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7.3
743
9
31 de diciembre de 2010
31 de diciembre de 2010
41 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otra joya poco vista simplemente por ser de un país con pocas posibilidades de promocionar su cine, y que desafía el prejuicio de que el cine no americano, más aún cuando es de países o culturas exóticas, es extraño, o lento, o difícil de entender, o esotérico, pues “Estación central” es entretenidísima, tensa y emocionante como cualquier película buena de cualquier parte.
Habiendo querido leer muy poco sobre ella antes de verla, pero sabiendo que ha sido votada en ocasiones como la mejor película egipcia, esperaba una mezcla de neorrealismo y sentimentalismo con poco nuevo que aportar, sobrevalorada simplemente por provenir de un país cuya realidad no estamos acostumbrados a ver en la pantalla. De ahí mi sorpresa al ver que no es eso, que tiene muchísimo que ofrecer, y que merece todos los elogios que ha recibido. Sí, se busca el realismo y la crítica social, y la situación específica del Egipto urbano en el año 1958 es esencial para lo que la película quiere decir, pero su comentario no es en absoluto simplista o condescendiente, o limitado a “qué mal lo pasan algunos”, sino que mezcla inteligentísimamente lo político, lo social y lo personal en una historia apasionante y muy original. Original, no porque su desenlace o secretos sean sorprendentes (la verdad, es fácil imaginar por donde irán los tiros argumentales a la media hora), sino por el punto de vista, tan único e íntimo, que elige para hablar de muchas cosas. Y es que hablar de los problemas de la represión y opresión laboral y sexual causa, especialmente cuando choca con la llegada abrupta de la modernidad en todos los órdenes, a través de algo que poco a poco va cobrando el tono de un thriller, y desde el punto de vista de un personaje raro al que no sabes si comprender o temer, es algo difícil y original pero que aquí está hecho de manera brillante, con momentos conmovedores, otros muy eróticos, otros tensos y llenos de suspense, y otros con una capacidad de observación y una humanidad desarmantes.
Al principio puede chocar un poco el estilo de la película, sobre todo de los actores. Según empezaba, tenía yo la sensación de que era claramente la obra de un país con muy pocos recursos y poca práctica en lo de hacer cine, ya que parece un sainete costumbrista, con sus actores de sainete, tipo “Las chicas de la cruz roja”, o algo así. Me temía lo peor, pero aseguro que cambia, y que uno pronto queda atrapado por lo que va pasando y acostumbrado a un estilo interpretativo que acaba siendo muy efectivo. En concreto, la interpretación del protagonista es sensacional y sutilísima.
Habiendo querido leer muy poco sobre ella antes de verla, pero sabiendo que ha sido votada en ocasiones como la mejor película egipcia, esperaba una mezcla de neorrealismo y sentimentalismo con poco nuevo que aportar, sobrevalorada simplemente por provenir de un país cuya realidad no estamos acostumbrados a ver en la pantalla. De ahí mi sorpresa al ver que no es eso, que tiene muchísimo que ofrecer, y que merece todos los elogios que ha recibido. Sí, se busca el realismo y la crítica social, y la situación específica del Egipto urbano en el año 1958 es esencial para lo que la película quiere decir, pero su comentario no es en absoluto simplista o condescendiente, o limitado a “qué mal lo pasan algunos”, sino que mezcla inteligentísimamente lo político, lo social y lo personal en una historia apasionante y muy original. Original, no porque su desenlace o secretos sean sorprendentes (la verdad, es fácil imaginar por donde irán los tiros argumentales a la media hora), sino por el punto de vista, tan único e íntimo, que elige para hablar de muchas cosas. Y es que hablar de los problemas de la represión y opresión laboral y sexual causa, especialmente cuando choca con la llegada abrupta de la modernidad en todos los órdenes, a través de algo que poco a poco va cobrando el tono de un thriller, y desde el punto de vista de un personaje raro al que no sabes si comprender o temer, es algo difícil y original pero que aquí está hecho de manera brillante, con momentos conmovedores, otros muy eróticos, otros tensos y llenos de suspense, y otros con una capacidad de observación y una humanidad desarmantes.
Al principio puede chocar un poco el estilo de la película, sobre todo de los actores. Según empezaba, tenía yo la sensación de que era claramente la obra de un país con muy pocos recursos y poca práctica en lo de hacer cine, ya que parece un sainete costumbrista, con sus actores de sainete, tipo “Las chicas de la cruz roja”, o algo así. Me temía lo peor, pero aseguro que cambia, y que uno pronto queda atrapado por lo que va pasando y acostumbrado a un estilo interpretativo que acaba siendo muy efectivo. En concreto, la interpretación del protagonista es sensacional y sutilísima.
10
23 de febrero de 2011
23 de febrero de 2011
38 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Año 1932. Ernst Lubitsch, después de varias comedias musicales en un estilo todavía muy influido por su origen centroeuropeo, y solo cinco años después de la irrupción del cine sonoro, hace la primera gran comedia sonora no musical americana, quizá la primera obra maestra del género, abriendo la veda para que Hawks, Cukor, LaCava, Leisen o Sturges se pusieran también manos a la obra y nos regalaran tantas películas memorables. Y sin embargo, sin desmerecer sus logros, ninguno alcanzó nunca el nivel de sofisticación de Lubitsch, el tan manido toque que, en realidad, era en gran parte una pericia específicamente cinematográfica, un talento para la narración visual que ningún otro comediógrafo tuvo, y que daba a sus películas una cadencia, un ingenio y una elegancia únicas. Las películas de Hawks o Sturges están perfectamente montadas y narradas, pero nadie manejaba el montaje para crear gags puramente cinematográficos como Lubitsch. El montaje, pero también el primer plano, el fuera de campo, la elipsis, las luces y las sombras… Las comedias y el humor de Lubitsch solo se pueden concebir en términos cinematográficos.
Y “Un ladrón en la alcoba”, pese a ser la primera, es quizá la más imaginativa y arrolladora de todas las suyas. Parece que Lubitsch no concibiera ni una sola escena que no fuera un tour de force cómico, lleno de piruetas narrativas, visuales y verbales, de dobles sentidos y sugerencias eróticas, como esa escena de discusión-seducción en la que las sombras de los actores se proyectan sobre la cama, anticipando lo que llegará y denotando que la cama será solo otro campo de batalla más en la guerra de sexos y clases.
Porque, aunque es principalmente una celebración del hedonismo y la amoralidad en los tiempos en que aún el código de censura Hays no estaba en vigor, la película, disfrazada de sedosa comedia romántica pero no sentimental, satiriza con increíble ingenio (hay una cantidad abrumadora de réplicas memorables) a las clases altas en plena depresión económica, riéndose de su frivolidad y de sus códigos, y poniéndose de parte de los ladrones que tratan de dinamitar todo eso y, aunque no consigan reventarlo del todo, sí pueden acabar sacando tajada y demostrando que para disfrutar no hacen falta millones sino mucha caradura. Mensaje quizá algo fantasioso, pero probablemente necesario después de 1929.
Y “Un ladrón en la alcoba”, pese a ser la primera, es quizá la más imaginativa y arrolladora de todas las suyas. Parece que Lubitsch no concibiera ni una sola escena que no fuera un tour de force cómico, lleno de piruetas narrativas, visuales y verbales, de dobles sentidos y sugerencias eróticas, como esa escena de discusión-seducción en la que las sombras de los actores se proyectan sobre la cama, anticipando lo que llegará y denotando que la cama será solo otro campo de batalla más en la guerra de sexos y clases.
Porque, aunque es principalmente una celebración del hedonismo y la amoralidad en los tiempos en que aún el código de censura Hays no estaba en vigor, la película, disfrazada de sedosa comedia romántica pero no sentimental, satiriza con increíble ingenio (hay una cantidad abrumadora de réplicas memorables) a las clases altas en plena depresión económica, riéndose de su frivolidad y de sus códigos, y poniéndose de parte de los ladrones que tratan de dinamitar todo eso y, aunque no consigan reventarlo del todo, sí pueden acabar sacando tajada y demostrando que para disfrutar no hacen falta millones sino mucha caradura. Mensaje quizá algo fantasioso, pero probablemente necesario después de 1929.

7.1
775
10
29 de diciembre de 2010
29 de diciembre de 2010
27 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pese a que considero que los cánones sobre las mejores películas están necesaria pero lamentable y excesivamente condicionados por lo que ha tenido publicidad y visibilidad, y de que me esfuerzo por ver, dentro de mis posibilidades, las posibles joyas de otras cinematografías menos accesibles, no soy yo muy dado a exagerar y gritar “eureka” con cada rareza que veo declarándola una obra maestra injustamente ignorada.
Pero esta “Página de locura” lo es, y resulta extraña la baja nota que, de momento, tiene en Filmaffinity. Inspirada, al parecer, por “El gabinete del Dr. Caligari”, e influida por las teorías rusas sobre el montaje, esta película es sin embargo enormemente personal y única, y aporta cosas que no se volverían a ver en una pantalla en muchísimo tiempo. Lo que más me llama la atención, por encima incluso de su extrema formulación estética, es su audacia narrativa, pues es, creo, la primera película que se atreve a dejar las cosas completamente en manos del espectador. “El gabinete…” tenía sorpresa final que explicaba la narración anterior. Aquí no hay sorpresa final que explique todo: no se nos dice qué es sueño y qué realidad, no se nos dice qué ocurrió en el pasado o si ocurrió, ni quién era finalmente el cuerdo y quién el loco. Directamente se nos sumerge en el delirio y la pesadilla, y se nos obliga a experimentar cómo las barreras que separan cordura de locura se disuelven fácilmente, dejándonos libres para interpretar lo que hemos visto.
Esa ambigüedad narrativa tan radical no se volvería a ver por lo menos, que yo detecte, hasta Resnais en los años 60, y actualmente en David Lynch. En “Un perro andaluz” hay surrealismo sin explicaciones, pero simplemente porque no hay narración sino acumulación de imágenes. Aquí sí hay historias, y no especialmente difíciles de seguir, pero se deja a la total libertad del espectador elegir cómo las interpreta, decidir qué partes han sido reales y cuáles no, y a quién pertenecen los sueños o las acciones reales que vemos.
La película ya sería fascinante solo por eso, pero es que además Kinugasa controla la expresión cinematográfica de tal manera que convierte la película en unos de los sesenta minutos más intensos que yo he visto. La película comienza con un ritmo casi musical, pausado, pero que se va acelerando poco a poco con un montaje vertiginoso. Las imágenes se van volviendo pesadillescas y los mil recursos que utiliza el director (sobreimpresiones, sobre-exposiciones, contrastes lumínicos, montaje rítmico) hacen que uno sienta toda la angustia y el miedo de estar encerrado, y de estar encerrado entre locos, habiendo perdido la noción de lo que es real y lo que no. Y, además, la historia que subyace es tristísima y conmovedora.
Por su originalidad y por sus innovaciones, pero también por su intensidad visual y emocional, esta película debería figurar ahí, junto a “La pasión de Juana de Arco” y Potemkin, como una de las cumbres del cine mudo y, por tanto, del cine en general.
Pero esta “Página de locura” lo es, y resulta extraña la baja nota que, de momento, tiene en Filmaffinity. Inspirada, al parecer, por “El gabinete del Dr. Caligari”, e influida por las teorías rusas sobre el montaje, esta película es sin embargo enormemente personal y única, y aporta cosas que no se volverían a ver en una pantalla en muchísimo tiempo. Lo que más me llama la atención, por encima incluso de su extrema formulación estética, es su audacia narrativa, pues es, creo, la primera película que se atreve a dejar las cosas completamente en manos del espectador. “El gabinete…” tenía sorpresa final que explicaba la narración anterior. Aquí no hay sorpresa final que explique todo: no se nos dice qué es sueño y qué realidad, no se nos dice qué ocurrió en el pasado o si ocurrió, ni quién era finalmente el cuerdo y quién el loco. Directamente se nos sumerge en el delirio y la pesadilla, y se nos obliga a experimentar cómo las barreras que separan cordura de locura se disuelven fácilmente, dejándonos libres para interpretar lo que hemos visto.
Esa ambigüedad narrativa tan radical no se volvería a ver por lo menos, que yo detecte, hasta Resnais en los años 60, y actualmente en David Lynch. En “Un perro andaluz” hay surrealismo sin explicaciones, pero simplemente porque no hay narración sino acumulación de imágenes. Aquí sí hay historias, y no especialmente difíciles de seguir, pero se deja a la total libertad del espectador elegir cómo las interpreta, decidir qué partes han sido reales y cuáles no, y a quién pertenecen los sueños o las acciones reales que vemos.
La película ya sería fascinante solo por eso, pero es que además Kinugasa controla la expresión cinematográfica de tal manera que convierte la película en unos de los sesenta minutos más intensos que yo he visto. La película comienza con un ritmo casi musical, pausado, pero que se va acelerando poco a poco con un montaje vertiginoso. Las imágenes se van volviendo pesadillescas y los mil recursos que utiliza el director (sobreimpresiones, sobre-exposiciones, contrastes lumínicos, montaje rítmico) hacen que uno sienta toda la angustia y el miedo de estar encerrado, y de estar encerrado entre locos, habiendo perdido la noción de lo que es real y lo que no. Y, además, la historia que subyace es tristísima y conmovedora.
Por su originalidad y por sus innovaciones, pero también por su intensidad visual y emocional, esta película debería figurar ahí, junto a “La pasión de Juana de Arco” y Potemkin, como una de las cumbres del cine mudo y, por tanto, del cine en general.

6.3
599
8
16 de junio de 2016
16 de junio de 2016
24 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Minnelli fue acusado (y, parece mentira, a veces todavía lo es hoy) de ser un mero decorador de escaparates (“windows” en inglés, la misma palabra que significa “ventanas”, lo cual tiene su importancia como se verá); pues con “La tela de araña” parece que encontró el material más perfecto para adoptar con orgullo el título de decorador, darle la vuelta, y callar la boca a esos críticos, haciendo una de sus obras más personales y fascinantes.
Una película que a veces es descrita, con una mezcla de asombro, burla y fascinación, como “la película de las cortinas”, esa película donde un montón de adultos supuestamente serios se vuelven más locos que los pacientes a los que intentan curar (estamos en un hospital psiquiátrico de los elegantes) por algo tan nimio como los trozos de tela que decorarán unas ventanas (“windows”, el decorador de escaparates Minnelli se rebela y revela). “¿Tan nimios?” nos pregunta Minnelli…
Nada más empezar Gloria Grahame, interrogada sobre si unas flores son para un funeral, pregunta “¿Por qué las flores tienen que ser para algo? ¿Acaso no les basta con ser bonitas y coloridas y alegrarnos la vida?”, y puede ser su personaje hablando de las flores, o de sí misma y su condición de mujer florero, como podría ser Minnelli hablando de su arte: “¿acaso a los que me critican por haber ganado el Oscar con “Un americano en París” frente a las seriotas “Un tranvía llamado deseo” o “Un lugar en el sol” no les basta con que mi película fuera bonita y colorida y les alegrara la vida”? Y después de lanzar esa pregunta al aire, se lanza con su tesis sobre las cortinas, cortinas que los pacientes pueden usar para expresar sus demonios internos, mientras los psicólogos las usan para afirmar su poder, o para halagar su propio ego, o para dar salida a sus frustraciones. Nueva pregunta de Minnelli: ¿“Creéis que doy más importancia al decorado o al vestuario que a los personajes o al drama? No señores, con el decorado o el vestuario se definen los personajes y se visualiza el drama, que en el cine hay que visualizar, no hablar”.
Pero el genio de la Metro predicaba con el ejemplo, y no se limitó a hablar de cómo unas cortinas pueden ser un McGuffin tan bueno como unas botellas de plutonio para revelar el corazón de los personajes y su drama, sino que, dicho y hecho, a través de unas cortinas hizo otro de sus grandes melodramas pasionales, crispados y lúcidos que, aunque el guión se empeñe en hablar con enorme obviedad de traumas y psicoanálisis, en realidad no trata de traumas y psicoanálisis, sino que, como los mejores melodramas de su autor, trata de la represión de la América de clase media y conservadora, de los matrimonios sin sexo, de las ganas de hundir al compañero por sus supuestas faltas morales cuando no puedes vencerlo profesionalmente… De la mediocridad y sus fantasmas, en definitiva. Se vale sobre todo de su estilo y su genio con el color, el decorado y el encuadre, porque como digo predicaba con el ejemplo que el estilo (las cortinas) lo es todo, pero se vale también de una Gloria Grahame pletórica, que con cada película parecía querer demostrar que era aún más gata en celo que en la anterior, y una Lillian Gish dispuesta a hundir su imagen angelical creando a una formidable vieja arpía. Ambas le dan al guiso más tensión dramática y emoción que el resto del impresionante elenco junto, pero tampoco están mal Bacall, Widmark o especialmente Boyer y Levant.
“La tela de araña” puede parecer una obra menor si uno se cree que su coartada psicoanalítica es el tema de la película. Pero si uno se da cuenta de que Minnelli está hablando de su propio arte, y haciendo además uno de sus melodramas sobre América y sus frustraciones, le verá toda su gracia y fascinación, que es mucha.
Una película que a veces es descrita, con una mezcla de asombro, burla y fascinación, como “la película de las cortinas”, esa película donde un montón de adultos supuestamente serios se vuelven más locos que los pacientes a los que intentan curar (estamos en un hospital psiquiátrico de los elegantes) por algo tan nimio como los trozos de tela que decorarán unas ventanas (“windows”, el decorador de escaparates Minnelli se rebela y revela). “¿Tan nimios?” nos pregunta Minnelli…
Nada más empezar Gloria Grahame, interrogada sobre si unas flores son para un funeral, pregunta “¿Por qué las flores tienen que ser para algo? ¿Acaso no les basta con ser bonitas y coloridas y alegrarnos la vida?”, y puede ser su personaje hablando de las flores, o de sí misma y su condición de mujer florero, como podría ser Minnelli hablando de su arte: “¿acaso a los que me critican por haber ganado el Oscar con “Un americano en París” frente a las seriotas “Un tranvía llamado deseo” o “Un lugar en el sol” no les basta con que mi película fuera bonita y colorida y les alegrara la vida”? Y después de lanzar esa pregunta al aire, se lanza con su tesis sobre las cortinas, cortinas que los pacientes pueden usar para expresar sus demonios internos, mientras los psicólogos las usan para afirmar su poder, o para halagar su propio ego, o para dar salida a sus frustraciones. Nueva pregunta de Minnelli: ¿“Creéis que doy más importancia al decorado o al vestuario que a los personajes o al drama? No señores, con el decorado o el vestuario se definen los personajes y se visualiza el drama, que en el cine hay que visualizar, no hablar”.
Pero el genio de la Metro predicaba con el ejemplo, y no se limitó a hablar de cómo unas cortinas pueden ser un McGuffin tan bueno como unas botellas de plutonio para revelar el corazón de los personajes y su drama, sino que, dicho y hecho, a través de unas cortinas hizo otro de sus grandes melodramas pasionales, crispados y lúcidos que, aunque el guión se empeñe en hablar con enorme obviedad de traumas y psicoanálisis, en realidad no trata de traumas y psicoanálisis, sino que, como los mejores melodramas de su autor, trata de la represión de la América de clase media y conservadora, de los matrimonios sin sexo, de las ganas de hundir al compañero por sus supuestas faltas morales cuando no puedes vencerlo profesionalmente… De la mediocridad y sus fantasmas, en definitiva. Se vale sobre todo de su estilo y su genio con el color, el decorado y el encuadre, porque como digo predicaba con el ejemplo que el estilo (las cortinas) lo es todo, pero se vale también de una Gloria Grahame pletórica, que con cada película parecía querer demostrar que era aún más gata en celo que en la anterior, y una Lillian Gish dispuesta a hundir su imagen angelical creando a una formidable vieja arpía. Ambas le dan al guiso más tensión dramática y emoción que el resto del impresionante elenco junto, pero tampoco están mal Bacall, Widmark o especialmente Boyer y Levant.
“La tela de araña” puede parecer una obra menor si uno se cree que su coartada psicoanalítica es el tema de la película. Pero si uno se da cuenta de que Minnelli está hablando de su propio arte, y haciendo además uno de sus melodramas sobre América y sus frustraciones, le verá toda su gracia y fascinación, que es mucha.

7.3
458
8
11 de julio de 2011
11 de julio de 2011
22 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al parecer (porque la mayoría de su obra sigue siendo inaccesible para muchos cinéfilos) John M. Stahl fue uno de los primeros grandes directores del melodrama sonoro de Hollywood, y durante mucho tiempo ha sido más conocido entre los cinéfilos de a pie porque Douglas Sirk rehizo un par de sus películas que por sus propios méritos (descontando, quizás, “Que el cielo la juzgue”). Afortunadamente este problema se está solventando, y recientemente ha sido editada “La usurpadora”, por lo visto su primera llamada de atención sobre lo mucho que tenía que ofrecer en el género.
Y verdaderamente, “La usurpadora” ofrece ya mucho: Stahl filma esta historia, sobre una mujer que se ve convertida, a su pesar, en “la otra”, la querida de un hombre casado, con una contención y sobriedad casi ascética. Y es que aunque el adjetivo “melodramático” suele usarse en sentido peyorativo, no tendría por qué ser así cuando el melodrama sirve, como en esta ocasión, para la reflexión reposada y genuinamente conmovedora sobre situaciones dramáticas, en lugar de buscar la manipulación emocional y las lágrimas como fines en sí mismos.
Así, con una dirección de actores que tiende mucho más al naturalismo que otros productos de la época (excelente, como casi siempre, la Dunne), con muy pocos primeros planos (salvo en el crescendo final), con un uso muy austero de la música, con una planificación que acentúa lo cotidiano y reposado sobre lo excesivo o trágico (incluso en situaciones que se prestarían al desmelene, como la escena en la que una mujer se quema su propio vestido), la historia va dejando un poso melancólico y va tejiendo un discurso más preocupado por las consecuencias de las elecciones vitales de los protagonistas, y por la descripción minuciosa de las ideas y sentimientos que causan esas decisiones, que por subrayar los momentos claves en que esas decisiones son tomadas, que es lo que haría un director más inclinado hacia ese sentido peyorativo que a veces tiene el término “melodramático”. Hay una escena mágica, con los protagonistas sentados en silencio en la mesa de un restaurante, que sirve solamente para reposar los sentimientos y darle el peso necesario a lo sucedido, en lugar de para hacer avanzar la trama de manera convencional.
Toda esa contención sirve para poner el acento en los aspectos más interesantes del drama: qué lleva a alguien a aceptar una vida como la de los protagonistas (y lógicamente aquí Stahl deja ver, aunque sin ponerlo en el centro como haría Sirk después, todo el contenido de crítica social que el melodrama tiene cuando se hace bien), y qué sentido último tiene una vida vivida así, en el “callejón de atrás” del título original, preguntas que hacen de los últimos minutos algo emocionante y trascendente. Siempre y cuando, claro, a uno le guste el melodrama cuando es sólido, riguroso y reflexivo. Los fans del melodrama más gritón igual se quedan fríos.
Y verdaderamente, “La usurpadora” ofrece ya mucho: Stahl filma esta historia, sobre una mujer que se ve convertida, a su pesar, en “la otra”, la querida de un hombre casado, con una contención y sobriedad casi ascética. Y es que aunque el adjetivo “melodramático” suele usarse en sentido peyorativo, no tendría por qué ser así cuando el melodrama sirve, como en esta ocasión, para la reflexión reposada y genuinamente conmovedora sobre situaciones dramáticas, en lugar de buscar la manipulación emocional y las lágrimas como fines en sí mismos.
Así, con una dirección de actores que tiende mucho más al naturalismo que otros productos de la época (excelente, como casi siempre, la Dunne), con muy pocos primeros planos (salvo en el crescendo final), con un uso muy austero de la música, con una planificación que acentúa lo cotidiano y reposado sobre lo excesivo o trágico (incluso en situaciones que se prestarían al desmelene, como la escena en la que una mujer se quema su propio vestido), la historia va dejando un poso melancólico y va tejiendo un discurso más preocupado por las consecuencias de las elecciones vitales de los protagonistas, y por la descripción minuciosa de las ideas y sentimientos que causan esas decisiones, que por subrayar los momentos claves en que esas decisiones son tomadas, que es lo que haría un director más inclinado hacia ese sentido peyorativo que a veces tiene el término “melodramático”. Hay una escena mágica, con los protagonistas sentados en silencio en la mesa de un restaurante, que sirve solamente para reposar los sentimientos y darle el peso necesario a lo sucedido, en lugar de para hacer avanzar la trama de manera convencional.
Toda esa contención sirve para poner el acento en los aspectos más interesantes del drama: qué lleva a alguien a aceptar una vida como la de los protagonistas (y lógicamente aquí Stahl deja ver, aunque sin ponerlo en el centro como haría Sirk después, todo el contenido de crítica social que el melodrama tiene cuando se hace bien), y qué sentido último tiene una vida vivida así, en el “callejón de atrás” del título original, preguntas que hacen de los últimos minutos algo emocionante y trascendente. Siempre y cuando, claro, a uno le guste el melodrama cuando es sólido, riguroso y reflexivo. Los fans del melodrama más gritón igual se quedan fríos.
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