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Voto de alexterol:
1
Drama Oskar Schindler (Liam Neeson), un empresario alemán de gran talento para las relaciones públicas, busca ganarse la simpatía de los nazis de cara a su beneficio personal. Después de la invasión de Polonia por los alemanes en 1939, Schindler consigue, gracias a sus relaciones con los altos jerarcas nazis, la propiedad de una fábrica de Cracovia. Allí emplea a cientos de operarios judíos, cuya explotación le hace prosperar rápidamente, ... [+]
1 de enero de 2019
13 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desmitifiquemos al monolito cinematográfico, derrumbemos el pedestal del Bien Querido de Hollywood, honremos la dignidad del espectador. Ese, que al ser puesto delante de la pantalla, se le ha tratado como un maniquí al que se le pueden articular las emociones como extremidades ante el boceto del dibujante. Como no sentir desprecio ante el cincel agresivo que nos dicta como sentir, como vivir… ¡como pensar! Jacques Rivette nos avisó en su revelador texto “De la abyección” sobre los males del adoctrinamiento de la imagen y las capacidades de la misma ya en 1960, con Kapo de Gillo Pontecorvo. Serge Daney nos actualizó el concepto de abyección en su libro Perseverancia con ese genial ejemplo en torno al videoclip de denuncia social y sus transiciones entre aristocracia y pobreza. Fue Víctor Erice quien nos dijo que prefería llamar al espectador prójimo, semejante a uno. Dejemos pues, que el paternalismo y La Idea —en su sentido más arcaico— queden a un lado. Queremos, como bien dijo él, que se nos revele. Y nada puede quedar en la revelación, pues, más que un acto primario de inocencia, de entender lo abstracto de la imagen por uno mismo. Qué queda pues, cuando la imagen queda reducida a una única cosa, a una enseñanza de preescolar. Librémonos.
No quiero reducir a un único ejemplo la toxicidad el cine contemporáneo, válgame Dios, la lista sería infinita y nadie en su sano juicio querría dedicarle tanto tiempo a algo tan manido e intrascendente para uno mismo. Pero tal vez, sea conveniente recordar el espejo al que todos los cómplices miran, muchos de ellos sin ni siquiera saberlo y en el cual la meca del cine tiene posicionado su esquema y su pauta.

Allá por 1993, cuando se estrenó la majestuosa película por antonomasia de denuncia del Holocausto, todo el mundo quedó consternado ante tal despliegue de medios para constatar una vez más la demencia y el horror de la 2nd Guerra Mundial. ¿Hacía falta? ¿Qué motivación había? ¿Era preciso hacerlo, una vez más, de esa forma? Dejemos las preguntas a un lado, realmente son todas irrelevantes, a nadie le importa si hacía falta o si Spielberg realmente necesitaba reavivar algo tan calcinado —como si no se siguiera jugando con el cadáver, ja— . Podemos recordar, una vez más, una gran cita de nuestro querido Daney: “No podemos filmar eternamente a papá, disfrazado de falo proletario”. No sería descabellado extrapolar tal afirmación, cuando, aun estando de acuerdo con lo enseñado —que no mostrado, ojo— no podemos dejar de demostrar desprecio ante la unidireccionalidad del discurso, sin capacidad, como maniquís que somos para ciertas industrias, de interpretar la vitalidad de lo expuesto… la mortalidad en el caso que nos acontece; pues el cadáver, como muerto, solo tiende a lo inoperante e inerte, lo vivo estalla en la multiplicidad de sus posibles direcciones. No queda entonces, nada más que lo pestilente. Y el espectador, anonadado, ¿narcotizado?

Centrémonos ya en esta perversa enseñanza que juega con el espectador —verticalmente, claro. Nosotros solo recibimos—, cerrada a una única lectura, a una estructura hermética y sin salidas, cine con grilletes que dicta en una única dirección, que trata al espectador como individuo incapaz de razonar por sí mismo, incapaz de abstraerse o de llevar a cabo un acto de imaginación más allá del discurso unívoco y parcial que se le ofrece. Carente por completo de espacios narrativos, conceptuales o explicativos; es una soga a la sensibilidad del individuo. Es la antítesis total del arte. Los personajes adolecen de raíces psicológicas, de un más allá del propósito por el cual están dispuesto en pantalla, ¿acaso podemos imaginarlos en otro lugar, en sus vidas más allá de la situación? Y estos, al igual que la composición del plano, únicamente rinden a un único servicio, que es el de ser mártires para su propósito, el de la explicidad, el de la pornografía emocional llevada a los bajos fondos. Escenas como la de la supuesta cámara de gas, donde Spielberg juega con el imaginario colectivo y donde entran esos pobres diablos anclados a la muerte; se nos muestran unas duchas, unas duchas donde todos sabemos o creemos saber que se perpetuaban los gaseamientos y donde se juega con nuestra primariedad, con el subsuelo emocional. En la escena se alarga una tensa espera en el interior de esa sala donde se previene la matanza, para que finalmente, salga el agua y no el gas, aun sabiendo, a nuestro pesar, que esa gente va a acabar aniquilada, y aun sabiendo, lo que significaba una ducha colectiva en un campo de concentración. Esa escena, es de lo más abyecto jamás realizado, es el mal, es la denostación del autor a la sensibilidad y privacidad individual y también, a la propia imagen. Exactamente y con el mismo matiz se desarrolla la escena del fusilamiento a uno de los presos judíos, donde falla repetidamente la herramienta ejecutora. Se juega con la prevención de sucesos y con la previsión del dolor, con la tensión previa al último estertor humano, una y otra vez, de forma sucesiva y reiterada. La enfatización del vestido rojo de la niña, finalmente visible en una pila de cadáveres es otro recurso más de lo citado. No hay fondo, solo hay planitud formal utilizada y prostituida como un solo sendero hacia la enseñanza; todo juega aquí para ésta: personajes, narración, imágenes, sonidos, hasta el propio título es cómplice. La película es un engranaje perfecto de manipulación. Es el paradigma del arte industrial, la iscariotización del artesano al arte. Es un aquí y ahora cerrado y mutilado. Todo se nos muestra con frontalidad, pero lo que no entienden autores como Spielberg es que la frontalidad banaliza, no hay más banalización que la de mirar a la muerte, a lo desconocido, a lo incomprensible, con absoluta frialdad, con absoluta impasividad por lo que sucede delante del ojo de la cámara, como quien mira por un microscopio la minúscula vida que se cierne bajo él.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
alexterol
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