Un ladrón en la alcoba
1932 

7.7
3,600
Comedia. Romance
Lily, una carterista que se hace pasar por condesa, conoce en Venecia al famoso ladrón Gaston Monescu, quien a su vez se hace pasar por barón, y se enamoran. Gaston roba al aristócrata François Fileba y huye con Lily antes de que le descubran. Casi un año después, en París, Gaston roba un bolso con diamantes incrustados a la viuda Mariette Colet, pero se lo devuelve y la cautiva de tal forma que lo contrata como secretario. (FILMAFFINITY) [+]
2 de mayo de 2006
2 de mayo de 2006
110 de 116 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lubitsch es un director plenamente respetado que, sin embargo, no parece estar en cuanto a reconocimiento popular entre los más grandes del séptimo arte.
Quizás sus comedias, tan sofisticadas y refinadas como ésta que nos ocupa, dan normalmente una apariencia de frialdad o cínica frivolidad que, siendo indiscutiblemente entretenidas, no acaba de conectar totalmente con lo “emotivo” sino más bien con la “inteligencia” del espectador. Y luego que es un director de interiores, sin grandilocuentes fotografías... (parece una chorrada pero influye, a D. Lean se le mete constantemente en listas de los mejores directores prácticamente por Lawrence..., y sí, estoy de acuerdo, pero no olvidemos el juego de puertas de Lubitsch).
Esta película es un buenísimo ejemplo (sin ser la mejor de su filmografía desde luego) de su elegancia, sutileza, agilidad y precisión.
La historia acaba siendo un romance con más intensidad de lo que de su tono casi displicente puede desprenderse, una muestra de la melancólica visión de Lubitsch sobre el amor efímero, sobre la magia de un romance y sobre los dos protagonistas que prefieren dejarlo antes de que ese apasionamiento cegador (ambos están cegados claramente, si continuaran juntos las cosas inevitablemente no terminarían bien) acabe con la fugacidad amorosa. La película va, por tanto, más allá de la comedia y de una planificación visual extraordinaria; tan magnífica que puede hacernos olvidar que también hay algo de “corazoncito” en ella.
Como digo, esta bonita historia de amor está camuflada bajo un ejercicio de ingenio y estilo tan abrumador que puede acabar provocando cierta sensación de asepsia, cierta separación con el espectador. Y es que nuestro ojo no está entrenado para que el cine nos tome en serio. Para que (Miguel Marías) se nos otorgue un papel activo en lo que se nos cuenta y se dirijan directamente a nuestra inteligencia (los directores que buscan la emoción por encima de todo parecen tener más aceptación, ya no hablo de los que se dirigen al imbécil que todos llevamos dentro y que Hollywood pelea por sacar en cada estreno).
En esta película la imagen hace avanzar la trama. No es un virtuosismo técnico, es un virtuosismo narrativo. Desde ese punto de vista Lubitsch me parece uno de los directores más precisos que han existido. Sus soluciones visuales son de un ingenio constante, una obra de auténtica ingeniería visual.
Gran uso del montaje, de la composición de planos y, sello de fábrica, de la elipsis y de todo aquello que queda en off (detrás de una puerta, el fuera de campo...), la sucesión de planos-viñeta, la importancia de los objetos para hacer avanzar la historia sin la palabra, las transiciones (que no son meros recursos para acelerar una parte poco interesante y que sirva de nexo, sino que se le da la vuelta para que tengan también un punto de comedia) etc. ¡Es que hasta la forma de presentar a los personajes es mucho más moderna que cualquier cosa que se haga hoy!
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Quizás sus comedias, tan sofisticadas y refinadas como ésta que nos ocupa, dan normalmente una apariencia de frialdad o cínica frivolidad que, siendo indiscutiblemente entretenidas, no acaba de conectar totalmente con lo “emotivo” sino más bien con la “inteligencia” del espectador. Y luego que es un director de interiores, sin grandilocuentes fotografías... (parece una chorrada pero influye, a D. Lean se le mete constantemente en listas de los mejores directores prácticamente por Lawrence..., y sí, estoy de acuerdo, pero no olvidemos el juego de puertas de Lubitsch).
Esta película es un buenísimo ejemplo (sin ser la mejor de su filmografía desde luego) de su elegancia, sutileza, agilidad y precisión.
La historia acaba siendo un romance con más intensidad de lo que de su tono casi displicente puede desprenderse, una muestra de la melancólica visión de Lubitsch sobre el amor efímero, sobre la magia de un romance y sobre los dos protagonistas que prefieren dejarlo antes de que ese apasionamiento cegador (ambos están cegados claramente, si continuaran juntos las cosas inevitablemente no terminarían bien) acabe con la fugacidad amorosa. La película va, por tanto, más allá de la comedia y de una planificación visual extraordinaria; tan magnífica que puede hacernos olvidar que también hay algo de “corazoncito” en ella.
Como digo, esta bonita historia de amor está camuflada bajo un ejercicio de ingenio y estilo tan abrumador que puede acabar provocando cierta sensación de asepsia, cierta separación con el espectador. Y es que nuestro ojo no está entrenado para que el cine nos tome en serio. Para que (Miguel Marías) se nos otorgue un papel activo en lo que se nos cuenta y se dirijan directamente a nuestra inteligencia (los directores que buscan la emoción por encima de todo parecen tener más aceptación, ya no hablo de los que se dirigen al imbécil que todos llevamos dentro y que Hollywood pelea por sacar en cada estreno).
En esta película la imagen hace avanzar la trama. No es un virtuosismo técnico, es un virtuosismo narrativo. Desde ese punto de vista Lubitsch me parece uno de los directores más precisos que han existido. Sus soluciones visuales son de un ingenio constante, una obra de auténtica ingeniería visual.
Gran uso del montaje, de la composición de planos y, sello de fábrica, de la elipsis y de todo aquello que queda en off (detrás de una puerta, el fuera de campo...), la sucesión de planos-viñeta, la importancia de los objetos para hacer avanzar la historia sin la palabra, las transiciones (que no son meros recursos para acelerar una parte poco interesante y que sirva de nexo, sino que se le da la vuelta para que tengan también un punto de comedia) etc. ¡Es que hasta la forma de presentar a los personajes es mucho más moderna que cualquier cosa que se haga hoy!
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
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Todo es un mecanismo narrativo y de comedia fantástico (y comedia no es sólo partirse de risa igual que un drama no deja de serlo si no lloras). Puede parecer fácil, pero no hay muchos más que lo hagan con tal exactitud (hoy día ni siquiera existe) y, además, en Lubitsch es constante, no se trata de meter detalles y hallazgos aislados, se trata de construir narrativamente la película empleando al mismo nivel la palabra y la imagen.
Pero además de un excelente y elegante uso de la puesta en escena y de unos recursos visuales trabajadísimos, el guión tiene unos diálogos brillantes con constantes frases lapidarias. A Lubitsch le gustaba especialmente la guerra de sexos desde el punto de vista de aguda confrontación de ingenios, desde un erotismo contenido...
La película, en definitiva, mezcla el vodevil, el enredo, la comedia de infidelidades y equívocos... y Lubitsch nos lo sirve con su ironía habitual no exenta de melancolía y cierto pudor, elegancia también podría llamarse, que no sé si encaja demasiado bien con lo que actualmente predomina. Él prefiere sugerir sin caer en lo chabacano ni en la sal gruesa.
Y luego, además, está la habilidad del director para buscar siempre un matiz, un detalle que fuera un poco más allá. Cuando crees que el gag o la secuencia termina él mete un nuevo giro y entonces cierra.
Lo que pretendo decir es que Lubistch, más allá de que sus pelis gusten o no, que enganchen o no, buscaba contar una historia de una forma no apta para lo que Cortázar en literatura llamaría “lector hembra”. Lubistch, de esta forma, es tan moderno hoy día como pudiera serlo Godard en los 60 (vale, pon el que quieras si no te gusta Godard). Hoy lo obvio gana la batalla, lo evidente. No existe el papel activo del espectador, que sólo es sujeto pasivo de perrerías varias (o de buenas intenciones, que también las hay, pero sujeto pasivo en definitiva). Las cintas de Lubitsch nos tratan de igual a igual como si nos dijeran: “Cuento contigo para que esto avance. Cuento contigo para que aprecies que lo que podía contar con un diálogo y plano-contraplano no lo muestro; te enseño mejor las consecuencias y lo que se intuye, no lo que se ve o se oye”.
Todo es un mecanismo narrativo y de comedia fantástico (y comedia no es sólo partirse de risa igual que un drama no deja de serlo si no lloras). Puede parecer fácil, pero no hay muchos más que lo hagan con tal exactitud (hoy día ni siquiera existe) y, además, en Lubitsch es constante, no se trata de meter detalles y hallazgos aislados, se trata de construir narrativamente la película empleando al mismo nivel la palabra y la imagen.
Pero además de un excelente y elegante uso de la puesta en escena y de unos recursos visuales trabajadísimos, el guión tiene unos diálogos brillantes con constantes frases lapidarias. A Lubitsch le gustaba especialmente la guerra de sexos desde el punto de vista de aguda confrontación de ingenios, desde un erotismo contenido...
La película, en definitiva, mezcla el vodevil, el enredo, la comedia de infidelidades y equívocos... y Lubitsch nos lo sirve con su ironía habitual no exenta de melancolía y cierto pudor, elegancia también podría llamarse, que no sé si encaja demasiado bien con lo que actualmente predomina. Él prefiere sugerir sin caer en lo chabacano ni en la sal gruesa.
Y luego, además, está la habilidad del director para buscar siempre un matiz, un detalle que fuera un poco más allá. Cuando crees que el gag o la secuencia termina él mete un nuevo giro y entonces cierra.
Lo que pretendo decir es que Lubistch, más allá de que sus pelis gusten o no, que enganchen o no, buscaba contar una historia de una forma no apta para lo que Cortázar en literatura llamaría “lector hembra”. Lubistch, de esta forma, es tan moderno hoy día como pudiera serlo Godard en los 60 (vale, pon el que quieras si no te gusta Godard). Hoy lo obvio gana la batalla, lo evidente. No existe el papel activo del espectador, que sólo es sujeto pasivo de perrerías varias (o de buenas intenciones, que también las hay, pero sujeto pasivo en definitiva). Las cintas de Lubitsch nos tratan de igual a igual como si nos dijeran: “Cuento contigo para que esto avance. Cuento contigo para que aprecies que lo que podía contar con un diálogo y plano-contraplano no lo muestro; te enseño mejor las consecuencias y lo que se intuye, no lo que se ve o se oye”.
23 de febrero de 2011
23 de febrero de 2011
38 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Año 1932. Ernst Lubitsch, después de varias comedias musicales en un estilo todavía muy influido por su origen centroeuropeo, y solo cinco años después de la irrupción del cine sonoro, hace la primera gran comedia sonora no musical americana, quizá la primera obra maestra del género, abriendo la veda para que Hawks, Cukor, LaCava, Leisen o Sturges se pusieran también manos a la obra y nos regalaran tantas películas memorables. Y sin embargo, sin desmerecer sus logros, ninguno alcanzó nunca el nivel de sofisticación de Lubitsch, el tan manido toque que, en realidad, era en gran parte una pericia específicamente cinematográfica, un talento para la narración visual que ningún otro comediógrafo tuvo, y que daba a sus películas una cadencia, un ingenio y una elegancia únicas. Las películas de Hawks o Sturges están perfectamente montadas y narradas, pero nadie manejaba el montaje para crear gags puramente cinematográficos como Lubitsch. El montaje, pero también el primer plano, el fuera de campo, la elipsis, las luces y las sombras… Las comedias y el humor de Lubitsch solo se pueden concebir en términos cinematográficos.
Y “Un ladrón en la alcoba”, pese a ser la primera, es quizá la más imaginativa y arrolladora de todas las suyas. Parece que Lubitsch no concibiera ni una sola escena que no fuera un tour de force cómico, lleno de piruetas narrativas, visuales y verbales, de dobles sentidos y sugerencias eróticas, como esa escena de discusión-seducción en la que las sombras de los actores se proyectan sobre la cama, anticipando lo que llegará y denotando que la cama será solo otro campo de batalla más en la guerra de sexos y clases.
Porque, aunque es principalmente una celebración del hedonismo y la amoralidad en los tiempos en que aún el código de censura Hays no estaba en vigor, la película, disfrazada de sedosa comedia romántica pero no sentimental, satiriza con increíble ingenio (hay una cantidad abrumadora de réplicas memorables) a las clases altas en plena depresión económica, riéndose de su frivolidad y de sus códigos, y poniéndose de parte de los ladrones que tratan de dinamitar todo eso y, aunque no consigan reventarlo del todo, sí pueden acabar sacando tajada y demostrando que para disfrutar no hacen falta millones sino mucha caradura. Mensaje quizá algo fantasioso, pero probablemente necesario después de 1929.
Y “Un ladrón en la alcoba”, pese a ser la primera, es quizá la más imaginativa y arrolladora de todas las suyas. Parece que Lubitsch no concibiera ni una sola escena que no fuera un tour de force cómico, lleno de piruetas narrativas, visuales y verbales, de dobles sentidos y sugerencias eróticas, como esa escena de discusión-seducción en la que las sombras de los actores se proyectan sobre la cama, anticipando lo que llegará y denotando que la cama será solo otro campo de batalla más en la guerra de sexos y clases.
Porque, aunque es principalmente una celebración del hedonismo y la amoralidad en los tiempos en que aún el código de censura Hays no estaba en vigor, la película, disfrazada de sedosa comedia romántica pero no sentimental, satiriza con increíble ingenio (hay una cantidad abrumadora de réplicas memorables) a las clases altas en plena depresión económica, riéndose de su frivolidad y de sus códigos, y poniéndose de parte de los ladrones que tratan de dinamitar todo eso y, aunque no consigan reventarlo del todo, sí pueden acabar sacando tajada y demostrando que para disfrutar no hacen falta millones sino mucha caradura. Mensaje quizá algo fantasioso, pero probablemente necesario después de 1929.
19 de junio de 2009
19 de junio de 2009
34 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si entre un ladrón-estafador consumado y una estafadora-ladrona no menos vocacional y aplicada surge la atracción erótica, en el roce durante el flirteo desplegarán como un cortejo todas sus habilidades prestidigitadoras.
Birlarse la billetera, el reloj, el bolso, la pulsera, el encendedor y los anillos mientras están juntos es el resultado de meterse mano una pareja de carteristas. Es la excitación, el juego, su particular parada nupcial, su literal timarse.
Una idea brillante.
Los farsantes se mueven por los grandes hoteles venecianos, como ‘bon vivants’, pasando por aristócratas en un mundo suntuoso.
La ambientación propicia el tono refinado y trepidante en que la ironía de Lubitsch da su mejor rendimiento, con diálogos ágiles y situaciones vodevilescas, maquinaciones y equívocos que se multiplican, girando siempre en torno al contacto carnal, aludiéndolo muy de cerca en danza íntima, a temperatura elevada, pero sin tocarlo.
El ritmo vivo, de baile alegre, explica que este chispeante ejercicio aguante bien el envejecimiento.
Una realización brillante.
= = = = =
Falso barón: Debo sincerarme, condesa.
Falsa condesa: Ya lo sé. Es usted un ladrón.
Falso barón: Páseme la sal, haga el favor.
Birlarse la billetera, el reloj, el bolso, la pulsera, el encendedor y los anillos mientras están juntos es el resultado de meterse mano una pareja de carteristas. Es la excitación, el juego, su particular parada nupcial, su literal timarse.
Una idea brillante.
Los farsantes se mueven por los grandes hoteles venecianos, como ‘bon vivants’, pasando por aristócratas en un mundo suntuoso.
La ambientación propicia el tono refinado y trepidante en que la ironía de Lubitsch da su mejor rendimiento, con diálogos ágiles y situaciones vodevilescas, maquinaciones y equívocos que se multiplican, girando siempre en torno al contacto carnal, aludiéndolo muy de cerca en danza íntima, a temperatura elevada, pero sin tocarlo.
El ritmo vivo, de baile alegre, explica que este chispeante ejercicio aguante bien el envejecimiento.
Una realización brillante.
= = = = =
Falso barón: Debo sincerarme, condesa.
Falsa condesa: Ya lo sé. Es usted un ladrón.
Falso barón: Páseme la sal, haga el favor.
18 de marzo de 2007
18 de marzo de 2007
34 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si usted dispone de una hora y media de su tiempo desocupada considere seriamente ver esta película. Encontrará en ella suficientes elementos altamente atractivos y acabará reconociendo que no ha perdido su tiempo. Y sobre todo encontrará a Ernst Lubitsch. Bueno..., no se trata de To be or not to be ni de Ninotchka pero el sello Lubitsch se estampa claramente sobre esta comedia. ¿Obra menor? Quizás. Tal vez. Pero aun así merece la pena.
Aunque el tono de la película sufre algunos altibajos el inicio es francamente genial (no se pierdan detalle de la elección del menú) y en general nos mantiene alerta a los diálogos y con una sonrisa en los labios en todo momento.
Las comedias de Lubitsch hacen un guiño al espectador inteligente, a aquel que es capaz de leer entrelíneas. No recurre al humor fácil. No nos desternillaremos con él pero sonreiremos con complicidad.
Me gusta este tipo de humor. Como me gusta encontrar a actores de la talla de Edward Everett Horton, secundarios a la sombra, pero que dan un brillo especial a las obras en que participan.
Aunque el tono de la película sufre algunos altibajos el inicio es francamente genial (no se pierdan detalle de la elección del menú) y en general nos mantiene alerta a los diálogos y con una sonrisa en los labios en todo momento.
Las comedias de Lubitsch hacen un guiño al espectador inteligente, a aquel que es capaz de leer entrelíneas. No recurre al humor fácil. No nos desternillaremos con él pero sonreiremos con complicidad.
Me gusta este tipo de humor. Como me gusta encontrar a actores de la talla de Edward Everett Horton, secundarios a la sombra, pero que dan un brillo especial a las obras en que participan.
10 de marzo de 2011
10 de marzo de 2011
28 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Comedia romántica realizada por Ernst Lubitsch (1892-1947), según guión de Samson Raphaelson, escrito a partir de la adaptación de Grover Jones de la obra teatral “The Honest Zinder”, del dramaturgo húngaro Aladar Laszlo. Se rueda en Paramount Studios (Hollywood, CA) con un presupuesto de 520.000 USD. Producido por Ernst Lubitsch para Paramount Pictures, se proyecta por primera vez en público el 21-X-1932 (EEUU).
La acción dramática tiene lugar en Venecia y París, en 1931/32. El ladrón de guante blanco Gastón Manescu (Marshall), vestido con extrema elegancia, que se hace pasar por barón, se reúne para una cena romántica en la habitación de un lujoso hotel de Venecia con la sofisticada carterista Lily (Hopkins), que se hace pasar por condesa. Instalados en París, ambos se ponen a trabajar en la casa de la millonaria Mariette Colet, (Francis), propietaria de una empresa de fabricación de perfumes y colonias.
Es la primera comedia sonora de Lubitsch. La construye con los elementos habituales de sus anteriores trabajos sonoros (varias operetas, como "El desfile del amor"). Confiere a la obra un aire ligero, liviano, frívolo y desenfadado, por demás atractivo, al que se añaden numerosos enredos diseñados con la habilidad y gracia que caracterizan al realizador. Envuelve la amalgama de estos elementos en una atmósfera de seductora sofisticación y elegancia, reflejo de su manera de entender y hacer las cosas, de su estilo propio y personalísimo, inimitable e irrepetible.
En este caso, los enredos se mueven en dos direcciones simultáneas: el amor a lo ajeno y el sexo. Abundan los malentendidos, sobreentendidos, supuestos, engaños y elipsis, que no se usan aisladamente o puntualmente, sino más bien en cadenas, que llevan las situaciones a posiciones culminantes de ingenio e hilaridad. Con una elegancia exquisita, los actores se echan en cara las verdades, se desenmascaran mutuamente, se intercambian reproches y denuncias, sin perder la serenidad, las buenas formas, la compostura y el culto a la exquisitez. El retrato que compone de la sociedad americana más distinguida y aristocrática contiene trazos descriptivos de refinada ironía y un fondo de crítica acerada, dicha con tanta elegancia como aquella a la que rinden culto sus personajes.
No falta el recurso a las puertas que se abren y se cierran, aportando indicaciones y sugerencias que el espectador puede entender como expresiones de juegos amorosos o románticos, del género más audaz. Una puerta abierta o cerrada puede hablar de deslealtades amorosas, incorrecciones sociales, licencias personales para nada inocentes y de mucho más. En el ámbito de la creación de hilaridad y comicidad no se echan en falta las suplantaciones, los cambios de personalidad, las falsas atribuciones de títulos nobiliarios inexistentes y los juegos que se componen con este tipo de recursos se llevan a límites en los que el realizador demuestra su gran capacidad de imaginación y creación.
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La acción dramática tiene lugar en Venecia y París, en 1931/32. El ladrón de guante blanco Gastón Manescu (Marshall), vestido con extrema elegancia, que se hace pasar por barón, se reúne para una cena romántica en la habitación de un lujoso hotel de Venecia con la sofisticada carterista Lily (Hopkins), que se hace pasar por condesa. Instalados en París, ambos se ponen a trabajar en la casa de la millonaria Mariette Colet, (Francis), propietaria de una empresa de fabricación de perfumes y colonias.
Es la primera comedia sonora de Lubitsch. La construye con los elementos habituales de sus anteriores trabajos sonoros (varias operetas, como "El desfile del amor"). Confiere a la obra un aire ligero, liviano, frívolo y desenfadado, por demás atractivo, al que se añaden numerosos enredos diseñados con la habilidad y gracia que caracterizan al realizador. Envuelve la amalgama de estos elementos en una atmósfera de seductora sofisticación y elegancia, reflejo de su manera de entender y hacer las cosas, de su estilo propio y personalísimo, inimitable e irrepetible.
En este caso, los enredos se mueven en dos direcciones simultáneas: el amor a lo ajeno y el sexo. Abundan los malentendidos, sobreentendidos, supuestos, engaños y elipsis, que no se usan aisladamente o puntualmente, sino más bien en cadenas, que llevan las situaciones a posiciones culminantes de ingenio e hilaridad. Con una elegancia exquisita, los actores se echan en cara las verdades, se desenmascaran mutuamente, se intercambian reproches y denuncias, sin perder la serenidad, las buenas formas, la compostura y el culto a la exquisitez. El retrato que compone de la sociedad americana más distinguida y aristocrática contiene trazos descriptivos de refinada ironía y un fondo de crítica acerada, dicha con tanta elegancia como aquella a la que rinden culto sus personajes.
No falta el recurso a las puertas que se abren y se cierran, aportando indicaciones y sugerencias que el espectador puede entender como expresiones de juegos amorosos o románticos, del género más audaz. Una puerta abierta o cerrada puede hablar de deslealtades amorosas, incorrecciones sociales, licencias personales para nada inocentes y de mucho más. En el ámbito de la creación de hilaridad y comicidad no se echan en falta las suplantaciones, los cambios de personalidad, las falsas atribuciones de títulos nobiliarios inexistentes y los juegos que se componen con este tipo de recursos se llevan a límites en los que el realizador demuestra su gran capacidad de imaginación y creación.
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
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Desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico, hay que destacar el uso magistral que hace del plano. Al comienzo yuxtapone varios planos de lo más diverso: una góndola que transporta la basura de los vecinos, un gondolero basurero que canta “O sole mio”, un rico que de borracho no se tiene en pie y la visión de un canal envuelto en penumbras que lleva aguas que acarician las fachadas de las casas. La suma de los cuatro planos indica, sin palabras, que nos encontramos en Venecia. Cautiva un segundo conjunto de tres planos breves (una pareja abrazada se refleja en un espejo oval, la misma pareja se ve reflejada en un espejo más pequeño y la sombra estática de un hombre y una mujer se proyecta sobre una cama de matrimonio). La combinación de los tres planos habla de una noche de amor, lujuria y sexo tan prolongada e intensa como admiten las elipsis del realizador. Por último, un plano largo único nos acerca a las figuras de dos millonarios y se aleja de ellos, dejando constancia de la soberbia, la vacuidad y la estupidez de la clase adinerada.
La fotografía, de Victor Milner, crea un trabajo de cámara muy diligente para la época del rodaje. Ofrece encuadres inferiores que agrandan las figuras, movimientos de aproximación para resaltar detalles, de alejamiento para cerrar con un cierto aire de desprecio alguna escena y numerosos planos largos que dan profundidad y extensión a la narración de los hechos. La banda sonora, de Franke Harling, ofrece fragmentos de tres composiciones: las canciones “Trouble in Paradise”, a cargo del vocalista Leo Robin; “O sole mio”, que se identifica con la ciudad de Venecia; y “Colet and Company”, que aporta sugerencias cáusticas sobre la riqueza, el deseo, los placeres carnales y el amor a varias bandas. Añade cortes de música de mandolinas y algunos segmentos de música de acompañamiento y ambientación.
Entretenida e hilarante, ingeniosa e inteligente, sofisticada y elegante, es una obra para ver con calma y saborear con delectación.
Desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico, hay que destacar el uso magistral que hace del plano. Al comienzo yuxtapone varios planos de lo más diverso: una góndola que transporta la basura de los vecinos, un gondolero basurero que canta “O sole mio”, un rico que de borracho no se tiene en pie y la visión de un canal envuelto en penumbras que lleva aguas que acarician las fachadas de las casas. La suma de los cuatro planos indica, sin palabras, que nos encontramos en Venecia. Cautiva un segundo conjunto de tres planos breves (una pareja abrazada se refleja en un espejo oval, la misma pareja se ve reflejada en un espejo más pequeño y la sombra estática de un hombre y una mujer se proyecta sobre una cama de matrimonio). La combinación de los tres planos habla de una noche de amor, lujuria y sexo tan prolongada e intensa como admiten las elipsis del realizador. Por último, un plano largo único nos acerca a las figuras de dos millonarios y se aleja de ellos, dejando constancia de la soberbia, la vacuidad y la estupidez de la clase adinerada.
La fotografía, de Victor Milner, crea un trabajo de cámara muy diligente para la época del rodaje. Ofrece encuadres inferiores que agrandan las figuras, movimientos de aproximación para resaltar detalles, de alejamiento para cerrar con un cierto aire de desprecio alguna escena y numerosos planos largos que dan profundidad y extensión a la narración de los hechos. La banda sonora, de Franke Harling, ofrece fragmentos de tres composiciones: las canciones “Trouble in Paradise”, a cargo del vocalista Leo Robin; “O sole mio”, que se identifica con la ciudad de Venecia; y “Colet and Company”, que aporta sugerencias cáusticas sobre la riqueza, el deseo, los placeres carnales y el amor a varias bandas. Añade cortes de música de mandolinas y algunos segmentos de música de acompañamiento y ambientación.
Entretenida e hilarante, ingeniosa e inteligente, sofisticada y elegante, es una obra para ver con calma y saborear con delectación.
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