No sé qué decepciona a la gente de este film de Koreeda, porque es una historia muy complicada y que tenga la gracia de presentarla a medio camino entre el thriller y el drama judicial, y además con ese suspense a lo 'Mindhunter', que reside totalmente en los diálogos y en algunos momentos de atmósfera tensa...tiene mucho mérito.

De vez en cuando está bien que nos hagan dudar -"Aquí no hay nadie que diga la verdad"-, no ya del poder judicial, sino de la capacidad que tenemos los seres humanos para juzgar realmente algunos hechos, con lo que este film entra directamente y sin siquiera arremangarse en materia de filosofía del derecho -"¿Quién decide a quién hay que juzgar?"-.

Creo que es posible que el final deje fríos a muchos espectadores que no están familiarizados con la cultura del zen japonés: "¿Solo es una vasija?", "¿Qué significa ser una vasija?", pero solo por la fotografía, ya es disfrutable.

Y, ya por llevarla un poco al terreno conocido: ¿no es, El tercer asesinato, una buena reflexión sobre cómo somos también el relato con el que nos comprometemos, incluso cuando incurrimos en mala fe, y no es en parte aquel con que intentamos dar sentido moral a nuestra existencia aquello único que en último término vamos a ofrecer a los demás, obligándolos a imbricar sus relatos con los nuestros, como en una elaborada red tejida de mentiras, muchas de ellas piadosas, muchas de ellas necesarias para nuestra propia verdad o la verdad de los otros, y a veces parecen, los hechos y las pruebas, totalmente deficitarios para explicar la realidad, sobre todo teniendo en cuenta que ésta está moldeada por nuestros silencios y el ornato de las palabras con que nos cubrimos?

Estéticamente, This is not a burial, it's a resurrection, es algo que no he visto nunca, por su combinación de música y fotografía, y el inagotable uso de recursos. Sin duda, la narración es perfecta, aunque a un espectador occidental le pueda costar entrar en ella, porque no comparta los valores ni creencias de los personajes, sin embargo, hay imágenes y momentos que son totalmente universales, y la poesía es sencilla, pero profunda.

A Lemohang Mosese llegué por su vibrante y pictórica fotografía, pero he descubierto con este film a un gran narrador. Twala está descarnada pero revestida de dignidad hasta su último aliento, conmueve sin sonsacar una lágrima fácil, abocándonos a la angustia. El relato es, en parte, una reconstrucción del lamento, de un plañir del que surge el canto, la música, y que es el barro sobre el que se escribe cualquier historia y cultura. Sin memoria, no hay pasado, pero nuestro presente también queda empobrecido y nos condenamos sacrificar nuestro futuro, el recuerdo de nuestros muertos, de nuestras pérdidas, es lo que nos hace dignos de ser llamados resilientes, y la única manera de sentirnos vivos, de habitar algo más que una perpetua huida hacia adelante. El personaje de Twala se viste de duelo para poder luego despojarse de todo, y no es sino a través de su vida para la muerte, del ejercicio de su libertad radical, que puede seguir engendrando vida, aún hasta su tumba. Nuestra trascendencia son los otros, en los otros resucitamos.

Especie de sátira "congelada", que, liberada de los recursos habituales de la misma, resulta no obstante despiadada valiéndose de un tono sobrio y naturalista que va seduciendo hasta llevar al espectador a su terreno, desde el que los protagonistas quedan expuestos al mayor de los ridículos, tanto como el mundo del arte y la cultura, diseccionado como pura expresión absurda del snobismo de las clases dominantes.

Sin grandes discursos, dejando abiertas de manera más implícita que explícita algunas preguntas que rozan lo filosófico, The square trata la vacuidad y el narcisismo de los personajes, especialmente del protagonista, su incapacidad para vincularse a los demás incluso cuando existe la mejor y más buenista de las intenciones, pero también las razones de ser del Arte, y tomando esto en su conjunto, nos deja a solas con la posibilidad de que no haya manera civilizada de no ser un completo idiota.

La verdad es que estoy acostumbrada a films pausados y minimalistas, a slow-cinema incluso, pero este documental, por la situación topográfica del lugar del que traza un fresco, por la monotonía de la vida de las personas que lo protagonizan, por cómo son las conversaciones en árabe, que repiten una y otra vez las mismas cosas con pequeñas variaciones, sin llegar a más que un intercambio cortés y formal, etc., este documental se me ha hecho inacabable, adelantaba algunas escenas pero seguía sin encontrarme ninguna que fuera de verdadero interés, y es una lástima porque la fotografía es muy buena y la idea, la historia, también. Puede que también dependa del momento y el estado de ánimo del espectador, ya que a mucha gente películas como 'Jeanne Dielmann', de Chantal Akerman, o 'El caballo de Turín' de Béla Tarr, se le hicieron infumables y yo las disfruté mucho. Echo de menos una cierta dramaticidad que sí existe en esos films, por lo que creo no estar preparada para un slow documental.

Me encantan las películas que se desarrollan con pocos personajes en un pequeño espacio cerrado, porque ayudan a condensar la acción y a reducir la trama a lo esencial. Corn Island juega a sorprender con esta economía de los elementos -aunque detrás haya un esfuerzo casi megalómano-, para demostrar que nunca nada es fácil, que en la lucha contra los elementos el hombre nunca tiene suficiente técnica ni cultura para dominarlos por completo, y que tan condenados estamos a trabajar como a convivir con nuestros semejantes, que lo mismo pueden aparecérsenos como aliados nuestros que como una constante amenaza, y a menudo solo disponemos de un mínimo indicio para determinarlo en última instancia, el de la mirada del otro que se posa sobre nosotros. En esa ambigüedad en que se interpretan por necesidad los más sutiles gestos, emerge lo siniestro entre aquello que nos parece cotidiano y un día nos hizo sentir seguros.