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Críticas de Enrique Castaños
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Críticas 14
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
8 de abril de 2021
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El guionista y director húngaro Paul Czinner (Budapest, 1890 – Londres, 1972), que había conocido poco después de 1914 al formidable guionista Carl Mayer, con quien colaboraría en dos películas a comienzos del sonoro («Ariane», de 1931, y «Der Träumende Mund», de 1932), tenía en su haber dos importantes filmes antes de 1929, año de «Fräulein Else»: el protoexpresionista «Inferno», de 1919, y, sobre todo, «Nju», de 1924, en el que el papel protagonista correspondió a Elisabeth Bergner (Drohobych, en la región histórica de Galitzia, hoy en el oeste de Ucrania, 1897 – Londres, 1986), de soltera Elisabeth Ettel, con quien inició una relación, convirtiéndose en su esposa el 9 de enero de 1933. Con la llegada de Hitler al poder pocas semanas más tarde, ambos, que vivían y trabajaban en Berlín, se trasladaron primero a Viena y después a Londres, obteniendo la ciudadanía británica en 1938. En 1939 emigraron a los Estados Unidos, aunque regresaron a Europa en 1949, estableciéndose al año siguiente en la capital inglesa. En 1954, ella volvió durante una temporada a los escenarios alemanes.

«Nju» significó un hito en la carrera de Paul Czinner y en la de Elisabeth Bergner. Destacado precedente, en lo que atañe al triángulo amoroso, de la mucho más famosa «Varieté», de Ewald André Dupont (1925), en la que de nuevo tuvo un papel protagonista Emil Jannings, «Nju», basada en una obra del escritor ruso Ossip Dimov (Osip Dymov), plantea la insatisfacción matrimonial de una mujer casada (Elisabeth Bergner) con un marido que la quiere a su modo, pero que es un tanto grosero y vulgar (Emil Jannings), por lo que se deja seducir, de manera sorprendentemente rápida, y, hasta cierto punto, caprichosa e irracional, por un mediocre escritor, que, como suele ser habitual en el actor alemán que lo encarna, Conrad Veidt, aparece envuelto en un inquietante halo de efluvios demoníacos. La joven burguesa de clase media, cuyo nombre es Nju, deja la comodidad del hogar, abandonando a un hijo pequeño y a un esposo que no comprende nada de su triste destino, se traslada a un modesto piso alquilado y cae rendida ante los oscuros y enigmáticos encantos de un hombre que pronto se cansará de ella, conduciéndola finalmente al desengaño. Siegfried Kracauer, en su reconocido estudio «De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán» (1947), escribe: «Toda la película respira una tristeza que supera a la de “Die Strasse” [Karl Grune, 1923]. Era como si la esperanza hubiera abandonado al mundo del hogar burgués, así como el encantado mundo callejero del rebelde de la clase media». La escena inicial, con ambos esposos en la misma habitación, ajeno el uno al otro, sumidos en la monotonía y en la indiferencia, ha sido bien descrita por Roberto Paolella en su «Historia del cine mudo» (1956): «Al comienzo, la protagonista aparece extática y alucinada, incierta y casi a la espera; luego, a través de una gran panorámica, la vemos caminar por la casa, y, finalmente, detenerse en la sala, donde el marido continúa leyendo el diario sin reparar en ella». También acierta el citado historiador italiano cuando continúa describiendo el primer cruce de miradas entre el poeta en la calle y la aburrida esposa en la ventana de su casa: «En cierto momento, la mujer se detiene detrás de la ventana cuya cortina corre deliberadamente para ver la calle donde algo llama su atención: un viejo que toca el organillo, y, luego, un hombre (Conrad Veidt) que pasa lentamente y mira hacia su ventana. Notable es la secuencia que detalla el encuentro de las miradas de la mujer y del hombre: ella tiene la imprevista sensación -por un instinto casi felino de su femineidad …- que este hombre está destinado a convertirse en su amante». La película, que se desarrolla principalmente en ambientes cerrados y cargados de tensión dramática, con pocos diálogos y cierta indiferencia hacia los nombres propios de los personajes, puede situarse, en opinión de la ensayista y crítico Lotte Henriette Eisner que nosotros compartimos, dentro del «Kammerspielfilm», modalidad de «cine de cámara» concebida por Leopold Jessner, y, sobre todo, por el rumano Lupu Pick. Típica de ese género cinematográfico que tanto le debió al «Kammerspiel» o «teatro de cámara» de Max Reinhardt, es la secuencia en la que «el marido tiene el mal gusto de leer, en presencia de un desconocido, las cartas que le había escrito su mujer en la época del noviazgo. Vemos entonces pasar por el rostro de la mujer todas las expresiones correspondientes a las frases del tiempo pasado, para dedicarlas -aun inconscientemente- al joven amigo, como reconocimiento de su afectuosa comprensión». En realidad, ni mucho menos era tan afectuosa, como demasiado pronto tendrá ocasión de comprobar Nju respecto del voluble, y, en el fondo, insensible y egoísta escritor. Una película, «Nju», en definitiva, en la que Elisabeth Bergner tendrá ocasión de demostrar su capacidad como actriz, especialmente para este tipo de intrincadas situaciones psicológicas. Con razón escribe Lotte Eisner en su conocido ensayo «La pantalla demoníaca» (1952): «Paul Czinner encontró en ella a la intérprete ideal de sus “Kammerspielfilme” … En “Nju” aparece aún más entregada, desarmada y débil, frente a un Emil Jannings, marido robusto y sin comprensión. Czinner ha sabido, gracias a ella, expresar con sutilidad toda la “Stimmung” [atmósfera que sugiere las vibraciones del alma] flotante, sobre todo cuando colocó junto a ella a Conrad Veidt, siempre demoníaco. Extraño interludio aquí también, donde unas pausas evocan la tensión y donde en la película muda el silencio se hace elocuente».
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Enrique Castaños
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8
8 de abril de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película «Fräulein Else», dirigida por el realizador húngaro Paul Czinner, fue estrenada el 8 de marzo de 1929 en el cine Capitol de Berlín. El filme se inspira en la novela homónima del escritor y médico vienés Arthur Schnitzler, publicada en 1924 y concebida en forma de monólogo interior, una novedosa técnica narrativa que acentuaba la introspección psicológica. El guión, del propio Czinner, fue concebido a la medida de la excepcional actriz Elisabeth Bergner, nacida en la región histórica de Galitzia en 1897, quien ya había trabajado con el director húngaro en «Nju» (1924), notable ejemplo del «Kammerspielfilm» alemán, iniciándose desde ese momento una relación entre ambos que desembocaría en matrimonio en enero de 1933.

Aunque el guión de Czinner modifica determinados aspectos de la narración original, algunos tan irrelevantes como situar el núcleo de la acción en otro lugar geográfico, si bien similar en cuanto que en ambos casos se trata de destinos turísticos de vacaciones, el espíritu del breve relato de Schnitzler, a pesar de sesudas opiniones críticas en sentido contrario, pervive, a nuestro juicio, en lo esencial, poniendo de manifiesto la angustia y ansiedad psicológica de la protagonista, su inasible evolución espiritual y las contradicciones morales de una burguesía media-alta de rasgos muy definidos, ya que pertenece a una antigua ciudad imperial, Viena, que era por entonces un auténtico crisol y hervidero cultural, donde se entrecruzaban las más significativas e influyentes corrientes culturales de la vieja y decadente Europa.

La historia que cuenta «Fräulein Else» deja traslucir varios temas que se entrelazan mutuamente: la hipocresía burguesa, la temeraria tentación especuladora a fin de mantener un estatus y un tren de vida por encima de las propias posibilidades, la distancia insalvable entre el afán de poseer bienes materiales y la sencilla y verdadera felicidad, la artificiosidad y vaciedad de la vida elegante, la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos y la inmoralidad u obscenidad que muchas veces esconden individuos supuestamente respetables. Pero el problema crucial que aborda la película es de índole psicológica. Observamos a una jovencita, mimada y caprichosa, consentida y sobreprotegida por su condición de hija única, que va a demostrar, en el momento decisivo, una madurez y una resolución impropias de su edad y de las confortables circunstancias que hasta entonces habían rodeado su existencia. Precisamente otras circunstancias, esta vez ruines y mezquinas, así como el imperioso e incontrolable deseo de evitar que su padre, al que adora y tiene idealizado, ingrese en prisión, forzarán un proceso de maduración extraordinariamente rápido, vertiginoso, sin apenas tiempo para la reflexión sosegada, cuya consecuencia es la toma de una decisión por parte de Elsa en la que la preservación de la integridad moral, corolario del natural pudor femenino y del respeto a ella misma, la habrán de conducir a un desenlace inesperado. Al final, Elsa, a pesar de parecernos durante el primer tercio del filme una muchacha frívola, nos ofrece un aleccionador ejemplo de dignidad moral. Ella es el único ser verdaderamente adulto en un mundo de adultos, ella es la única que había interiorizado, sin que nadie se percatase, un severo código ético de conducta.

La dilatada y explícita secuencia en que Elsa Thalhof (Elisabeth Bergner) espía con inocente torpeza al taimado millonario von Dorsday (Albert Steinrück), que, aunque sin saber exactamente el designio que la anima, se ha percatado desde los primeros escarceos que la joven lo está siguiendo por diversos espacios del hotel, es una de las más conseguidas estéticamente de toda la película. La cámara se mueve de tal modo que siempre podemos calibrar la distancia física que los separa, haciendo hincapié en resaltar los malogrados intentos de la chica por evitar que sus intenciones sean descubiertas. Lo mismo se detiene a hojear un periódico, mirando por el rabillo del ojo a ese imponente caballero que sin duda la atemoriza un poco, que avanza y retrocede a un tiempo, ocultándose detrás de esquinas, pilares y columnas, mientras que Dorsday asiste un tanto extrañado, saludando cortésmente o esbozando una ligera sonrisa, a tan encantadora persecución. Por fin, es el ladino marchante quien provoca el encuentro entre ambos, sin que Elsa pueda evitar un cierto azoramiento y una pudorosa vergüenza. Dorsday, astutamente, ya que la muchacha no se decide a contarle lo que sucede con su padre, quizás porque aún no ha tomado plena conciencia de la gravedad del asunto, se limita a invitarla a que acuda, después de la cena, al baile nocturno que va a celebrarse en los salones del establecimiento. El espectador tampoco dispone de suficientes datos para poder intuir las nada limpias intenciones que impulsan al respetable capitalista.

Nada más acceder a la invitación de Dorsday, los acontecimientos se precipitan. Elsa sube a su habitación. Meditabunda y angustiada, apoya su delicada y hermosa cabecita en el espejo del armario, diciéndose a sí misma que no puede acceder a la inicial petición de su madre (Else Heller). Una mezcla de pudoroso retraimiento por tener que dirigirse a un hombre mucho mayor que ella, de orgullo y de comprensible inconsciencia juvenil, la impulsan a abandonar Saint Moritz y regresar a Viena. Pero, cuando está recogiendo sus cosas, un botones llama y le entrega un telegrama enviado por su madre a modo de ultimátum. Elsa recibe un fuerte impacto. La expresión de su rostro cambia por completo. En una actriz tan dotada para manifestar en su semblante las más mínimas huellas de los estados de ánimo («vibrante, sensitiva, animada de una intelectualidad nerviosa, la Bergner, escribió Lotte Eisner en 1952, encarnó el espíritu de una época que estuvo llena de tensión y de intensa vida espiritual»), esa transformación se aprecia con especial intensidad.
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Enrique Castaños
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8
27 de marzo de 2021
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La película «Der Absturz» es una producción alemana dirigida por Ludwig Wolff en 1922. Se estrenó en Copenhague, en el Kinopalæet de la calle Gammel Kongevej, el 11 de noviembre de ese año. Titulada en español indistintamente como «Caída», «El abismo» o «El castigo del pecado», su título en danés es «Mod Afgrunden» y en inglés es «Downfall». El original, de 2421 metros, tiene una duración de 93 minutos. No debe confundirse con la película danesa «Afgrunden», dirigida en 1910 por Urban Gad y asimismo protagonizada por una primeriza Asta Nielsen. Con un guión de Ludwig Wolff, fotografía de Axel Graatkjaer y George Krause, y decorados de Fritz Seyffert y Heinz Beisenherz, «Der Absturz» contó con un reparto formado, además de por la omnipresente gran diva danesa, por Gregori Chmara, Albert Bozenhard, Ivan Bulatov, Adele Sandrock, Charlotte Schultz (1899-1946) e Ida Wogau.
Narra la desdichada historia de una afamada cantante de cabaret, Kaja Falk (Asta Nielsen), cuyo protector y eventual amante, el conde Lamotte (Ivan Bulatov), es un hombre mucho mayor que ella y al que en el fondo desprecia. Invitada a pasar una temporada de descanso en la majestuosa mansión del acaudalado aristócrata, situada en un pequeño pueblo de pescadores, hasta allí la persigue su antiguo empresario, Frank Lorris (Albert Bozenhard), un individuo sin escrúpulos de ninguna clase que actúa bajo el pretexto de que la cabaretera le debe una suma de dinero. Muy cerca del mar se encuentra la humilde casa de un pescador, Peter Karsten (Gregori Chmara), quien vive con su madre (Adele Sandrock) y una sobrina de ésta y prima suya, la joven y hermosa Hendrike Thomsen (Charlotte Schultz), quien está enamorada de su honrado y laborioso primo, amor que es tímidamente correspondido. La llegada de Kaja al lugar lo trastoca todo, pues casi inmediatamente siente una irresistible atracción por Peter, que, sin solución de continuidad, se convertirá en una ardiente pasión. Rendido ante el deslumbrante porte de Kaja, Peter rechaza a Hendrike e inicia una furtiva relación con la sofisticada cantante. Ante las amenazas directas de Lorris, que se ha atrevido a irrumpir en la villa de Lamotte y solicitar descaradamente una entrevista privada con Kaja, ésta planea huir con Peter, haciéndoselo saber en uno de sus encuentros secretos. Pero Hendrike, despechada, se decide a informar a Lamotte de la infidelidad de Kaja, indicándole el lugar exacto de sus citas, en lo alto de un acantilado. Incrédulo y profundamente sorprendido, el conde sube a la escarpada cima, justo poco después de que Kaja haya acordado la huida con su nuevo amante y regresado a la villa. Lamotte y Peter tienen unas palabras, llegando el conde a agarrar por dos veces uno de los brazos de Karsten, aunque, la segunda vez, éste aparta con vehemencia al indignado aristócrata, quien, ante la inercia del impulso y por encontrarse al borde mismo del acantilado, pierde el equilibrio y cae precipitándose contra las rocas. Peter, responsable de este homicidio involuntario, se asoma atónito al abismo, gritando desesperado ante la imprevista tragedia. Agitado, temeroso y aturdido, acude corriendo a la villa, en cuyo jardín se esconde, detrás de un seto, Lorris, quien, no satisfecho con la respuesta que le había dado Kaja y temiendo no obtener su dinero, ha permanecido al acecho. Razón de más ahora, cuando ve llegar a un descompuesto Peter. Desde el pórtico de la casa, escucha la confesión de Karsten, que Kaja recibe como una liberación. Ambos deciden adelantar la partida. Pero Lorris irrumpe con aviesa arrogancia y acusa a Peter de asesinato ante los criados. (El resto de la historia, en el spoiler).
Reparemos en la transformación de Kaja. Aquellos días en los que mostraba su exuberante belleza, en los que, dueña de sí misma, exhibía una perturbadora sensualidad, se han trocado en otros en los que asistimos a la decadencia física y espiritual de una mujer que ha tocado fondo. Lo único que la redime es el amor que atesora su corazón puro. Uno de los planos más estremecedores es cuando Kaja se mira en el espejo poco antes de salir en busca de Peter. Su rostro no es ya el mismo. La abundante y corta melena negra, el denso flequillo cubriéndole la ancha frente, la boca sensual de labios finos y ardientes, los dientes parejos y marfileños, la nariz perfectamente modelada, las mejillas que evocan el mármol del Pentélico, todo eso es ahora un rostro decrépito, patético, donde lo único que permanece inalterable son esos inmensos ojos, de párpados pesados y oscuros por la pintura, aunque ahora las ojeras delatan el agotamiento.
Actriz única e irrepetible, dijo de ella el gran poeta húngaro Béla Balázs, después de haber visto a Asta Nielsen interpretando la muerte de Hamlet: «Arriad las banderas ante ella, pues es única». Tampoco puede uno resistirse a reproducir el penetrante dibujo que hace la gran ensayista y crítico de cine Lotte H. Eisner de esta actriz inigualable: «Una época hiperinstruida, inestable y sofisticada había encontrado su ideal en Asta Nielsen, mujer intelectual, llena de refinamiento, de rostro de Pierrot lunar, de párpados pesados, de manos que parecían llevar, como las de Eleonora Duse, heridas invisibles … Su cálida humanidad, llena de aliento, de presencia, refutaba lo abstracto, así como el carácter abrupto del arte expresionista … Nunca se rebajaba al amaneramiento, su vestimenta nunca chocaba. Podía interpretar en pantalón, sin que se produjera ambigüedad. Y es que el erotismo de Asta Nielsen está muy lejos de cualquier equívoco; para ella se trataba siempre de una auténtica pasión. Su peinado con flequillo le hacía interpretar a veces a vampiresas, pero no tenía nada de mujer fría y calculadora. En ella se notaba ese fuego devorador que no sólo va a destruir a los hombres, sino también a ella misma» (Apéndice a «La pantalla demoníaca», 1952).
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Enrique Castaños
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8
24 de marzo de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película «Fährmann Maria» («La barquera María»), dirigida por el realizador alemán Frank Wysbar (1899 – 1967), fue rodada entre mediados de agosto y octubre de 1935 en escenarios naturales de la Baja Sajonia, concretamente en la landa de Luneburgo, cerca de los municipios de Schneverdingen y de Soltau. Fue estrenada en la localidad sajona de Hildesheim el 7 de enero de 1936. Con un guión de Hans-Jürgen Nierentz, música de Herbert Windt, decorados de Bruno Lutz, fotografía de Franz Weihmayr y producción de Eberhard Schmidt, el montaje se debe a la editora Lena Neumann. Tres años antes, en 1933, había dirigido Wysbar otro de sus más importantes filmes, «Anna und Elisabeth», que bucea en lo irracional, el sentimiento religioso, la minusvalía física como consecuencia de frustraciones individuales y complejos problemas psicológicos, la intransigencia, la bondad sencilla y el suicidio que halla su causa en la incapacidad de aceptar la realidad tal como es, sometiéndola a un grado de exacerbación que no es más que el resultado de una percepción extremadamente subjetiva, sin contar con la idiosincrasia de las personas que nos rodean. Pero también «Anna und Elisabeth» aprovecha la inusual empatía que ya habían mostrado las actrices Dorothea Wieck y Hertha Thiele en un extraordinario film, «Mädchen in Uniform» («Muchachas de uniforme»), conducido con mano maestra por la realizadora Leontine Sagan en 1931.
En «Fährmann Maria» no se cumple en absoluto la penetrante observación del conde Hermann Keyserling («Europa. Análisis espectral de un continente», 1928) de que una de las principales características del alma alemana es la objetividad (Sachlichkeit), ejemplificada en la afirmación de Johann Gottlieb Fichte según la cual ser alemán es ver en el objeto un fin en sí mismo. Este «primado de la cosa», raíz psicológica del Idealismo filosófico, no aparece ni en el filme que nos ocupa ni en el ya mencionado «Anna und Elisabeth». Tampoco se cumple el correlato que se deriva de lo anterior: la primacía de la representación sobre la realidad, esto es, el hecho de que el alemán, al vivir en una esfera propia puramente para sí, hace del conocimiento algo que no es inmediatamente vivo, sino elaborado, no pudiendo así entrar en contacto con la realidad personal y con la realidad externa.
Wysbar, por el contrario, se encuentra más cerca de Goethe, un alemán completamente atípico, en el que se da una plena y serena simbiosis entre pensamiento y sentimiento, y alguien a quien los grandes temas que verdaderamente le preocupaban eran la naturaleza, el arte y la vida. Como señalase el profesor Friedrich Meinecke («Los orígenes del historicismo», 1936), Goethe concibe la Naturaleza como el eterno seno maternal de las fuerzas terrestres, divinas y demoníacas.
También apreciamos en Wysbar una influencia de aquella característica del pensamiento de Novalis aprendida de Federico Schiller: la estrecha vinculación entre belleza y vida moral. Novalis, asimismo, bebió en las fuentes proporcionadas por Friedrich Wilhelm Schelling y por el holandés Frans Hemsterhuis: la concepción del cuerpo como instrumento del alma, que aspira a unirse con el objeto deseado, una unión que no es otra cosa que recomposición de lo disperso.
El argumento de nuestro filme es sencillo. Una joven mujer, María (Sybille Schmitz), se interesa y consigue el humilde oficio de barquera en un pequeño pueblo campesino. Al poco de comenzar su trabajo, ayuda a un soldado fugitivo, «el hombre de la otra orilla» (Aribert Mog), a quien da cobijo en su propia cabaña. Lo esconde de sus perseguidores, seis misteriosos jinetes ataviados con capas negras y montados en resplandecientes caballos blancos. María y el desconocido, que al principio se halla muy inquieto y agitado, terminan enamorándose. Pero, cuando la relación entre ambos empieza a fraguar, aparece de improviso la Muerte (Peter Voss), a fin de llevarse al huido (en el spoiler revelaremos brevemente el desenlace). Precisamente, la película se inicia con la Muerte arrebatándole la vida al viejo barquero (Karl Platen), ese que María sustituirá. Resulta muy significativa esa presencia de la Muerte encarnada en un hombre alto y vigoroso enteramente vestido de negro, con un cinturón bien ceñido, grave, adusto, enigmático, parco en palabras. Esta figura tiene, en el cine germano-sueco, una memorable antecesora y otra aún más destacada encarnación postrera. La primera, es la Muerte (Bernhard Goetzke) que mueve los hilos del Destino en «Las tres luces» («Der müde Tod» o, literalmente, «La muerte cansada», 1921) de Fritz Lang. La segunda, es la Muerte (Bengt Ekerot) que juega una partida de ajedrez, metáfora de la invisible contienda entre la vida y la muerte, con el caballero cruzado (Max von Sydow) en «El séptimo sello» de Ingmar Bergman, de 1957.
Toda la película de Wysbar se mueve en una atmósfera irreal, fantástica, incluso casi sobrenatural, herencia del Romanticismo alemán, en donde el día, la luz, la naturaleza, el florecer de la hermosa y perfumada primavera, la armonía entre los jóvenes amantes, ha de enfrentarse a la noche, a lo misterioso y oculto, a la Muerte que ronda permanentemente en torno de los seres humanos. Nunca sabremos de dónde procede María ni tampoco de dónde viene «el hombre de la otra orilla», aunque podemos intuir que sus perseguidores sean heraldos de la misma Muerte.
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Enrique Castaños
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8
22 de febrero de 2021
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"Así es la vida" ("So ist das Leben" / "Takový je život" / "Such Is Life"). Dirigida por Carl Junghans (1929). 62 m. Muda. B/N. Guión: Carl Junghans. Cámara: László Schäffer. Productor: Carl Junghans. Producción germano-checa. La película se rodó en unas pocas semanas, en Praga, a partir de abril de 1929. Se estrenó en Berlín el 24 de marzo de 1930, proyectándose en Praga el 9 de mayo. Fue un fracaso, pues ya había aparecido el sonoro. El crítico e historiador del arte Kay Weniger (Berlín, 1956) la calificó de obra maestra del cine checo. Duro contraste entre la pequeña fiesta de cumpleaños de la lavandera, organizada por unas vecinas amigas, y la taberna de mala reputación donde juega, bebe y se divierte con otra su marido. La película también fue alabada por el crítico polaco e historiador del cine Jerzy Toeplitz (Jarkov, Ucrania, 1909 – Varsovia, 1995). Película expresiva y falta de sentimentalismo. Naturalismo. Crítica social. Fondo religioso cuando la cámara recoge esculturas públicas de motivo cristiano en el célebre Puente de Carlos de Praga. Canto de cisne del cine mudo checo.

Reparto:
*La lavandera (Vera Baranovskaya, la protagonista de "La madre" de Vsevolod Pudovkin).
*El marido de la lavandera, (Theodor Pistek).
*La hija de ambos, que ejerce de manicura (Maná Zenísková, en la vida real esposa de Theodor Pistek).
*La camarera-prostituta (Valeska Gert).
*El novio de la manicura (Wolfgang Zilzer).
*El sastre, marido de una vecina amiga de la lavandera (Jindrich Plachta).
*El pianista del local de mala reputación (Eman Fiala).
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Enrique Castaños
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