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Críticas ordenadas por utilidad
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10
15 de octubre de 2007
15 de octubre de 2007
217 de 255 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Lennon, que era amigo de Dan Richter, el mimo que interpreta al homínido encargado de lanzar el hueso que dio lugar a la más famosa elipsis de la historia del cine, dijo en cierta ocasión que “2001 una odisea del espacio” se debería proyectar en las iglesias 25 veces al día. Y estoy de acuerdo con él.
Porque "2001", bajo su envoltorio de película de ciencia ficción, es también una película religiosa en el sentido más esencial -ese que indaga en los misterios más trascendentes. Tal vez por esa razón ha dado lugar a más interpretaciones que ninguna otra. A este respecto convendría recordar las palabras del propio Kubrick, cuando afirmaba que había concebido la película como una experiencia sensorial más proclive a ser captada por esa intuición infantil con la que nos abrimos, maravillados, al misterio del universo, que por la lógica convencional con que cartografiamos la realidad con el fin de volverla manejable.
Delineándose bajo el resplandor de ese misterio, podemos deducir que el verdadero argumento de la película es, a grandes rasgos, la evolución de la vida (o de la conciencia) en el Cosmos. Una evolución jalonada por saltos paradigmáticos provocados por una misteriosa fuerza (el monolito), que tanto podría aludir al Vacío budista, a inteligencias extraterrestres, como a Dios. En este sentido, los dos últimos conceptos podrían solaparse, pues seguramente existan en el Universo formas de vida tan evolucionadas que podríamos atribuirles cualidades divinas.
Pero 2001 obvia tanto las mitologías religiosas tradicionales como los clichés sobre extraterrestres, para proponernos un viaje mítico, que, a semejanza de las antiguas epopeyas, conduce primero a la especie, y luego al héroe individualizado, hacia dimensiones desconocidas, que al final le llevan, presumiblemente, a reencarnarse de nuevo (ley de la conservación de la energía, universo cíclico). Y tal vez, del mismo modo que las máquinas acabarán teniendo un alma, acaso el hombre termine transformándose en Dios (por denominarlo de algún modo).
Eso nos lleva a otro de los temas a los que alude 2001: la dualidad entre inteligencia (o vida) “natural” y “artificial”. Una dualidad ficticia, pues a partir de cierto nivel de desarrollo la frontera entre “natural” y no natural, entre máquinas y seres biológicos, así como entre dioses y todo lo demás, tiende a desaparecer. Y así, la burocrática frialdad de los astronautas contrasta con la tortuosidad existencial de HAL, en el fondo más “humano” que estos.
Entrando en aspectos técnicos, destacaría el acierto de su ritmo pausado, hipnótico, casi litúrgico, así como la excelencia de la soberbia fotografía y decorados. Hay que destacar también la fabulosa banda sonora compuesta por piezas de música clásica y contemporánea (siendo desechada por Kubrick, para mí muy acertadamente, la música más convencional que compuso Alex North). En cuanto a los efectos especiales: aun sorprende su realismo pre-infográfico. Y es que 2001 luce un look increíblemente realista y adelantado para su época, a pesar de que se emplearon algunas técnicas artesanales rescatadas de la época de Meliés.
Estamos, en definitiva, ante una película inabarcable, una película experimental aunque hecha con todos los medios de una superproducción, en la que Kubrick supo extraer lo mejor de un equipo de colaboradores excepcional (entre ellos, además de figuras reconocidas como el escritor Arthur C. Clarke o Anthony Masters, diseñador de producción, cabe mencionar a gente casi anónima como Liz Moore, joven y prematuramente fallecida escultora del “bebé de las estrellas”, que ni siquiera aparece en los créditos), y con cuya colaboración Kubrick consiguió plasmar una de las obras de arte más geniales y revolucionarias que se recuerdan.
Como dijo alguien: 2001 Una Odisea del Espacio es mucho más que una película, es una experiencia espiritual.
Porque "2001", bajo su envoltorio de película de ciencia ficción, es también una película religiosa en el sentido más esencial -ese que indaga en los misterios más trascendentes. Tal vez por esa razón ha dado lugar a más interpretaciones que ninguna otra. A este respecto convendría recordar las palabras del propio Kubrick, cuando afirmaba que había concebido la película como una experiencia sensorial más proclive a ser captada por esa intuición infantil con la que nos abrimos, maravillados, al misterio del universo, que por la lógica convencional con que cartografiamos la realidad con el fin de volverla manejable.
Delineándose bajo el resplandor de ese misterio, podemos deducir que el verdadero argumento de la película es, a grandes rasgos, la evolución de la vida (o de la conciencia) en el Cosmos. Una evolución jalonada por saltos paradigmáticos provocados por una misteriosa fuerza (el monolito), que tanto podría aludir al Vacío budista, a inteligencias extraterrestres, como a Dios. En este sentido, los dos últimos conceptos podrían solaparse, pues seguramente existan en el Universo formas de vida tan evolucionadas que podríamos atribuirles cualidades divinas.
Pero 2001 obvia tanto las mitologías religiosas tradicionales como los clichés sobre extraterrestres, para proponernos un viaje mítico, que, a semejanza de las antiguas epopeyas, conduce primero a la especie, y luego al héroe individualizado, hacia dimensiones desconocidas, que al final le llevan, presumiblemente, a reencarnarse de nuevo (ley de la conservación de la energía, universo cíclico). Y tal vez, del mismo modo que las máquinas acabarán teniendo un alma, acaso el hombre termine transformándose en Dios (por denominarlo de algún modo).
Eso nos lleva a otro de los temas a los que alude 2001: la dualidad entre inteligencia (o vida) “natural” y “artificial”. Una dualidad ficticia, pues a partir de cierto nivel de desarrollo la frontera entre “natural” y no natural, entre máquinas y seres biológicos, así como entre dioses y todo lo demás, tiende a desaparecer. Y así, la burocrática frialdad de los astronautas contrasta con la tortuosidad existencial de HAL, en el fondo más “humano” que estos.
Entrando en aspectos técnicos, destacaría el acierto de su ritmo pausado, hipnótico, casi litúrgico, así como la excelencia de la soberbia fotografía y decorados. Hay que destacar también la fabulosa banda sonora compuesta por piezas de música clásica y contemporánea (siendo desechada por Kubrick, para mí muy acertadamente, la música más convencional que compuso Alex North). En cuanto a los efectos especiales: aun sorprende su realismo pre-infográfico. Y es que 2001 luce un look increíblemente realista y adelantado para su época, a pesar de que se emplearon algunas técnicas artesanales rescatadas de la época de Meliés.
Estamos, en definitiva, ante una película inabarcable, una película experimental aunque hecha con todos los medios de una superproducción, en la que Kubrick supo extraer lo mejor de un equipo de colaboradores excepcional (entre ellos, además de figuras reconocidas como el escritor Arthur C. Clarke o Anthony Masters, diseñador de producción, cabe mencionar a gente casi anónima como Liz Moore, joven y prematuramente fallecida escultora del “bebé de las estrellas”, que ni siquiera aparece en los créditos), y con cuya colaboración Kubrick consiguió plasmar una de las obras de arte más geniales y revolucionarias que se recuerdan.
Como dijo alguien: 2001 Una Odisea del Espacio es mucho más que una película, es una experiencia espiritual.

7,5
3.992
10
27 de noviembre de 2006
27 de noviembre de 2006
155 de 172 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me resulta difícil de racionalizar, pero esta película tiene la capacidad para pulsar resortes olvidados, o quizá nunca reconocidos, de nuestra sensibilidad. A mi, por lo menos, me descubrió secretas conexiones entre el hombre y sus pasiones con ciertas dimensiones del espacio y en parte, del tiempo.
Hay que resaltar la espléndida fotografía (de Gianni de Venanzo, muerto prematuramente algunos años después de su trabajo en esta película), los sugerentes escenarios, así como el encanto y gravedad que transmiten Monica Vitti y Alain Delon en la cumbre de su apostura juvenil. También el tono metafísico que progresivamente va adquiriendo la narración, en lo que a la postre es una nueva vuelta de tuerca en las temáticas habituales en el cine de Antonioni (la incomunicación, la fragilidad de las relaciones humanas, la alienación del hombre en el mundo moderno).
Tal es así que ciertos elementos escenográficos (como un fantasmagórico edificio en construcción o una astilla de madera) empiezan siendo, como en cualquier película convencional, meros decorados o anecdóticos elementos de atrezzo, pero acaban convertidos finalmente en verdaderos protagonistas de la narración, hasta el punto que los -hasta entonces- protagonistas de carne y hueso acaban por desaparecer del espacio de sus encuentros.
Con lo que el escenario se revela finalmente como más “real” y significativo que los propios personajes. Tal es la estratagema que nos propone Antonioni con el fin de poner de relieve la fragilidad de estos, así como la contradictoria fugacidad de los sentimientos que los animan. Es como si la materia inerte, huérfana de conexión con sus antiguos habitantes, adquiriera de pronto una cualidad extraña e independiente, siendo sus desoladas formas signos telúricos capaces de remitirnos a la áspera situación anímica de los protagonistas.
Esta usurpación deviene finalmente una metáfora inquietante de la fugacidad de la vida humana. Porque las pasiones juveniles, los bellos gestos, risas, y miradas, por muy maravillosos que nos hayan parecido, están condenados a desaparecer y a perderse en el olvido. ¿Y qué es lo que queda entonces, al final? Prácticamente nada. Solo un borroso y melancólico recuerdo flotando en los ahora desolados espacios, testigos silenciosos del eterno –y quizá intrascendente a la postre- drama del devenir humano.
Pero como otras grandes obras de arte, esta película está abierta a múltiples significados. Quizá sería mejor limitarse a dejarse embriagar por la impronta que sus imágenes hipnóticas producen en nuestros sentidos. Esas miradas ambiguas de los protagonistas después de haber cruzado el paso de peatones. Las cortinas de cáñamo cubriendo el silencioso edificio convertido en extraño y fantasmagórico tótem. O la astilla de madera, otrora tocada por una mano ilusionada, y ahora flotando a la deriva en el agua que fluye inexorablemente hacia la alcantarilla.
Hay que resaltar la espléndida fotografía (de Gianni de Venanzo, muerto prematuramente algunos años después de su trabajo en esta película), los sugerentes escenarios, así como el encanto y gravedad que transmiten Monica Vitti y Alain Delon en la cumbre de su apostura juvenil. También el tono metafísico que progresivamente va adquiriendo la narración, en lo que a la postre es una nueva vuelta de tuerca en las temáticas habituales en el cine de Antonioni (la incomunicación, la fragilidad de las relaciones humanas, la alienación del hombre en el mundo moderno).
Tal es así que ciertos elementos escenográficos (como un fantasmagórico edificio en construcción o una astilla de madera) empiezan siendo, como en cualquier película convencional, meros decorados o anecdóticos elementos de atrezzo, pero acaban convertidos finalmente en verdaderos protagonistas de la narración, hasta el punto que los -hasta entonces- protagonistas de carne y hueso acaban por desaparecer del espacio de sus encuentros.
Con lo que el escenario se revela finalmente como más “real” y significativo que los propios personajes. Tal es la estratagema que nos propone Antonioni con el fin de poner de relieve la fragilidad de estos, así como la contradictoria fugacidad de los sentimientos que los animan. Es como si la materia inerte, huérfana de conexión con sus antiguos habitantes, adquiriera de pronto una cualidad extraña e independiente, siendo sus desoladas formas signos telúricos capaces de remitirnos a la áspera situación anímica de los protagonistas.
Esta usurpación deviene finalmente una metáfora inquietante de la fugacidad de la vida humana. Porque las pasiones juveniles, los bellos gestos, risas, y miradas, por muy maravillosos que nos hayan parecido, están condenados a desaparecer y a perderse en el olvido. ¿Y qué es lo que queda entonces, al final? Prácticamente nada. Solo un borroso y melancólico recuerdo flotando en los ahora desolados espacios, testigos silenciosos del eterno –y quizá intrascendente a la postre- drama del devenir humano.
Pero como otras grandes obras de arte, esta película está abierta a múltiples significados. Quizá sería mejor limitarse a dejarse embriagar por la impronta que sus imágenes hipnóticas producen en nuestros sentidos. Esas miradas ambiguas de los protagonistas después de haber cruzado el paso de peatones. Las cortinas de cáñamo cubriendo el silencioso edificio convertido en extraño y fantasmagórico tótem. O la astilla de madera, otrora tocada por una mano ilusionada, y ahora flotando a la deriva en el agua que fluye inexorablemente hacia la alcantarilla.

7,6
5.233
10
29 de diciembre de 2007
29 de diciembre de 2007
126 de 153 usuarios han encontrado esta crítica útil
Así como Hitchcock es el maestro del suspense y la narrativa, digamos tradicional, en la medida en que consigue nuestra atención a base de llevarnos, como en una montaña rusa, a través de un planteamiento, un nudo -con sus consiguientes sub nudos o puntos culminantes- y un rápido desenlace, Antonioni es el maestro de la subversión narrativa, de la destrucción de los códigos dramáticos tradicionales.
Y así en su cine (igual que en la vida) puede ocurrir que determinado planteamiento no tenga forzosamente que llevarnos a un desarrollo y luego a un desenlace. Es un cine en el que toma más importancia el subtexto que el texto, lo que se oculta que lo que se expone, el silencio y la quietud (que nos remiten a la meditación o a la contemplación) que los fuegos vacuos de la convencionalidad dramática. Pero lo mejor de todo es que siempre hay un elemento de elegancia, de rigor, y sobre todo, de misterio, que se sustrae a ser analizado por la lógica.
Y La Aventura es el paradigma de todas estas características. Una mujer desaparece en un islote, y en el transcurso de su incierta búsqueda, su mejor amiga y su novio se enzarzan en una apasionada -aunque ambigua y culpable- relación amorosa que va relegando a la mujer desaparecida y a la propia búsqueda a un plano cada vez más marginal. La ausencia, en este caso, es la génesis del amor y de la pasión, pero también del olvido. Un olvido que no solo aqueja a los protagonistas sino también, progresivamente, a los propios espectadores, provocándonos -por lo menos a mí- una sensación extraña, indefinible, una suerte de profunda y subconsciente convulsión interior.
Los escenarios romanos y sicilianos, la fotografía en blanco y negro, los movimientos de cámara, los encuadres, son de una belleza y precisión pocas veces vista. También debo resaltar la belleza, elegancia, y expresividad de Monica Vitti. Su atormentada presencia en la sublime secuencia final es uno de los momentos más bellos, desolados, y conmovedores que yo he visto en el cine.
Y así en su cine (igual que en la vida) puede ocurrir que determinado planteamiento no tenga forzosamente que llevarnos a un desarrollo y luego a un desenlace. Es un cine en el que toma más importancia el subtexto que el texto, lo que se oculta que lo que se expone, el silencio y la quietud (que nos remiten a la meditación o a la contemplación) que los fuegos vacuos de la convencionalidad dramática. Pero lo mejor de todo es que siempre hay un elemento de elegancia, de rigor, y sobre todo, de misterio, que se sustrae a ser analizado por la lógica.
Y La Aventura es el paradigma de todas estas características. Una mujer desaparece en un islote, y en el transcurso de su incierta búsqueda, su mejor amiga y su novio se enzarzan en una apasionada -aunque ambigua y culpable- relación amorosa que va relegando a la mujer desaparecida y a la propia búsqueda a un plano cada vez más marginal. La ausencia, en este caso, es la génesis del amor y de la pasión, pero también del olvido. Un olvido que no solo aqueja a los protagonistas sino también, progresivamente, a los propios espectadores, provocándonos -por lo menos a mí- una sensación extraña, indefinible, una suerte de profunda y subconsciente convulsión interior.
Los escenarios romanos y sicilianos, la fotografía en blanco y negro, los movimientos de cámara, los encuadres, son de una belleza y precisión pocas veces vista. También debo resaltar la belleza, elegancia, y expresividad de Monica Vitti. Su atormentada presencia en la sublime secuencia final es uno de los momentos más bellos, desolados, y conmovedores que yo he visto en el cine.

8,1
13.698
10
1 de marzo de 2007
1 de marzo de 2007
111 de 136 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces no somos capaces de apreciar lo que tenemos, ni de mostrar nuestro amor, hasta que lo que amamos desaparece. Es esta una experiencia universal, y en este sentido todos podemos identificarnos con ese tosco Zampanó.
Esta inolvidable obra maestra de Fellini narra la interrelación entre dos seres aparentemente opuestos, pero que sin embargo tienen algo en común: su errante soledad y su dificultad para encajar en el mundo.
Y su experiencia en común a través de las distintas etapas de su periplo son los hilos que tejerán su mutuo aprendizaje, además de un afecto por el otro que no siempre sabrán expresar.
Es precisamente este amor no expresado, no desarrollado, el amargo combustible que prenderá el fuego emotivo de la escena final, una de las más tristes y bellas de toda la historia del cine.
Esta inolvidable obra maestra de Fellini narra la interrelación entre dos seres aparentemente opuestos, pero que sin embargo tienen algo en común: su errante soledad y su dificultad para encajar en el mundo.
Y su experiencia en común a través de las distintas etapas de su periplo son los hilos que tejerán su mutuo aprendizaje, además de un afecto por el otro que no siempre sabrán expresar.
Es precisamente este amor no expresado, no desarrollado, el amargo combustible que prenderá el fuego emotivo de la escena final, una de las más tristes y bellas de toda la historia del cine.
22 de noviembre de 2006
22 de noviembre de 2006
149 de 222 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace ya algunos años, durante una visita a Londres, también yo tuve la oportunidad de subir las escaleras, para mí míticas, que desembocan, que siguen desembocando, en esa especie de planicie que se encuentra encima de un montículo en medio de Maryon Park. Iba tras la estela de David Hemmings, el actor que interpretando a Thomas, el fotógrafo protagonista de Blow up, subió esos mismos escalones en la primavera de 1966.
Me llamó la atención que la vegetación estuviera tan crecida y silvestre. En cuanto a la blanca valla de madera que, suponía yo, aun flanqueaba el ya no tan verde césped, constaté, no sin decepción, que había desaparecido excepto un diminuto tramo muy deteriorado. Luego me dirigí a la pista de tenis. Me coloqué exactamente en el lugar donde Thomas observa el fantasmagórico partido jugado por la troupe de clowns (incluso puse la mano en la misma zona de la valla de alambre). Y de pronto caí en la cuenta de que el joven y apolíneo Hemmings había muerto, gordo y casi olvidado, en 2003. También me acordé de Michelangelo Antonioni, todavía vivo en ese momento, aunque debía tener unos noventa años y hacía por lo menos veinte que estaba sin habla debido a un derrame cerebral.
Todo eso me hizo reflexionar sobre la fugacidad de esta vida inaprensible y misteriosa. Y pensé que como consuelo nos quedará siempre ese Dios al que no cesamos de reinventar. O Blow Up, interrogándonos hasta el fin de los tiempos sobre la verdadera naturaleza del mundo.
Me llamó la atención que la vegetación estuviera tan crecida y silvestre. En cuanto a la blanca valla de madera que, suponía yo, aun flanqueaba el ya no tan verde césped, constaté, no sin decepción, que había desaparecido excepto un diminuto tramo muy deteriorado. Luego me dirigí a la pista de tenis. Me coloqué exactamente en el lugar donde Thomas observa el fantasmagórico partido jugado por la troupe de clowns (incluso puse la mano en la misma zona de la valla de alambre). Y de pronto caí en la cuenta de que el joven y apolíneo Hemmings había muerto, gordo y casi olvidado, en 2003. También me acordé de Michelangelo Antonioni, todavía vivo en ese momento, aunque debía tener unos noventa años y hacía por lo menos veinte que estaba sin habla debido a un derrame cerebral.
Todo eso me hizo reflexionar sobre la fugacidad de esta vida inaprensible y misteriosa. Y pensé que como consuelo nos quedará siempre ese Dios al que no cesamos de reinventar. O Blow Up, interrogándonos hasta el fin de los tiempos sobre la verdadera naturaleza del mundo.
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