), se vertebraba sobre la incertidumbre o ambiguedad de si los hechos acaecían añós después o en un presente alternativo, en La mujer de Tchaikovsky, en el último tramo ya realidad e imaginación, definitivamente, se confunden, pero sí resulta patente que se confunden de acuerdo a la crónica enajenación de Antonina, quien se pierde definitivamente en su mente, como si esta hubiera sufrido un cortocircuito debido a la frustración e incapacidad de asumir la realidad. Como Traición, La mujer de Tchaikovsky destaca como una singular inmersión en la confusión y el arbitrio de los sentimientos, con personajes cual actores ofuscados con un libreto que no se controla, pero que se desea controlar, para amoldar la realidad y la conducta de los otros al mismo. Las emociones desbordan, y Antonina se convierte en una mera bailarina, a la deriva, de una coreografía que realmente no controla, y su negativa a asumir lo que es real, la falta de correspondencia del hombre que ama y su homosexualidad, la aboca a un espacio de enajenación, una realidad aparte.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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