Haz click aquí para copiar la URL
Críticas de alexterol
Críticas 4
Críticas ordenadas por utilidad
4
1 de enero de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En estos tiempos modernos e innegablemente aciagos, donde la creencia por lo que nos rodea se sitúa y coquetea con lo cercano y el ahora, el exceso es todo lo que ruboriza al individuo de a pie y no quedan pues senderos de fe ni panaceas sagradas a las que una conciencia aun no derrotada pueda aferrarse. Una percepción robotizada, insaciable y en celo, pero que no ve más allá del exceso —y solo mediante este— es lo que queda. Ya no es tanto, que no vea más allá, el allá es lo que nos lleva a la suma, al exceso sumado al exceso. Sería pues, más correcto decir, que no vemos más acá, en la complejidad de un interior que hemos olvidado, y de esta forma, el apodado nihilismo rebota por toda la coyuntura cinematográfica. Lauzon construye así, y con dudosas intenciones, una historia de seres humillados y con tintes de parodia burlesca donde lo noble y puro queda sepultado bajo un manto de suciedad emocional, donde la profundidad narrativa y la savia nueva quedan manchadas por una relación de sumas y excesos. Es pues, que Lauzon se propone una única meta y golpea al espectador con el “todo vale” para llegar a ella. Se abre ante nosotros una senda unidireccional en la que se suman elementos de impacto y en la que el ávido espectador podrá dilucidar la patente pobreza de recursos ya en las primeras instancias, cuando la cámara hace ahínco en un gran cerdo y por el cual, cuando la mirada queda fijada en éste, un brusco corte nos lleva a la imagen de la madre (Ginette Reno), gruesa y ancha también —y para más inri, único personaje exento de maldad—; de esta forma se impregna nuestra mirada con esta cruel analogía, ejemplo e inicio del ciclo de sumas en las que la mente queda embotada con la molesta insistencia por el gusto a la humillación y a la bajeza humana; vejaciones por terceros, la recreación onanista y el asesinato bajo la mirada jocosa son algunos de los procesos, con cierta aura pseudo-poética, con los que pretende instruirnos el director canadiense en su doctorado sobre la vida y la desvalida infancia.

No hay que olvidar, jamás, las palabras que nos dejó Rivette respecto a la mirada del director y su honestidad a la hora de mostrarnos los hechos, palabras que heredó Daney más tarde y con las cuales aprendimos que un director es un padre que nos coge de la mano y nos muestra su sabiduría, pero nunca nos impone, simplemente nos invita a la reflexión. Qué clase de reflexión podemos realizar, cuando toda solución se inscribe en la sucesión de iguales adornados de diferente forma, pero sin olvidar —por desgracia— la —¿tal vez inconsciente?— pornografía emocional que tanto molesta a algunos de nosotros.
alexterol
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
10
1 de enero de 2019
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando el cine se hace plenamente honesto, la imagen se derrama sobre el espectro sensible, sobre la verdad; irisada por la luz y el cielo y el barroquismo de las nubes; y la embadurna de brillo —¡los cielos de Ford!—. Se construye sobre el hombre y para el hombre un relato cósmico, antropocéntrico, casi adorativo hacia el ser y los aspectos más sagrados de éste. Ambos —el cielo y la luz—, centros neurálgicos de donde tiende la espina dorsal del hombre. La luz se abalanza sobre nosotros, el espectador, moldeando el relato mediante contraluces oblicuos, para evitar el deslumbramiento completo, pero, sin dejar de permeabilizar la pantalla con su fulgor. La puesta en escena, nos sitúa pues, en un lugar luminoso, caldo de cultivo para presentar así, primeramente, a Dallas (Claire Trevor); un personaje endemoniado y marginado, cual portadora de la peste; una prostituta expulsada de su hogar; ¡pero!, la perspectiva de cámara no nos hace llegar el odio del pueblo, sino que nos la presenta con un escueto pero suficiente travelling oblicuo huyendo de un reducido grupúsculo, es así, su presentación especial y concreta, y es así, como Ford, la dota de unicidad con este recurso singular. Más tarde, Ringo (John Wayne), su dupla, también es presentado con otra unicidad; un plano americano, en consonancia con un contraluz y un zoom directo a su rostro. Ambos personajes presentados y alejados, por la perspectiva, de sus aparentes negatividades —delincuente y prostituta—. La articulación de esta verdad, la de los personaje, se construye con sus acciones, siempre exentas y sin ningún atisbo de lo que les atribuye su pasado; Ringo se muestra noble, no se nos explica si es o deja de ser justo su encarcelamiento, pero cada una de sus acciones está siempre en la esfera de lo correcto, del ofrecer, de la bondad. Este comportamiento se enfatiza con Dallas, esa bondad nace a relucir con el personaje más denostado, Ringo es la propia mirada de Ford; y en armonía con este, ella actúa igual, más cohibida antes de la llegada de él, pero liberada por su presencia; se muestra como valedora de la figura materna cuando Mallory no puede cuidar de su hijo y al mismo tiempo pasa la noche en vela por y para ella. El relato despoja y anula el prejuicio contextual; Se muestra así su interioridad, exenta de prejuicios. Es pues, que Ford, no juzga, solo desnuda al relato de lo prescindible y muestra al ser, puramente real; y lejos de castigarle tras la venganza —lúcidamente, en fuera de plano, como si Dios apartara la mirada del pecado, del defecto—, lo lleva al paraíso y lo asciende por encima de la ley por medio de la justicia moral. Y es que, bajo su amparo, todos nos sentimos seguros y bajo techo.
alexterol
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
8
1 de enero de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se abre el espacio cinemático con un ademán de austerismo y crudeza, un escuadre cerrado nos deja constreñidos y ahogados. El plano de unas manos retorciendo un trozo de pan protagonizan la mirada, todo se concentra en esta pequeña acción, y el espíritu de Bresson se abre paso a paso, agigantando la toma —de escasos segundos, que nos recuerda la presencia de su cura rural—. Queda la acción en simple anécdota, o en recordatorio con acto referencial de lo que pudo ser y no parecía ser; no, Berlanga, aquí, nos propone una sátira capital sobre la pena de muerte, se aleja de su referencia y los planos comienzan a respirar presentando de forma velada la figura que hará valer todo su relato; con un susurro, casi inaudible, mascullándose “¿es el verdugo?” es como observamos la figura de un pequeño hombre cruzar el espacio, y es así, como por primera vez se abren las dos vías de acción, la de la crudeza mortal, y la de la risa reverencial, la que provoca ese afable hombrecillo que inexplicablemente es el brazo ejecutor de tan dolorosa acción. Es gracias a este personaje, o a su representación más bien, con la que Berlanga nos posiciona en un camino encrespado donde la mirada —social— se aparta de la ejecución y la huida constante se hace presente con la broma fúnebre como vehículo de esta ida hacia otro lado; primero con el anciano Amadeo (José Isbert), y después con su relevo, José Luis (José Isbert); ambos, parte del mismo elemento o paradigma, el de la inocencia prostituida por el estado, para vertebrar así su pena capital. Así pues, se van sucediendo de forma magistral las acciones con las que la huida se manifiesta: La noticia de un embarazo mientras de fondo, inamovible, crece la presencia de los negros coches funerarios; el funesto maletín, olvidado continuamente tanto por manos de Amadeo como de José Luis y la huida constante de éste de su inevitable deber. Es una huida hueca de esperanza, todo imposibilita la no acción y la sangre acaba manchando esa nueva pieza, puesta por relevo, inocente y trémula que, en una de las secuencias más representativas, atraviesa con más resignación que pena la estancia que precede su quehacer; el cemento blanco y la pulcritud de la estancia lo llenan todo, y allí, al fondo, vislumbramos la negra puerta por la que acaba cruzando José Luis. Se da por hecho, el crimen se ha cometido y la broma ha desaparecido. Solo queda la crudeza de la que al poco de empezar parecíamos habernos librado; la negra espalda social se muestra, se gira ante la injusticia y el film se cierra con una secuencia igualmente negra, la de los trajes de una sociedad ciega, surcando en un pequeño barco las aguas, ajenos a todo, ajenos a la muerte, incluso a la propia. Bresson no estaba tan lejos.
alexterol
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
1
1 de enero de 2019
13 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desmitifiquemos al monolito cinematográfico, derrumbemos el pedestal del Bien Querido de Hollywood, honremos la dignidad del espectador. Ese, que al ser puesto delante de la pantalla, se le ha tratado como un maniquí al que se le pueden articular las emociones como extremidades ante el boceto del dibujante. Como no sentir desprecio ante el cincel agresivo que nos dicta como sentir, como vivir… ¡como pensar! Jacques Rivette nos avisó en su revelador texto “De la abyección” sobre los males del adoctrinamiento de la imagen y las capacidades de la misma ya en 1960, con Kapo de Gillo Pontecorvo. Serge Daney nos actualizó el concepto de abyección en su libro Perseverancia con ese genial ejemplo en torno al videoclip de denuncia social y sus transiciones entre aristocracia y pobreza. Fue Víctor Erice quien nos dijo que prefería llamar al espectador prójimo, semejante a uno. Dejemos pues, que el paternalismo y La Idea —en su sentido más arcaico— queden a un lado. Queremos, como bien dijo él, que se nos revele. Y nada puede quedar en la revelación, pues, más que un acto primario de inocencia, de entender lo abstracto de la imagen por uno mismo. Qué queda pues, cuando la imagen queda reducida a una única cosa, a una enseñanza de preescolar. Librémonos.
No quiero reducir a un único ejemplo la toxicidad el cine contemporáneo, válgame Dios, la lista sería infinita y nadie en su sano juicio querría dedicarle tanto tiempo a algo tan manido e intrascendente para uno mismo. Pero tal vez, sea conveniente recordar el espejo al que todos los cómplices miran, muchos de ellos sin ni siquiera saberlo y en el cual la meca del cine tiene posicionado su esquema y su pauta.

Allá por 1993, cuando se estrenó la majestuosa película por antonomasia de denuncia del Holocausto, todo el mundo quedó consternado ante tal despliegue de medios para constatar una vez más la demencia y el horror de la 2nd Guerra Mundial. ¿Hacía falta? ¿Qué motivación había? ¿Era preciso hacerlo, una vez más, de esa forma? Dejemos las preguntas a un lado, realmente son todas irrelevantes, a nadie le importa si hacía falta o si Spielberg realmente necesitaba reavivar algo tan calcinado —como si no se siguiera jugando con el cadáver, ja— . Podemos recordar, una vez más, una gran cita de nuestro querido Daney: “No podemos filmar eternamente a papá, disfrazado de falo proletario”. No sería descabellado extrapolar tal afirmación, cuando, aun estando de acuerdo con lo enseñado —que no mostrado, ojo— no podemos dejar de demostrar desprecio ante la unidireccionalidad del discurso, sin capacidad, como maniquís que somos para ciertas industrias, de interpretar la vitalidad de lo expuesto… la mortalidad en el caso que nos acontece; pues el cadáver, como muerto, solo tiende a lo inoperante e inerte, lo vivo estalla en la multiplicidad de sus posibles direcciones. No queda entonces, nada más que lo pestilente. Y el espectador, anonadado, ¿narcotizado?

Centrémonos ya en esta perversa enseñanza que juega con el espectador —verticalmente, claro. Nosotros solo recibimos—, cerrada a una única lectura, a una estructura hermética y sin salidas, cine con grilletes que dicta en una única dirección, que trata al espectador como individuo incapaz de razonar por sí mismo, incapaz de abstraerse o de llevar a cabo un acto de imaginación más allá del discurso unívoco y parcial que se le ofrece. Carente por completo de espacios narrativos, conceptuales o explicativos; es una soga a la sensibilidad del individuo. Es la antítesis total del arte. Los personajes adolecen de raíces psicológicas, de un más allá del propósito por el cual están dispuesto en pantalla, ¿acaso podemos imaginarlos en otro lugar, en sus vidas más allá de la situación? Y estos, al igual que la composición del plano, únicamente rinden a un único servicio, que es el de ser mártires para su propósito, el de la explicidad, el de la pornografía emocional llevada a los bajos fondos. Escenas como la de la supuesta cámara de gas, donde Spielberg juega con el imaginario colectivo y donde entran esos pobres diablos anclados a la muerte; se nos muestran unas duchas, unas duchas donde todos sabemos o creemos saber que se perpetuaban los gaseamientos y donde se juega con nuestra primariedad, con el subsuelo emocional. En la escena se alarga una tensa espera en el interior de esa sala donde se previene la matanza, para que finalmente, salga el agua y no el gas, aun sabiendo, a nuestro pesar, que esa gente va a acabar aniquilada, y aun sabiendo, lo que significaba una ducha colectiva en un campo de concentración. Esa escena, es de lo más abyecto jamás realizado, es el mal, es la denostación del autor a la sensibilidad y privacidad individual y también, a la propia imagen. Exactamente y con el mismo matiz se desarrolla la escena del fusilamiento a uno de los presos judíos, donde falla repetidamente la herramienta ejecutora. Se juega con la prevención de sucesos y con la previsión del dolor, con la tensión previa al último estertor humano, una y otra vez, de forma sucesiva y reiterada. La enfatización del vestido rojo de la niña, finalmente visible en una pila de cadáveres es otro recurso más de lo citado. No hay fondo, solo hay planitud formal utilizada y prostituida como un solo sendero hacia la enseñanza; todo juega aquí para ésta: personajes, narración, imágenes, sonidos, hasta el propio título es cómplice. La película es un engranaje perfecto de manipulación. Es el paradigma del arte industrial, la iscariotización del artesano al arte. Es un aquí y ahora cerrado y mutilado. Todo se nos muestra con frontalidad, pero lo que no entienden autores como Spielberg es que la frontalidad banaliza, no hay más banalización que la de mirar a la muerte, a lo desconocido, a lo incomprensible, con absoluta frialdad, con absoluta impasividad por lo que sucede delante del ojo de la cámara, como quien mira por un microscopio la minúscula vida que se cierne bajo él.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
alexterol
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here
    arrow