Que Femme Fatale tenga en FilmAffinity el apocado puntaje de 5,4 (mientras que Amélie ostenta un nada despreciable 7,9), que en IMDb repita de grado con un 6,2 (mientras que Bastardos sin Gloria se gradúe con un 8,3) y que Jorge Drexler -luego de medirle el aceite a Leonor Watling- le pase el plumero a su Oscar (mientras que a De Palma nunca lo nominaron a uno) son motivos más que suficientes para que los dioses lovecraftianos de Carpenter y de Goddard salgan de su pesado letargo y hagan lo que tengan que hacer. Pero quién dijo que todo está perdido, debajo del poncho traigo la Buena Nueva que los va a salvar de un chapuzón en el Sena si es que alguno por ahí -entre tanto vidrio molido- no conoce este diamante del 2002. El escritor y director Brian De Palma nos embriaga -ma' qué nos embriaga, nos falopea- con cine concentrado e intravenoso y hace que nos olvidemos del mundo, del aumento de las expensas y de lo mal que nos cae Antonio Banderas (algo que Almodóvar no logra siempre). Es un banquete pantagruélico ver una vez más a la cámara de Brian deslizarse en espacios grandes y cerrados (mansiones, shoppings, estaciones de trenes y en este caso un hotel), a la desatada Laure que compone Rebecca Romijn (que al igual que Carlito Brigante hace maravillas en la mesa de pool) , un metraje minado de detalles que obligan a revisarla -y con gusto- más de quince veces y un desenlace que sólo puede molestar a la gente con el corazón podrido. Sólo la secuencia en Cannes hace que el haber obtenido el DVD por irrisorios veintinueve pesos con noventa centavos parezca un asalto a mano armada al Video Cine Arte Colón con pantimedia como máscara y toma de rehenes por nueve horas incluidas.

¿Por qué los fans de Burton dejan de lado a Ed Wood, su obra maestra? ¿Por qué ostentan orgullosos pins de Jack Skellington y no del Pingüino, el personaje más burtonesco de todos? ¿Por qué no vi -ni tengo ganas de ver- Alicia en el País de las Maravillas si hasta hace pocos años Burton era mi héroe?

Porque, como dice Leonardo D'Espósito en la revista Ñ, Tim Burton es tanto una marca como una persona. No es casual que el mejor gag de Dark Shadows tenga a uno de los logotipos más famosos del mundo como protagonista (y no sé si la idea fue de los guionistas o del mismo B) ¿Será una burla a su propia celebridad? Espero que sí.

Los grandes momentos de Sombras Tenebrosas son aquelllos en los que el director parece redefinir lo "burtoniano": los créditos musicalizados con The Moody Blues en lugar de Elfman, el recurrente chiste de Alice Cooper, la fellatio al vampiro dark, la alusión a la masturbación femenina...

Vamos a ver qué pasa con el perro resucitado.

"Si me insultas de nuevo, te voy a cortar la cara y la voy a usar sobre la mía" es la amenaza que le profiere Joe Cooper -encarnado por el aquí genial Matthew McConaughey- a la adúltera white trash interpretada por Gina Gershon antes de dar paso al momento más sórdido de Killer Joe, en el que una pata de pollo (sí, una pata de pollo) es la vedette. La escena -larga, en el interior de un remolque- junto con el clímax de Cosmópolis en la pocilga de Benno, me amiga con cierta teatralidad instalada en el cine; y el cine, o por lo menos lo que yo creo que debería ser el cine, grita un brutal "presente" ya desde el comienzo de Killer Joe: el sonido metálico del abrir y cerrar de un zippo, el relámpago gigantesco que atraviesa el cielo, la lluvia aplastante y el aterrador ladrido de un perro atado. Por estas y otras razones, los Coen venderían a su madre por haberla filmado mientras que el casi octogenario William Friedkin, a cuatro décadas de El Exorcista, nos recuerda que sigue siendo el Rey a la hora de retratar el Mal.

De un modo pueril, sólo esperaba tres cosas de Gilda (1946): el momento en el que aparece Rita Hayworth revoleando su cabellera (que vuelve loco a Red en Sueños de Libertad), la frase "¿Te interesa saber lo mucho que te odio? Te odio de tal modo que buscaría mi perdición para destruirte conmigo” y ver a la señorita del título con su vestido y guantes largos negros (estos dos últimos ítems generados por el genial libro de Pablo Bernasconi "Retratos" donde representa a la Hayworth solamente con celuloide formando el vestido y los guantes de marras y una manzana por boca). Además de eso, también me encontré con una atmósfera noir que deslumbra al comienzo, con una visión ridícula de la Argentina y con un final feliz desubicado. Con todo, la sensualidad de Hayworth no tiene fecha de vencimiento ni punto de comparación en la actualidad. Hasta dan ganas de comprarse un póster de ella, aunque más no sea para tapar un boquete en la pared.

Tuve algunos problemas con El Imperio de los Sentidos (1976), de algunos me hago responsable yo, de otros responsabilizo al filme. La única actriz de rasgos orientales que me gusta (de hecho, la considero un camión) es Tia Carrere, que a sus ocho años seguramente estaba construyendo castillos de arena en alguna playa de Hawaii mientras Nagisa Ôshima rodaba la obsesión de Sada por los genitales de Kichi-San. Nada le resta más al interés de un espectador heterosexual por una película erótica que su heroína no lo erotice en lo más mínimo. ¿Qué queda? Una película cuyo mayor atractivo -por lo transgresor- son las escenas de sexo explícito (sexo real, subrayo) por las que ha trascendido.